Sangre en la oscuridad

Milagros Socorro

Un gato venía, por lo general, a subir el volumen de mi terror. Después, mucho después, me enteraría de que su aullido no obedecía a la contemplación de los mismos espectros que a mí me hacían temblar bajo las sábanas. Pero en esa época estaba convencida de que las noches eran el país de las criaturas espantosas, las que vagaban en medio de grandes sufrimientos y, sobre todo, hondos misterios. La cabecera de mi cama quedaba bajo la ventana y frente al espejo. De manera que podía ver, reflejadas en la luna de la peinadora, las ramas del tamarindo barriendo los vidrios del ventanal como brazos que arañaban la salvación. Y cuando aquella visión estaba a punto de petrificarme, venía el gato –más bien, caía- y lanzaba un gemido largo, ríspido, a la vez filoso y embotado como una navaja oxidada… era que estaba viendo lo que yo apenas intuía, lo que me llegaba filtrado por la oscuridad, las aspas del abanico y la escasa luz que entraba desde la calle.

Esa noche iba a llorar de miedo. Mi padre me había pedido que lo acompañara a buscar un traje que le había prestado a un amigo. No me dijo a qué iba. Simplemente me preguntó si quería acompañarlo. Acababan de dar las siete ¿de la tarde? ¿de la noche? ¿de la mierda en pasta?, en mi pueblo no es tan fácil andarse con precisiones: en un momento es de día y cuando pestañeas ha caído una nube de plomo que se ha llevado la claridad y te aplasta, te agobia, te vuelve leña. Es, por cierto, el momento en que los insectos corren a darse trompadas contra los bombillos de neón y uno se quiere morir. Desde luego, me apresuré a subirme a la camioneta.

Anduvimos pocas cuadras. Ahora no sé muy bien cómo es, porque me dicen que hasta guerrilleros pululan por ahí sin molestarse en dejar las armas antes de salir. Pero entonces mi pueblo era pequeño y de noche más todavía. Mi padre se puso a cantar. Te oí decir: adiós, adiós. Cerré los ojos y oculté el dolor. Sentí tus pasos cruzando la tarde y no te atajaron mis manos cobardes. Mi corazón lloró de amor y en el silencio resonó tu voz. Tu voz querida, lejana y perdida, tu voz que era mía… tu pálida voz. Sí, se me caían los párpados de melancolía.

Llegamos a la casa a donde íbamos y, no sé por qué, no recuerdo, no llegamos a entrar. La esposa del amigo de mi padre vino con el traje metido en una de esas bolsas transparentes. Los faroles de la calle semejaban flores moribundas. Era una calle céntrica, de hecho, frente a la plaza Urdaneta, pero no pasó nadie mientras estuvimos allí. Como los niños éramos invisibles –y no como ahora, que se imponen con sus zapatos de colores, sus cortes de pelo y esa sexualidad parvularia- ellos se pusieron a conversar sin reparar en mi presencia.

-Qué vaina, chico –dijo ella.

-Sí. Parece que fueron tres. Lo destrozaron.

Entonces me enteré. Unos desconocidos se habían llevado a Santiago a un solar que quedaba cerca de nuestra casa, un terreno donde la maleza crecía rápidamente entre los vestigios de una casa que se había incendiado, y lo mataron a puñaladas. Tendría veinte años. Yo conocía a Santiago porque era hermano de madre de cierta muchacha que, a su vez, era hermana de padre de… no viene al caso. Pero lo conocía. Con frecuencia lo veía pasar en bicicleta frente a mi casa y una vez había venido a visitarnos, vestido de uniforme, se había presentado voluntariamente a la milicia y estaba muy contento. Era un guajiro espigado, silencioso y servicial. Bueno, esa noche yacía muerto. Su cuerpo sangrante.

El traje desmadejado entre mi padre y yo indicaba algo terrible: mi madre y él saldrían esa noche. Nos quedaríamos solos. Total, en mi pueblo no había peligros. ¡No hay peligros y acaban de asesinar a Santiago! El uniforme de Santiago tiene ahora ojales nuevos en cuyos bordes brota la sangre. La vegetación de la casa en ruinas está regada de gotas rojas que en la oscuridad deben estar brillando como luciérnagas horrorosas. ¿No pasa nada? ¿Y por qué siento a mis espaldas un siseo sigiloso? ¿Son los asesinos? ¿Es Santiago extendiendo sus manos y dejando un rastro de sangre en la ventana?

En el camino de regreso a casa mi padre no se molestó en “darme la noticia”. Yo era invisible y sorda. Ajá, idiota. Siguió cantando. Siento que tus pasos vuelven por la senda amiga. Oigo que me nombras llena de mortal fatiga, para qué si ya sé que es inútil mi afán. Nunca, nunca, vendrás. Al salir de la camioneta ya sabía que esa noche sería la peor de mis nueve años.

Mi madre abrió la puerta del cuarto de los niños lo suficiente para meter la mano y apagar la luz. Daba por hecho que estábamos dormidos. No era así. La prueba es que mi respiración, al quedarnos a oscuras, recordaba un caballo que hubiera cruzado un desierto. Cerraba los ojos y ahí estaba Santiago, tirado en su lecho de maleza, sus ojos negados a distinguir un dibujo en el tizne de los muros rotos. Si sólo pudiera sacar el pie de la cama y correr a encender la luz.

En ese momento aterrizó el gato. Y lanzó un grito que llegó a la Sierra. ¿Qué podía haberlo sorprendido sino Santiago trastabillando allí, al otro lado de la pared?

 

Publicado en la Revista Clímax, agosto de 2006

Un comentario en “Sangre en la oscuridad

  1. Sangre en la oscuridad……con muchos Santiagos , que se llevaron el fulgor con ardor de la flama en sus cuerpos,mientras el gato salto hace mucho rato y maullo pero nadie pareciere saber porque incluyendo al mismo gato

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