El aljibe de los perros

Milagros Socorro

El muchacho triste se detuvo en el matorral para anudar los cordones de sus zapatos y tomar un poco de agua. Se secó la frente con el antebrazo y miró hacia lo alto donde las copas de los árboles sostenían una asamblea. Se distrajo un minuto observando la filigrana formada por la luz solar que se colaba entre el forraje. Enroscó la tapa de la botella y miró alrededor. Dorada, su inmensa perra san bernardo, había desaparecido. Se había descarriado por allí, sin remover la alfombra vegetal ni hacer ruidos.

-¡Dorada! –la llamó el muchacho triste, avanzando por el terreno escarpado-. ¡Dorada!

No podía decirse que estuviera preocupado… aunque estaba consciente de que en el Ávila pululan las serpientes y los alacranes. Quería encontrarla y desandar el camino. Nada más. Siguió llamándola hasta que escuchó el siseo de un helecho agitado por un viento fuerte. Al acercarse vio el corpachón de Dorada, que había hundido su cabeza en la espesa capa de hojas. Al sentir la presencia de su amo, el animal se incorporó y entonces el muchacho triste vio la cara de la san bernardo, esos ojos oscuros con los párpados inferiores colgando hasta exhibir las rojas mucosas, sus casi 90 kilogramos, todo salpicado de orquídeas.

Dorada y su dueño se habían alejado bastante del recodo avileño escogido por un grupo de jóvenes caraqueños para llevar a sus perros a pasear a campo traviesa y chapotear en el pozo formado por una de las quebradas de la montaña.

En el Parque Nacional Ávila, fachada caribeña de Caracas, hay un rincón de no muy fácil acceso donde suele acudir unas dos docenas de apasionados de los perros, empeñados en ofrecer a sus mascotas un entorno natural donde puedan jugar, ejercitarse y estar a sus anchas. Desde luego, tanto los cuadrúpedos como sus dueños deben tener excelentes condiciones físicas y buena disposición a socializar.

Ciertos fines de semana el grupo se reúne en una plaza ubicada en La Castellana. Los primeros en llegar aguardan el arribo de un número suficiente de compañeros para emprender la marcha en conjunto. Ingresan a la montaña por vía distinta a Sabas Nieves o cualquiera de las habituales, por lo que se encaminan en fila india a través de la autopista en dirección oeste. Nadie debe rezagarse, de la unión, de personas y de perros, depende la seguridad de todos. Ciertamente, la algazara que arman quince perros de distintos tamaños –pero grandes en su mayoría- debe bastar para disuadir a los malandros que han escogido el ramal montañoso para sus fechorías.

Un sábado de finales de julio, ardiente casi desde la madrugada, me sumo a la congregación. Voy vestida con un mono de trotar (bueno, de caminar en forma enérgica), blusa ancha de algodón de la India y zapatos de goma. En un bolso de lona llevo los lentes de sol, la cédula, un billetico suelto y una libreta para tomar notas. Mi contacto con la curiosa liga de andinistas me ha dicho que no me preocupe, que la ruta, una vez llegados al parque, es bastante plana. Y yo me lo he creído. Salimos de la plaza donde se ha cumplido la convocatoria y nos dirigimos hacia la montaña, que parece atraer a los perros como un imán, puesto que se agitan y ladran adelantando el pecho en su dirección. Sus propietarios hacen un esfuerzo para mantenerlos pegados a sus flancos. Caminamos pegados a la cuneta mientras a nuestro lado pasan los carros como silbidos. Bordeamos el Ávila, pero todavía no se siente el frescor. Al contrario, del pavimento sube un hálito de fuego. Miro bien por donde piso, quizá para sustraer la atención de la autopista (verdaderamente, una temeridad) y entonces dos cajitas de cartón que deben haber sido arrojadas desde un carro en marcha. Cialis, alcanzo a ver que ponen las cajas. Será la última señal de vida urbana que acompañará mi tránsito puesto que un segundo después soy tragada por la montaña y la dulce penumbra verde me reclama a otro mundo.

Superado el trayecto fragoroso, los dueños zafan a los perros de sus correas. Al verse libres, los animales corren alborozados, pero no van siempre en la misma dirección. Se adelantan, trepan un tramo de la cuesta y se devuelven con una energía asombrosa. Hay que estar muy alerta porque los perros dan la impresión de no ver que hay alguien en su camino (y si lo ven, no les importa para nada), de manera que me veo vapuleada por impetuosos proyectiles de sangre y pelo.

A los pocos minutos de comenzando el ascenso topamos con los restos dejados por los santeros, que tendrán mucha fe pero muy poco cuidado con el ambiente y, definitivamente, ninguna proclividad a recoger las botellas tras el consumo de su contenido y, en fin, la basura, en cantidades considerables, que han desperdigado por el área.

La subida incluye el paso por charcales que empapan los zapatos, las medias y los fondos del pantalón; también hay piedras que exigen agilidad y no poca audacia, sin que se divise una rama de la que asirse para cobrar impulso. En buena parte del camino lo único que hay es una especie de liana repleta de espinas cuyo uso como pasamanos queda descartado. Los perros, claro está, ni sospechan que una parte del contingente está pasando trabajo para llegar a la meta. Ellos van y vienen, babeando por el sendero, oliendo la brisa como para detectar jirones de perfume del pozo donde van a lanzarse con entusiasmo infantil.

Cuando me distancia unos500 metrosde la piscina natural a donde nos dirigimos, escucho los insistentes ladridos, casi aullidos, de un perro con pulmones de acero.

-Resortes no para de ladrar –dice uno de los excursionistas a mi lado- de pura felicidad… es una ladilla.

No llevo la contraria.

Unos pasos más y llegaremos. El lugar es muy hermoso. Y se respiraría paz y armonía si no fuera porque hay que estar mosca frente a la eventual presencia de extraños. De pronto el camino se abre. Oigo el ruido del agua, pero se trata de una suerte de alberca donde se están bañando unos muchachos de ambos sexos. Parecen liceístas. No hay nada sospechoso en ellos, pero me apresuro para perderme de su vista y reunirme con los demás.

Escalo el equivalente a un piso de un edificio. Allí está la quebrada y la pileta que los propietarios de los perros han contribuido a hacer más profunda mediante la fabricación de un dique construido artesanalmente mediante la colocación de piedras que retienen el agua sin llegar a impedir su libre fluido. Los perros están felices. Juegan entre ellos. Entran al agua. Salen. Se encaraman en un piedra y saltan al agua. Se las arreglan para hacer brotar ráfagas que brillan al sol como un rosario de brillantes.

Hay cuatro labradores, dos pastores alemanes, una pareja de salchichas medianos, un pastor siberiano, un galgo español, un biegle, una bloodhound, un mastín español y un cacri de estampa noble. Vuelan las pelotas. Los ladridos se trenzan con las risas de algunos niños que también han subido. Los amos vocean instrucciones y jalean a sus mascotas para que expriman la sustancia de ese momento inusual.

No sé a qué altura estamos. El Parque Nacional el Ávila, integrante del señorío de la cordillera de la costa, presenta alturas que van desde el nivel del mar (0 metros) hasta 2.765 metros, (que es lo que mide el Pico Naiguatá). Por supuesto, no es mucho lo que hemos ascendido, pero la vegetación, de gran belleza y exuberancia, me lleva a pensar que la piscina de los perros está incrustada en una selva de galería (o selvas de quebrada), zonas están húmedas y verdes aún en la época de sequía, con árboles verdes, de porte elevado, cuyos troncos suelen estar decorados con helechos, bromelias y otras plantas de nombre desconocido para mí.

El Ávila está administrado por Instituto Nacional de Parques, que debe velar porque el lugar tenga un grado de protección cónsono con su condición de Parque Nacional, que adquirió el 12 de diciembre 1958, cuando la junta de gobierno provisional presidida por Edgar Sanabria, así lo declaró, según el Decreto No 473 del 12 de diciembre de 1958. En 1974 este decreto fue modificado para añadir19.000 hectáreasa las 66.192 que tenía de superficie; y posteriormente, en noviembre de 1990, durante el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, fue cambiado otra vez con una reforma parcial debido a «errores de cálculo» que no precisaban del todo los límites del parque.

Hemos salido a eso de las 10 de la mañana deLa Castellana. Ahoraes cerca del mediodía y los perros no presentan traza ya no digamos de cansancio sino al menos de ganas de echarse a la orilla del pozo. De salir un ratico del agua. Qué va. No parecen saciarse. Sus músculos se ven refulgentes bajo el pelaje mojado. Tal es su exaltación que se les creería descendientes de peces con cola movediza.

No hay un solo perro perreroso, valga la redundancia. Nadie busca pelea aquí. Por allá, muy cerca del dique dos perros se han encaprichado con la misma rama seca que ha caído al agua. Los dos la muerden y pretenden hacerse con su propiedad. Las cabezas se mueven unos pocos centímetros. Parece un tango acuático. Y de allí no pasa el litigio. Son animales socializados, disciplinados, tienen hábitos: nadie ha ido al Ávila a comer ni a dejar envoltorios de golosinas regados por allí, como sí han hecho los seres humanos de la víspera.

Estoy sentada en una enorme piedra, respirando un sol de durazno y dejando reposar el bolígrafo mientras me arrulla el chapoteo de los perros y sus bufidos de placer. En eso oigo un crujir de “ciudadano”. Abro los ojos y ahí están los tres guardias nacionales. Se han pasado para adelante los fusiles que traían colgando a la espalda como quien va al mercado con un zurrón donde meter un trozo de queso ahumado. Pero ahora las armas están pegadas a la barriga. Todos atendemos a la advertencia de “prohibido” y de “desalojen la zona”, menos los perros, -culpables de la interdicción, pobrecillos- que persisten en su chapaleo.

Una orden, quizá un par, bastará para que los animales salgan de su adorado estuario. El problema es que aún tienen energía en la recámara. Y tengo una prueba de ello cuando imprudentemente me quedo parada junto a Porthos, un soberbio labrador color chocolate, que al sentir la tibieza del sol se estremece, ebrio de vida y de juventud, y entonces me da una auténtica paliza con su cola, que mueve en expresión de júbilo.

En el descenso, manoteando con la inútil esperanza de encontrar una rama a la que asirme, pienso en los secuestrados, obligados a pasar años en la selva. Estimulados por el ejercicio y, digamos, la hidroterapia, los perros andan y desandan el sendero como pájaros que volaran a ras de tierra. Les he cogido pavor, no a sus posibles dentelladas sino a los empujones que prodigan a diestra y siniestra mientras corren por la caminería del Ávila. Como precaución, al descender en un piedra de temibles filos, opto por sentarme e irme deslizando. Los perros, en cambio, semejan caballos pintados por Tovar y Tovar: son corceles que salvan con un salto las distancias del monte Ávila. Y al emerger de él serán, otra vez, nerviosas criaturas aquejadas de cornetazos.

Publicado en la Revista Clímax, septiembre de 2009

2 comentarios en “El aljibe de los perros

  1. NO TENGO EL GUSTO DE CONOCER MEJOR MI TIERRA , POR TANTO NO PUEDO OPINAR CASI NADA SOLO LO QUE UD , ME NARRE DE DICHO PARQUE ,POR LO QUE VEO ES EL PARAISO DE» CANES «………..EL MEJOR AMIGO DEL HOMBRE !!!

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