Christina Dieckmann

Milagros Socorro

Medias lunas inclinadas sobre sus máquinas de coser, esta visión —de la joven aovillada sobre un artefacto que ronronea su sueño de progreso— es la primera imagen que ofrece la mujer venezolana de las zonas urbanas a la llegada del siglo XX. Pero en la medida en que transcurre la centuria, esa muchacha que canturrea pegada a la Singer se yergue lentamente como alertada por un llamado de modernidad y acude a la cita quitándose la ropa en el camino. Atrás quedarán los cuellos bordados, los matrimonios arreglados, la doncellez blindada y la espalda doblada sobre un destino confiscado. El año dos mil la encontrará erguida y desafiante, dominando la ciudad entera, plantada en lo alto de una autopista, desnuda y bronceada, prestando su piel completa a una marca comercial de trajes de baño.

En unas pocas décadas el emblema de la venezolana pasó de ser la encarnación de la diosa Primavera, vestida con una túnica que la cubre hasta los pies para adornar con su belleza los juegos florales, a enfrentar sin ropas un batallón de fotógrafos y técnicos que le dan vueltas alrededor para mejor captar las molduras de su evolución. Eso fue lo que hizo Christina Dieckmann: en noviembre de 1998, dejó su vestuario íntegro en un rincón y se paró ante la cámara contemplando en silencio el fondo del lente donde a veces se percibe el movimiento de unas sombras pequeñas. Así, concentrada y ausente, apareció en su inmenso retrato de cuerpo entero, que los técnicos copiaron en un material especial para aguantar los vientos, las tempestades y las miradas colmilludas, y lo izaron hasta ponerlo en una valla gigantesca ubicada en plena autopista Francisco Fajardo. Y allí se estuvo todo el año 99 hasta enero del 2000.

La desnudez de una venus rubia, atlética y retadora, acompañó al siglo hasta su última bocanada. Lo curioso es que la verdadera vocación de la Dieckmann es la de modista y si no se ha realizado todavía en este oficio es porque debió interrumpir sus estudios de diseño de moda, de trazado de patrones y de técnicas de alta costura para inscribirse en el Miss Venezuela.

Cuando Dieckmann llegó a la quinta Miss Venezuela tenía veinte años y ya era una veterana en muchas lides. Nacida en la Clínica El Ávila, de Caracas, el 22 de abril de 1977, cuando tenía diez años ya se había pasado más de la mitad de la vida en el extranjero: específicamente en Curitiba, capital del Paraná, al sur de Brasil, adonde fue trasladado su padre, un alemán especialista en artes gráficas que no dudó en trasladarse con su familia para aceptar un prometedor cargo como representante comercial para América Latina y el Caribe. Efectivamente, su hacienda prosperó pero su matrimonio se deshizo y tuvo que pasar por el trago amargo de ir al aeropuerto a despedir a sus hijas —aún niñas— que partían de la mano de la ex esposa.

Los agentes aduanales que vieron pasar al grupo repatriado no advirtieron que la pequeña Christina traía inoculado un virus de fuerte raigambre brasileña: se había contagiado del desparpajo que parece pulular en ese país y de las ansias exhibicionistas que acucian al hembrón local y lo movilizan hacia las zonas de alta exposición a la mirada pública. Al retornar a su ciudad natal la niña Dieckmann tenía en su perspectiva mental, como cosa muy natural, que las actrices aparecieran desnudas en televisión y que las modelos anunciaran un shampoo lavándose el cabello en la ducha sin más atavío que las nubes de espuma que resbalan por su cuerpo. Eso era lo que había visto en Brasil, un país donde las colegialas sueñan con desplegarse totalmente en cueros en la revista Playboy y amanecer famosas, ganando carretones de plata.

Como Venezuela es otra cosa, Christina detectó rápidamente que el atajo más corto hacia el éxito pasaba por una banda de Miss. Y fue así como se puso en esa senda comenzando por los desfiles de moda. «No había cumplido los quince años cuando hice mi primer desfile». A los quince ya devoraba las veredas alfombradas de Tropicana y fue entonces cuando se inscribió en un torneo de belleza que se llamaba Chica 2001 y que flota en la memoria de la nación con un retintín de desprestigio.

—En esa época participé en dos concursos seguidos —enumera Christina—. Primero, el Chica 2001y luego el Señorita Belleza. Esas experiencias fueron un desastre desde el principio porque en cuanto me vio su organizador, Miguel Ferrando, comenzó a perseguirme. Me llamaba en mitad de la noche y me decía: «Baja como estés, que tengo algo importante que decirte» o me tocaba la puerta a cualquier hora pretendiendo repetir conmigo su esquema de abuso con las muchachas que se inscribían en sus competencias: de cada grupo, generalmente de veinte participantes, se llevaba a la cama a unas doce. Nunca me puso las manos encima porque me mantuve a distancia y porque mi madre siempre estaba cerca, vigilante. Las chaperonas eran sus alcahuetas. Todos ellos se dedicaban a exhibirnos en los cocteles que organizaban, una especie de vitrina para viejos verdes con los que teníamos que alternar porque era obligatorio. Ferrando se paseaba por las fiestas «animando» a sus amigotes para que nos hicieran la corte de la manera más descarada y mientras, él mismo, a pesar de ser casado, se hacía acompañar por su amante, una muchacha actualmente muy famosa, que había participado en el concurso y había permanecido en la organización como «asistente» de Ferrando.

«Cuando participé en Señorita Belleza, el concurso se realizó en Aruba. Allí nos obligaban a vestirnos con una especie de uniforme del concurso, un vestido de lycra cortísimo, que debíamos llevar sin pantaletas por exigencia de los organizadores, y unos tacones tan altos que apenas nos podíamos sostener de pie. Ellos decían que la ropa interior quedaba horrible con la lycra, pero había muchachas que no sabían sentarse con las piernas cruzadas y, bueno, se les veía todo».

Al llegar a la mayoría de edad, celebró el acontecimiento corriendo por la playa enfundada en un trajedebaño blanco donde podía leerse, en letras de colores, el nombre de un refresco de cola. Y después tuvo dificultades para cumplir con la cantidad de contratos que llovieron sobre su cabeza. Hordas de publicistas nacionales y extranjeros creían ver en aquella chica de vientre plano y anchos hombros el epítome de la imagen modélica: Christina vende todo lo que se asocie a su figura. «A veces encendías la televisión y veías cinco comerciales de Christina Dieckmann», dice ella misma en un curioso ejercicio de distanciamiento de identidad. Había llegado el momento de comparecer ante Osmel Sousa, en el interior del cuartel fucsia donde opera la Organización Miss Venezuela.

Con tan exultante materia prima, la industria que fabrica muñecas de pasarela apenas tendría que dar un par de vueltas a la manivela. «Lo único que me hicieron fue levantarme la punta de la nariz, arreglo que le hacen a todas las concursantes para que tengan nariz de Miss. Uno puede llegar con su nariz perfecta y Osmel te dice que debes hacértela. No hay modo. Y por lo general, tiene razón. En mi caso, la operación fue para bien porque me corrigió un defecto en la punta de mi nariz que consistía en descender y proyectar una fea sombra cuando me reía. Osmel quería que me hiciera las cejas pero me negué. Y me sugirió también que me aumentara el busto pero en ese momento no lo hice. No me quería disfrazar».

Los entrenamientos comenzaron en marzo del 97 y se prolongaron hasta septiembre. «En esos meses tuve que suspender mi trabajo como modelo porque la preparación para el concurso no me dejaba un minuto libre. Muchas veces llegué a mi casa a medianoche, llorando de agotamiento y diciendo que no iba a poder soportar la enorme presión de los entrenamientos, que comenzaban a las siete de la mañana. Y luego teníamos que estar hasta las once de la noche en los ensayos que tenían lugar en Venevisión; hasta que no salía bien el baile no nos permitían irnos a descansar. Y todo ese tiempo debíamos estar encaramadas en tacones de doce que nos mantenían los pies empinados. Fue muy difícil para mí».

El 12 de septiembre se realizó la gala final del concurso y Christina Dieckmann fue designada para defender los colores de su país en el concurso de Miss Mundo. «Yo estaba convencido de que la ganadora sería ella», recuerda el periodista de espectáculos Aquilino José Mata, quien formó parte del jurado aquella noche, «me parecía la mejor y, desde luego, voté por ella. Era muy hermosa y desenvuelta. Pero se le adelantó Veruska Ramírez en lo que constituyó un auténtico e inesperado batacazo».

Muy ufana con su clasificación en el Miss Venezuela, la primera finalista desembarcó en las islas Seychelles, donde se realizaría el evento, dispuesta a ser, literalmente, la reina del mundo. Había logrado reducir su peso hasta los 55 kilos (dos más de lo que le exigía Sousa, pero estaba muy muy delgada). Desfiló con el aire de quien impera sobre el Océano Índico con la majestad que impone la perfección física. Pero no sólo no se quedó con la corona —que fue a parar a la cabeza de Miss India— sino que ni siquiera ingresó al cuadro de finalistas. «Christina Dieckmann fue», conjetura Aquilino José Mata, «la primera víctima de la negativa del Miss Mundo a aceptar las primeras finalistas de Venezuela; de otra manera no se explica la pobreza de su participación en 1997».

—Para mi vergüenza y dolor —se lamenta ella— yo fui la primera venezolana en quince años que no quedó en el cuadro de finalistas. Y me lo tomé muy mal. Lloré hasta decir basta. Sentía que se me había caído el mundo y que no tendría cara para regresar a Venezuela, que en ese momento no era sólo mi país sino mi nombre mismo porque en los concursos internacionales uno pierde su nombre propio y es mencionado por el del país que representa.

«Cuando nombraron a la última chica para el cuadro de finalistas yo seguí aplaudiendo mientras las lágrimas me corrían por la cara hasta el cuello; no podía contener el llanto porque no estaba preparada para perder. Esa noche las muchachas latinoamericanas, que habíamos hecho una bonita amistad, nos reunimos en mi habitación a tomarnos una botella de vodka y a pasar el despecho. Pero lo peor vendría después: para ir al Miss Mundo me hicieron una fiesta de despedida, me llevaron al aeropuerto en limosina y me rodeó un gentío hasta que salí por la puerta de embarque. Cuando regresé, sólo mi madre estaba en el aeropuerto esperándome. Eso me hundió. Me pasé varias semanas encerrada en mi cuarto, llorando y preguntándome en qué había fallado para merecer aquel fracaso».

Cuando finalmente salió de su habitación, apagó el cigarrillo que mantiene entre los labios desde los dieciséis años cuando empezó a fumar, se lavó la cara y comenzó a responder los mensajes acumulados. Había unas cuantas ofertas audaces que le venían muy bien a su reforzado talante agresivo. La pantera había dejado de sollozar y ahora se estiraba, desengañada del mundo y más orgullosa que nunca del lustre de su pelaje. Había llegado la hora de exhibirse en serio.

Después de su incursión en la alta competencia de la belleza internacional, Christina dio un giro al timón a sus metas y se propuso aparecer, sin más atuendo que una base de maquillaje, en el satén multicolor de la publicación de las conejitas. «Me gusta Playboy. Admiro a las mujeres que aparecen en esa revista porque son perfectas y yo quisiera ser una de esas esculturas. Esa es la verdad. Todo lo que yo hago está marcado por mi mentalidad brasilera. Los venezolanos somos muy pacatos. Yo recibí una crianza muy liberal. En Brasil no hay censura en lo que tiene que ver con el cuerpo. Allá las muchachas se mueren por aparecer desnudas en Playboy porque ése es el pasaporte a la fama. Aquí el requisito es pasar por el Miss Venezuela. Como ves, la diferencia es inmensa».

Todavía no ha logrado que alguien le haga el contacto, un verdadero contacto con Playboy.«Algunas personas me han dicho que pueden ponerme en el camino pero yo desconfío, temo que me sometan a una prueba de fotografías al desnudo y luego perder el control sobre esas imágenes. Es muy difícil para mí creer en alguien. Mientras, me sigo preparando, ya me operé el busto y me agregué 350 cc en cada seno».

Al pregonar que se ha aumentado el contorno de pecho para pasar de 34B, que es lo que abulta una señora del común, a 36C que ya es la circunferencia de un planeta en ebullición, Christina traza una raya de cal que la separa de la Miss típica según cuyo discurso «Miss Yaracuy es alguien que estaba parada justo en el lugar donde la naturaleza volcó su cornucopia de tetas, nalgas, narices respingonas, cejas alzadas… y otras voluptuosidades de sospechoso aspecto codificado». Ella no. Ella fue un día y le dijo al médico: «Doctor, por favor, yo quiero que usted me ponga igualita a Pamela Anderson». Y el cirujano sin inmutarse le puso un par de almohadillas debajo de las mamas. Listo.

Si esto fuera poco, vocifera su obsesión de encuerarse para Playboy y mientras el gran día llega se encuera para su propio calendario sexy, concebido y dirigido por Celso De Oliveira, director de fotografía del álbum de fotos calientitas (que tampoco es que raye en porno ni mucho menos) que la Dieckmann se dejó hacer en Santo Domingo y que luego serían impresas a todo color en diez mil ejemplares; con una inversión de 23 millones de bolívares, ya recuperados largamente gracias a la fervorosa multitud que no sólo ha comprado el almanaque sino que se ha visto motivado al punto de escribir 32 mil correos electrónicos para manifestar su entusiasmo.

—Como lo oyes —asegura De Oliveira— 32 mil correspondencias han llegado a la dirección electrónica que anoté en la contraportada del calendario. Unos elogian a la modelo, otros me elogian a mí por la calidad de las fotografías, otros preguntan cuánto cuesta una noche con ella… pero todos quieren más.

La parte mala es que De Oliveira está negado a hacer el calendario del próximo año con Dieckmann porque le ha molestado mucho que ella persista en tomar decisiones por su cuenta sin consultarlo a él, «que después de todo fui el creador de su imagen sensual. No sexual, claro está, que es lo que a mí me choca y que ella se empeña en proyectar, arruinando todos mis esfuerzos y mi inversión monetaria».

De Oliveira se refiere a que pese a la elevada categoría de Dieckmann —quien cobró un poco más de tres millones de bolívares por esa fotografía de la valla de Lony que estuvo poco más de un año en la autopista— ella insiste en animar «fiestas calientes» donde baila con sacudones insinuantes. «Y, para colmo, después de hacer esta preciosidad de calendario, un objeto artístico de colección, fue a participar en un Bikini Open, una especie de concurso de belleza patrocinado por licoreras, en la isla de Margarita, donde las participantes, vestidas con tangas que les dejan las nalgas al aire, caminan sobre la barra de un bar mientras los asistentes, no todos muy sobrios que digamos, les lanzan chorros de agua. Y si le preguntas, Christina, por qué haces eso, te contesta simplemente: “Porque me da la gana”. Por supuesto que ganó ese supuesto concurso por el que no creo que haya cobrado ni quinientos dólares, te digo la verdad. Pero eso a ella no le importa, ella va a eso, a gozárselo. Eso es un desorden que yo no acepto. Y, por tanto, no haré más calendarios con ella, prefiero hacerlo con personas que demuestren una disciplina y un respeto a la imagen que con tanto esfuerzo he creado».

Y lo mismo obtienes si le preguntas: Christina, por qué aceptaste aparecer como anfitriona en el programa de aficionados ¿Cuánto vale el show?, un espacio que no parece tener nada que ver con tus, digamos, búsquedas… más si consideramos que no ves la hora de largarte al gran mundo, a Italia, por ejemplo, a jugártela de verdad. «Bueno», dice sin demasiado énfasis, «creo que me conviene aparecer en televisión, aunque fuera en un espacio de lotería, para mantenerme en contacto con la audiencia. Además me están pagando muy bien, un poco más de un millón de bolívares por dos días de grabación. Y Guillermo González me cae muy bien».

Por qué será que esta muchacha no puede estarse quieta. Y qué le costará decirle a la prensa que su mayor anhelo es llegar virgen al altar como toda Miss que se respete. «Por dios», se ríe, soltando el aire de golpe. «No todas las chicas que dicen eso son sinceras. Esas declaraciones las ponen los organizadores en boca de las concursantes. Nos dan un libreto para que lo repitamos pero a mí no me interesa eso».

«Yo lo único que quiero es permanecer en el modelaje mientras esté joven. Y luego continuar con una carrera artística hasta los ¿treinta y cinco años?, por ahí, creo yo. Y quiero hacer lo que me venga en gana sin que eso le permita a cualquiera venir a faltarme el respeto. No hace mucho me llamó un venezolano residenciado en Estados Unidos para ofrecerme trabajo de dama de compañía. Eso me enfureció. El tipo me dijo que me iba a ganar una cantidad de plata impresionante, una suma que jamás vería junta en mi cuenta corriente. Pero yo jamás me acostaría con nadie por plata. El hecho de que yo haya posado para un calendario sexy y que tenga una libertad para pensar que por lo general no demuestran las chicas venezolanas, eso no significa que tenga planes de prostituirme».

Según asegura, «hay un grupo de muchachas vinculadas al Miss Venezuela (porque ya participaron o están por hacerlo) que trabajan como damas de compañías. Ese trabajo consiste estar unos días escoltando a unos tipos a donde ellos vayan. Y los tipos, que pagan altas sumas por mujeres bellas, te exhiben, te llevan a cenar, te llevan a las reuniones con sus amigos, algunas veces te hacen bailar en fiestas para que todos te vean y, obviamente, te tienes que acostar con ellos. Esto lo sé porque me lo han contado muchachas que están en eso. Y hay agencias de modelaje que encubren un negocio de prostitución. En cada edición del Miss Venezuela estas agencias meten un grupito de muchachas para moverlas en el asunto de la prostitución porque hay hombres que pagan lo que sea por una miss, tienen esa fantasía».

—Pero yo no —insiste—. Yo me gano mi plata sin necesidad de tener cerca el horrible pipí arrugado de un viejo baboso. Qué horror, ¿te imaginas?

Que quede claro, pues, que Christina Dieckmann tiene sus valores muy bien puestos y perfectamente definidas sus limitaciones en la vida: «Lo de Playboy va, eso seguro. ¿Qué más me pueden pedir?, ¿que pose con las piernas abiertas? Eso no lo haría jamás».

 

Publicado en la Revista Exceso, 2000

 

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