Una nota de Salvador Garmendia

Hablando a la pared

Salvador Garmendia

El Nacional, lunes 31 de julio de 2000

XII Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre, Cumaná. 1997. Como si fuera hoy. Un cúmulo de originales, una montaña de literatura y una carrera de decepciones que se desvanecen entre bostezos de fastidio. Después de esto, sólo quedan la cuerda y el pistoletazo. Silencio. Los primeros requisitos del buen jurado, son la paciencia y la resignación. Y de repente, como la chispa en la mirada del moribundo, un manuscrito salta del montón, yo diría que por obra de magia. «Pegado al borde del río, navega o se arrastra, según se le mire». Un comienzo intrigante, no cabe duda. Se siente un aroma salvaje en el aire. «Han caído las sombras y desde la ventana las formas aparecen difusas». Es la noche del trópico, se sobrentiende. Hay calor en la atmósfera, una oscura palpitación, luces inciertas que se evaden. «El río es más bien un pantano. Principalmente en verano cuando las escasas aguas corren en una especie de fango verdoso…».
Pero todavía es necesario ir con cautela. ¿Cómo decía el título del libro? Actos de salvajismo. Quizás se trata de literatura tremendista. El principiante, que por no saber escribir, escandaliza. Sólo que, dos páginas adelante, la materia ha cobrado forma. Figuras humanas se delinean en la penumbra y el calor sofocante: «Me mira a los ojos, entre las sombras que llenaron la casa en cuanto llegó, me mira muy profundamente a los ojos. Podría decirse así: Joaquín me mira adentro. Y me dice yegua».
Allí saltó la primera sospecha que llegó como un soplo a mis pequeñas células grises, al mejor estilo Hércules Poirot: ¿Y si se trata de literatura femenina al estilo de moda, vale decir narrativa light edulcorada, pero al revés?; cuando la autora, en plan de desafío, advierte, señalando con ambos pulgares a su depresión inguinal; «¡Oigan! ¡No se equivoquen, varones! ¡Soy mujer! ¿No se han dado cuenta todavía? Respiren hondo, por favor y espero que reconozcan fácilmente el aroma. Si es necesario, voy a separar las rodillas y verán». Es un recurso muy frecuente hoy en día, cuando la literatura de mujeres vende y vende más según la intensidad del olor a profundo que se libere de sus páginas. ¡Pero no, no! Ninguna autoflagelación estaba teniendo lugar en la escena. Y sin embargo, el sexo femenino de la supuesta autora, seguía manifestándose con línea gruesa, tanto en el primero como en los once relatos que componen el libro; por ejemplo, en «Escenas contra la pared», donde la oigo decir: «Cuando las cosas se ponen graves de verdad dejo lo que esté haciendo… y me dedico a lavar platos… el tiempo transcurre con el agua y los alegatos se suavizan con el detergente». (Suspendo un momento la escritura en honor a Madame Butterfly, que ha estado sonando a mi lado en una soberbia grabación de María Callas. ¡Oh, Dios! ¡Qué diva! Pero, ¿lavaba platos María Callas, y la pequeña Cho Cho San, hacía algo más que volar con las alas mojadas en su jardín de papel? Guardemos la respuesta para después; cuando no se me agüen mis ojos de viejo, como lo hacen ahora, escuchando a Puccini). Pero, ya no cabe ninguna duda. Estoy leyendo a una mujer, porque no he sabido de ningún varón con la decisión necesaria para concentrar la totalidad de sus sentidos y hasta la misma indefinición de sus ideas y sentimientos, sobre el cuadrado de una pared revestida de mosaiquillos; especie de pantalla gigante de televisión, donde se refleja con obstinación un decorado inconmovible; cocina, lavaplatos, lavarropas, etc.: «Todo empezó, ahora que lo pienso, dos semanas después del funeral de Armando»… No abandoné la lectura hasta alcanzar el punto final. Pocos relatos había leído que me cautivaran hasta ese extremo.
Días después, charlaba con mi compañera de jurado, Victoria de Stéfano, alguien extremadamente perspicaz como lectora. «De que es mujer, lo es», me dijo. Se quedó un momento oyéndose a sí misma y concluyó: «¿Y si fuera Milagros Socorro?». Volví a casa con el cerebro suelto, que golpeaba de aquí para allá en mi cabeza. ¿Por qué Milagros? Sus entrevistas son candela, pero nunca supe que escribiera cuentos como su hermano. Claro que a sus reportajes se les sale la ficción por donde quiera… Luego, Actos de Salvajismo triunfó por unanimidad. ¡Plicas afueras! Ante la evidencia, Victoria proclamó, jubilosa, «¿No te lo dije., Salvador? Era Milagros. Ninguna otra podría escribir algo como eso».
Pasaron unos cuantos años y Victoria sigue teniendo razón. Puede que el libro de Milagros haya pasado por debajo de la mesa, pero eso es cuestión de país: arriba de la mesa se juega dominó, se habla de política, se habla de mujeres, se ladra, se maldice, se escupe; los presentes se bañan las caras de saliva unos a los otros, y mientras tanto la literatura pasa por debajo, oliendo zapatos y haciendo esfuerzos más bien encarnizados por mantener la dignidad.
Audaz, desafiante, irreverente, irrespetuosa, desinhibida, Milagros no abandona en sus cuentos la ternura, imbricada con sentimientos de piedad dolida, macerada, y un humor cruel próximo al desencanto. Son cuentos de impecable estructura, donde la innovación no reposa en la técnica, por lo que me recuerdan un libro muy reciente de Silda Cordoliani, La mujer por la ventana. Allí también hay un intento persistente de desafiar la realidad, sin tener que recurrir al experimentalismo y el juego verbal. En la escritura de Milagros, todo fluye con impulso fluvial, espontáneo, con la naturalidad con que se manifiesta el reportaje periodístico; sólo que allí no se está aplicando una receta; nadie pretende impresionar con una demostración de destreza profesional; y aunque la literatura también es un juego de manos, un truco bien montado, hay allí algo que ensucia las manos; un momento en que la uña levanta la costra y sale sangre. En estos cuentos hay que ir con cuidado.
Terminé convencido de que había entrado a la literatura por otra puerta. Pero no había caído en el país de Alicia, sino en la misma realidad donde había estado siempre, solamente que el punto de observación que la autora había seleccionado revelaba lo inesperado y lo insólito.
A estas alturas, he empezado a acordarme de Emilio Zola. ¿Acaso el papá del naturalismo tuvo que construir un país imaginario para poner a hacer diabluras a su Naná? Ese París de 1890, era el mismo donde el autor pasaba por las mañanas con su baguette del desayuno debajo del brazo. Ese año, salió la primera edición de Naná y al mismo tiempo, en su universo de ficción, la pobre niña morirá devorada por la viruela y convertida ya en un símbolo del lado más oscuro y perverso de la sociedad parisina. Los novelistas del naturalismo parían tesis, no hijos. Sin embargo, a través de 500 páginas de vida ficticia, la pequeña había hecho inmenso esfuerzo por hacernos creer que respiraba, que era un ser verdadero; carne domesticada y servil que seguía luchando hora por hora para mantener su lucidez, en medio de una realidad contrahecha y brutal.
He llamado a Zola al banquillo, para preguntarle desde dónde veía él a su París, durante el proceso de gestación de Naná: lo estuvo viendo desde una silla común y barata, instalada en el camerino de una bailarina de segunda. La muchacha iba y venía semidesnuda y el genio notaba cuidadosamente. Era el maniquí de donde saldría la Naná verdadera. Tiempo después, me tocó tropezar con una revista memorable de los años sesenta que se publicó en Maracaibo, la patria que fue de Udón Pérez y hoy de Hesnor Rivera, de César David Rincón y de Miyó Vestrini, Milagros Socorro había publicado un artículo, donde revelaba que Emilio Zolá y su Naná en particular, había sido una de las lecturas desafiantes de su adolescencia.
Yo veo a Milagros Socorro como veía a Miyó Vestrini, parada en el centro de un ring, con unos guantes de boxeo demasiado pesados para ella, recibiendo la luz de las grandes pantallas del techo. Entran los espectadores, suena la campana y Milagros se dispone a la lucha; pero su contrincante no tiene cara ni identificación precisa y tendrá que golpear al vacío y llegar extenuada al final. El final de otro día sin sentido.

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