El Museo Bolivariano de Caracas

Milagros Socorro

 

En mi libreta de notas consta que en la planta baja del Museo Bolivariano, doblados y acomodados en vitrinas, hay una serie de objetos personales de Simón Bolívar (Caracas, 1783 – Santa Marta, Colombia, 1830): un cubrecamas, un mantel, unas sábanas, una funda, un pañuelo, un chaleco, un pantalón de grana y una ruana, decorada a rayas horizontales, muy hermosa en su sobriedad. Pero, a diferencia de la ropa, que conservo nítidamente en la memoria, no logro recordar la lencería. Y eso que entre mi visita al Museo y la escritura de estas líneas han pasado unos pocos días. ¿Será que estaba más concentrada en hacer apuntes que en observar las piezas exhibidas? ¿O será que el puñado de pertenencias del Libertador no logró prenderse a mi imaginación? Debe ser eso. Los objetos de Bolívar o de sus familiares, exhibidos en la institución museística destinada a su culto son escasos y mustios.

Si el visitante va al Museo Bolivariano con la idea de deleitarse con muestras de la opulenta cultural material de la aristocracia cacaotera o tempranamente minera (por las minas de Aroa, pertenecientes, como se sabe, a los Bolívar), de la colonia venezolana, se va a llevar un chasco porque, aunque la familia del héroe caraqueño se contaba entre los más ricos del país, el menaje de su casa, así como su ropa y enseres personales no destacan por su exuberancia. Mucho menos por sus dimensiones.

-¡Yariiitza! –el grito de la mujer enfundada en pantalones de licra amarilla hiela la sangre. Está llamando a su hija, una niña de bucles hasta la cintura cuyo pronunciado abdomen escapa de la franela impresa con un letrero en inglés. La preocupada madre ha escuchado que un funcionario del Museo me está dando algunos datos y quiere que la niña, entretenida en ruidosos retozos con amigos en el corredor central, venga a escucharlo.

Nos encontramos frente a una mantilla negra, también doblada y convenientemente protegida por el arca de vidrio. El velo, reseco de tanta ausencia, perteneció a María Teresa Rodríguez del Toro y Alayza (Madrid, 15 de octubre de 1781 – 22 de enero de 1804), la infortunada muchacha que sería esposa de Bolívar por menos de dos años, hasta que la fiebre amarilla la arrebató de los brazos del criollo. Tal es la fragilidad del antiguo tul que tengo la impresión de que el chillido de la representante súbitamente preocupada por la formación histórica de la muchachita va a sajar el encaje.

Yaritza viene. Su pecho de paloma se agita por la carrera que ha pegado para llegar hasta el rebocillo de la sobrina del tercer marqués del Toro. Le echa un vistazo y regresa a sus correrías. La madre se queda, más interesada por el relato que por la toca, que finalmente parece la materialización de una serie de malos recuerdos flotando en el aire.

El guía, (que no era guía, o no estaba en esas funciones, que es un empleado del Museo a quien contacté previamente para que me diera detalles de la colección) es entusiasta y, como todos los guías, un poco caletrero. Si uno lo interrumpe en medio de la exposición para hacer una pregunta, contesta y luego retoma su perorata empezando desde el principio. Recita todo sin mayor emoción. Pero es que no puede sentirla. Hay una franca profusión de cartas (más bien reproducciones facsimilares de documentos o proclamas, que para el caso es lo mismo); demasiados libros, qué sé yo, papeles, que pueden ser muy interesantes para los investigadores, incluso para cualquier lector, pero que son una puñeta para contemplar en un museo; hay unas cuantas armas o municiones, aherrojada ferretería que tampoco destaca por su atractivo; muchos escudos de armas (medio pavosones); y demasiados cuadros malos: alguna figura religiosa y varios retratos de los familiares del Libertador, de esos que viste uno, viste todos. En fin, ya se sabe, óleo sobre tela.

 

Pero uno está allí para ver evidencias del fasto decimonónico, para menear la cabeza ante los lujos que se permitían los señores mientras la negrada sudaba la gota gorda en los cafetales o para experimentar corrientazos de emoción al estar muy cerca, -separada apenas por un vidrio-, de calzoncillos, uniformes, pieles, joyas, que hubieran estado en contacto con el cuerpo del héroe de Carabobo. Y no es que no haya algo de esto. Es que todo es tan modesto y tan pequeño, que uno termina compadeciéndose de los pobres ricos del siglo XIX venezolano. Es verdad. Comparados con los padres fundadores, los jerarcas del siglo XXI son el rey Salomón. No sería mala idea mudar estas sencillas cosas polvorientas para el ala de algún archivo y dejar esta sede al Museo dela Boliburguesía. Esosí sería fabuloso.

Miniaturas con la cara de un primo segundo y balas de cañón aparte, la verdad es que las salas de Colonia y Formación (Sala Familiar), guardan objetos de interés para quien se acerque a ellos en busca de fetiches. Hay una bañera del siglo XVIII, encontrada en la cuadra de Bolívar (finca de la familia), un camastrón de especial basteza. Se trata de un pesado bloque de madera en el que se talló una cavidad hasta labrar eso, una bañera. Pero sin agujero para el desagüe y ningún ornamento.

Está la silla de mano que usaba doña  María de la Concepción Palacios, madre del Libertador, para hacerse llevar por las calles de Caracas. Mueble un poco heavy para la sensibilidad al uso, puesto que tiene dos largas varas dispuesta para los hombros de cuatro esclavos. Entenderán los lectores que una silla de mano es silla para el amo y mano, la del siervo. Hay una silla que formó parte del mobiliario dela Hacienda de San Mateo, mueble de dimensiones infantiles. Una sillita. Punto.

En una vitrina hay: un estuche de cuero con dos tijeras y dos peines de carey, chévere porque era del Libertador. Por más nada. Dos navajas de afeitar de nácar y acero dorado. Curiosas por lo ya dicho. Un par de medias y zapatillas de idéntico dueño, enternecedoras por lo breves y por la proximidad de que gozaron de la entidad física de Bolívar. En otro aparador hay objetos de uso personal del Libertador y de su esposa: un joyero y un pequeño bolso de mano de María Teresa; un bolso de mano y tres alfileres de corbata de Bolívar. Y dos pistolas de chaleco que pertenecieron al Libertador, unas mingoñas oxidadas que no meten ningún miedo (será porque parecen las mascotas de los pistolones que vamos diariamente en la televisión y la prensa). Puede verse también unas piezas sueltas de vajillas: una sopera de bronce plateado, seis copas hueveras y su base, dos cucharitas de metal bañadas de oro, un plato de plata, una copa de plata y concha de coco… Nada demasiado deslumbrante.  Hay tres llaves dela Cuadrabolívar, casa de descanso de la familia, dos grilletes usados para el traslado de esclavos, una caja de rapé que perteneció a Pablo Secundino Clemente Bolívar, un prendedor y dos zarcillos de María Antonia Bolívar, un par de charreteras, un par de botones, una gola, una banda militar, un cinturón de espada, un par de botas de campaña y bastón de mando, un baúl de campaña  de madera y cuero, un escritorio de campaña con una pluma dorada y tres tinteros, un largavista con su par de lentes, del Libertador. Y está su hamaca, “manifestación de la americanidad fundamental de Bolívar”, que diría Arturo Uslar Pietri.

 

Hay un precioso ensayo de Arturo Uslar Pietri, titulado La hamaca de Bolívar, que dice así: “En una de las vitrinas del Museo Bolivariano de Caracas hay una vieja hamaca desflecada, con los colores que fueron vivos, amortecidos por el tiempo. Es una hamaca de Bolívar. Fue una de las que él usó durante los largos años de aquellas campañas inagotables, de aquella andanza sin tregua que se tejió y retejió como el hilo del destino, por entre selvas, cumbres, ciénagas y llanuras, desde la boca del Orinoco hasta las riveras del Titicaca”.

-Esa hamaca –sigue Uslar- colgó en la sala rústica de la casa del pueblo: Entre dos árboles a la intemperie para acampar por la noche. Durante los tiempos más difíciles y agitados de su lucha Bolívar no tuvo otro lecho. Era su cama, su silla de trabajo. Por la noche en tierra caliente, se tendía en ella a dormir su breve sueño nervioso. Al llegar, lo primero que hacía el asistente era tenderla. Venían los secretarios y los ayudantes y se ponían alrededor. Mientras él se mecía y se levantaba sin cesar, dictaba cartas y disponía operaciones.

Conviene al visitante del Museo Bolivariano conocer este texto antes de pisar el edificio. Su memorización deparará una experiencia al ver la hamaca, que finalmente no es sino un lienzo avejentado, de colores amortecidos por el tiempo.

 

El antecedente institucional del Museo Bolivariano es el Museo Nacional, inaugurado en octubre de 1875. Según el Diccionario de Historia de Venezuela, Fundación Polar, el edificio del citado museo fue obra del ingeniero Jesús Muñoz Tebar, y fue levantado al lado de la renovada fachada del antiguo convento de San Francisco, sede entonces dela Universidad Centralde Venezuela, hoy Palacio de las Academias. Su primer director fue Christian F. Witzke.

-El Museo –dice la investigadora Milagros González, en su libro De la colección a la Nación (Fundación Empresas Polar, 2007)- estaba formado por la colección mineralógica y el herbario de José María Vargas, unas plantas remitidas porla Sociedad Botánica de París, así como por una colección de objetos pertenecientes a los tres reinos de la naturaleza (formada porla Sociedad de Ciencias Físicas y Naturales de Caracas), algunos retratos de hombre eminentes y recuerdos bolivarianos.

Al celebrarse el primer centenario del nacimiento de Bolívar, en 1883, la sede del Museo Nacional fue ampliada para albergarla Exposición Nacional, decretada por Antonio Guzmán Blanco. Desde entonces se llamó Palacio dela Exposición” (posteriormente,la Corte Supremade Justicia). “El centenario del nacimiento de Simón Bolívar, en1883”, dice Milagros González, “había sido la excusa perfecta para retirar las piezas relativas al Libertador de las instalaciones del Museo Nacional y exhibirlas como unidad en el palacio de las Exposiciones. También fue la ocasión de convocar a los poseedores de piezas similares para que las exhibieran y donaran al Museo. Ante el advenimiento de la conmemoración del centenario dela Independencia, en 1911, Juan Vicente Gómez decreta la inauguración del Museo Boliviano, calificando el hecho de ‘necesidad patriótica’”.

El 24 de junio de 1911, Gómez inauguró el Museo Boliviano. “En la Gaceta de los Museos Nacionales”, apunta González, “publicada en Caracas por Christian Witzke entre 1912 y 1914, se encuentra un amplio inventario de objetos del Museo Boliviano. Muchos de ellos fueron legados por Antonio Guzmán Blanco, quien los recibió de su padre, Antonio Leocadio Guzmán, que a su vez los recibió directamente de Simón Bolívar o de sus allegados. En el inventario se encuentran numerosos trajes de Bolívar o de familiares cercanos, con descripciones tan precisas como la siguiente:

56. Una camisa de día. Es de batista blanca de lino, con cuello y puños fijos.

Está marcada con un V bordada con hilo de algodón encarnado. / Mide 85 centímetros de largo, 55 centímetros de mangas, el cuello de 38 centímetros y los puños, 16 centímetros. / E s la camisa que le dio el Libertador al señor don Antonio Leocadio Guzmán el primero de enero de 1827, en Puerto Cabello. Como herencia de su padre pasó a manos del general Antonio Guzmán.

“También se encuentra una serie de objetos entregados por Antonio Leocadio Guzmán, que fueron obsequiados por la señora Benigna Palacios (sobrina del Libertador). Estos objetos son un mechón de pelo, un trozo del plomo de la urna donde estuvo el cadáver de Bolívar, unas lozas que lo cubrieron, medallas, banderas y cintas. Hay un objeto que llama la atención por haber sido extraído del cuerpo del Libertador durante su autopsia. Además, es reseñado con cierto sensacionalismo en un artículo de prensa: “…en un lujoso cuadro contemplamos la concreción fosfático calcárea que fue hallada en el pulmón del Libertador por su médico, doctor Révérend, al hacerle la autopsia…”.

 

Actualmente, el Museo Bolivariano se encuentra en el centro de Caracas, en la esquina San Jacinto a Traposos, al lado de la casa natal del Libertador. En 1934, se comenzó a construir una sede en la esquina de Pajaritos, que sería inaugurada por López Contreras. En octubre de 1949, la nación adquiere las adyacencias de la casa natal para construir las nuevas sedes del Museo Bolivariano y Sociedad Bolivariana. En 1959, el entonces presidente Rómulo Betancourt emprende la construcción del actual edificio, obra del arquitecto Graciano Gasparini, que sería inaugurada el 17 de diciembre de 1960, con un cuya de 1.245,78 m2.

Lo frustrante de la visita es que ni la concreción calcárea ni los mechones de cabello del Libertador se encuentra en exhibición. “Están en los depósitos”, dice el amable guía.

-La concreción calcárea y los trozos de cabello que se conservan en el Museo Bolivariano de Caracas, así como los cabellos que están enla Quinta Bolívar, de Bogotá, es lo único que podemos ver del cuerpo del Libertador –escribió el doctor Alberto Angulo. “La concreción encontrada por el doctor Révérend, por las características macroscópicas que presenta, por la situación, antecedentes patológicos del paciente y otras circunstancias, me atrevo a afirmar, como ya lo han hecho patólogos y neumonólogos, que es el foco parenquimatoso pulmonar calcificado de una primo-infección tuberculosa adquirida posiblemente durante la infancia o adolescencia”.

Cabe imaginarse que es preciso tener alguna influencia para ver la concreción calcárea y los guedejas del Libertador. Desde luego, carezco de ellas. Lo que sí está a la vista don las botas de cuero de Bolívar y sus mocasines, un par de pichones morenos, que provoca acunar en las manos y que deben corresponder a un número 34. Como si pertenecieran a un niño de diez años. Con las botas andaba Bolívar por las cuestas de los Andes y con los zapaticos entraba, silencioso, no fuera a ser, a las habitaciones de las señoras que dejaban a propósito la puerta entornada.

 

Publicado en la Revista Clímax, mayo de 2009


Un comentario en “El Museo Bolivariano de Caracas

  1. Recuerdo haber visto la formación calcárea del pulmón de Bolívar en la Quinta Anauco, si mal no recuerdo, allí estaba exhibida. Era una piedra del tamaño de una metra grande, grisácea e irregular.

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