Pablo Antillano | Revolución cultural, desde luego

El tiempo, que tampoco es mucho, ha ido macerando las visiones de Pablo Antillano (Caracas, 16 de junio de 1947), por lo que en la actualidad sus opiniones, en materia política y cultural, son referencia de mesura, ingenio y clarividencia. No es posible etiquetarlo con una sola palabra u oficio; de hecho, la prensa de varias décadas lo alude como escritor, crítico de cine y teatro, editor, sociólogo, columnista, publicista, comunicólogo, maestro de reporteros, animador de televisión, gerente cultural, gran lector y hombre de teatro. Es, en realidad, un gran periodista, opción de vida que le valió el Premio de Periodismo Cultural, año 2001, que concede el CONAC en el mismo bloque donde se distinguen las personalidades más destacadas del arte y la cultura nacional. Aquí, un Pablo hablado, un cajón de sastre.

Milagros Socorro

El premio

Esos premios del CONAC fueron creados hace unos años, cuando estaba al frente de esa institución José Antonio Abreu, con la idea muy sana, aunque un poco perversa, de que, en el mundo de las artes y de la cultura, cuando la gente llega a cierta edad pasa mucho trabajo porque no es una actividad remunerada de la manera que debería serlo; y porque no siempre recibe el reconocimiento merecido. Es común escuchar a los mayores, a los grandes artistas con una larga trayectoria, quejarse por la escasa valoración que el país le da a su obra. De manera que estos premios se dan como reconocimiento a unos años acumulados, a una trayectoria. No se premia exactamente un libro sino a una consistencia. Creo que en mi caso fue un poco acelerada la entrega. A mí me da pena. Prefiero pensar que en ese jurado estaban unos amigos míos y decidieron dármelo de manera precoz, por lo demás… y de paso, claro, me envejecieron. Ahora me ven más viejo de lo que soy, cosa que me alarma.

 

Muchas revistas culturales en una vida

Eso tiene que ver con la relación con la familia, que nos creó unos ciertos intereses en la actividad cultural. Pero nunca he tenido una misionera por la cultura. La verdad es que me da mucha nota hacer revistas, me encanta hacer revistas, me encanta el objeto cultural como noticia. En los inicios, cuando Dios creó la tierra, yo lo que hacía eran notas de teatro. Hacía teatro en la Facultad de Arquitectura, donde estudiaba, y me interesaba la discusión sobre el asunto teatral, que veíamos de una forma muy universitaria, con un mundo externo: el Ateneo y algunos grupetes muy acartonados y almidonados que estaban en la ciudad; y nosotros, los universitarios que queríamos hacer un teatro más crítico, en el otro lado. En ese proceso de discusión empezamos a escribir crítica y a conformar grupos de teatro de calle. Lo llamábamos agitprop (agitación y propaganda), una especie de periodismo mezclado con teatro. Los primeros grupos bolcheviques, donde estaba Maïakovsky, por ejemplo, se autodenominaban “núcleos de agitación y propaganda” (agitprop). Nosotros tomamos esa idea como vehículo para discutir grandes temas, pero los hacíamos con transparencias, diapositivas y espectáculos en La Vega, en Petare y en otros lugares de Caracas. Hablo del año1967, 1968. Caldera allanó la Universidad Central de Venezuela en el año 68, y nosotros quedamos como realengos, la agitación política era muy fuerte, la universidad estaba en la calle. Teníamos mucho tiempo, cuando uno es estudiante, sin clases durante dos o tres años, uno está en la calle echando vainas.

Las actividades de agitprop me vincularon a Vea y lea, la revista que me publicaba la notas de teatro, que era de un viejo trotskista, chileno, llamado Pedro Miranda, y financiada por el banquero Edgar Dao. De tanto ir a esta revista comenzamos a escribir también de otras cosas. Éramos unos muchachos, pero Pedro Miranda insistió en que nosotros éramos los periodistas; y yo pasé a ser jefe de redacción de la revista. Era, pues, un grupo de teatro haciendo una publicación. Cuando la revista comienza a tener una cierta relevancia en la ciudad y a ser leída por los grupos políticos, ciertos miembros de estos grupos se acercan a Pedro Miranda y se quedan con la revista, porque ellos “eran más militantes”. Entonces nos fuimos a hacer la revista Reventón, que sale por primera hacia finales del 69 y comienzos del 70.

 

Reventón

Reventón es un raro caso, un misterio en el periodismo venezolano: era una revista que carecía de avisos pero tenía una circulación que nos permitía tener un sueldo y pagar la imprenta. Los primeros números los sacamos con un crédito que nos dio la imprenta de Carlos Ramírez Farías. Comenzamos allí con la promesa de pagarle cuando se pudiera y resulta que tuvimos mucho éxito… tanto que Caldera mandó a recoger el cuarto número, que ya estaba vendiendo treinta mil ejemplares. Esa edición que despertó la ira del presidente tenía un artículo de Richard Izarra, quien era hijo de un militar, donde abordaba ciertos casos de corrupción en las Fuerzas Armadas y de irregularidades con los ascensos, es decir, los temas clásicos del mundo militar que entonces eran intocables en Venezuela. Pusieron preso a Richard (tenía dieciocho años y era estudiante) en el Cuartel San Carlos, lo que provocó una gran conmoción sentimental en la audiencia y contribuyó a que la revista aumentara espectacularmente su circulación. Pero Carlos Ramírez Faría no quería meterse en problemas y decidió suspendernos el financiamiento, así que nos quedamos sin oficina.

Me fui a hablar con Miguel Ángel Capriles, le hablé de la revista y le pedí ayuda. Inmediatamente nos dio una pequeña oficina en el piso 6 ó 7 de la Torre Capriles, muy cómoda para nosotros, y con  acceso a los archivos de la Cadena Capriles. Eso era maravilloso para nosotros porque Reventón era una revista cuyo signo era investigar los nexos que la oligarquía venezolana de entonces mantenía con los otros sectores de poder: los sindicatos, los partidos políticos, las gobernaciones. Cuando ya íbamos por el número quince o dieciséis nos metimos en otro rollo y nos tiran un juicio militar. La razón: habíamos publicado un documento de una de las fuerzas guerrilleras, lo que no fue sino un pretexto para llevarnos a los tribunales militares porque nosotros no lo publicamos avalándolo sino todo lo contrario. Éramos anarquistas, estábamos contra todo el mundo, no teníamos filiaciones políticas. Como éramos muy jóvenes, la universidad no la iban a abrir y los militares nos querían poner presos, decidimos irnos. Nos fuimos para Chile. Y al regreso vinimos otra vez a hacer revistas.

 

Chile

Me fui a finales del año 70. Y viví hasta finales del 73.

 

(Antillano bordea el tema. No me atrevo a hurgar demasiado en recuerdos tan dolorosos. Pero se sabe que Antillano fue detenido en Santiago de Chile, poco después del golpe de Estado que derrocó al presidente Salvador Allende, el 11 de septiembre de 1973. Se sabe también que, al igual de otros venezolanos fue “fusilado”, tortura psicológica que consistía en llevar al reo al paredón y practicar una pena capital “al seco” (que finalmente no se realizaba). Cuando Pinochet salió del poder, Antillano escribió una crónica de la que se extrae este fragmento: “Yo mismo —y he ahí lo inevitablemente personal de esta nota — fui sacado brutalmente de mi casa junto con mi familia, mis hermanas y niños pequeños. Fuimos conducidos a una jefatura, vejados y despojados. Y luego fuimos separados de los familiares y conducidos junto a Nabor Zambrano, Lesmes Castañeda, Rafael Pérez Pérez y Enrique León, a la Escuela Militar y sometidos a simulacros de fusilamiento. Una noche fuimos colocados como muralla de protección del ejército golpista durante un combate con las fuerzas institucionales. Días más tarde fuimos conducidos esposados al tristemente célebre Estadio Nacional, en el que encontramos a decenas de venezolanos y millares de amigos de todas las nacionalidades, periodistas, profesionales y estudiantes. Allí presenciamos espectáculos de horror que nos han marcado para siempre, asesinatos a sangre fría, fusilamientos, montañas de zapatos sin dueños, apilamiento de cadáveres, vejámenes, interrogatorios violatorios de cualquier mínimo derecho. Vivimos días y noches de terror que fueron reseñadas por nosotros mismos hace veinticinco años. Los días de exterminio que siguieron alimentan el voluminoso expediente de criminalidad del verdugo. Hoy, junto con la lista de los sobrevivientes, nos sentimos parte plena en este juicio. Y estamos dispuestos a brindar nuestro testimonio en los tribunales españoles donde, sin duda, se está sentando un precedente civilizatorio y esperanzador que buena falta le hace al mundo.”

Ya el 28 de septiembre de 1973, había escrito, en el Morning Star: «Cada noche oíamos los gritos de los trabajadores que eran fusilados en la tribuna oriental del Estadio Nacional de Santiago. Al día siguiente, los charcos de sangre eran eliminados con mangueras de agua. Cada día los observadores veían un montón de zapatos que habían llevado puestas las víctimas de la noche anterior.»

 

De aquel Chile, el periodismo

En Chile trabajé con Armando Matelart, en los periódicos de lo que llamábamos la sede oriente. Allí había la fantasía de hacer un periódico que fuese gerenciado por sus propios dueños, que eran en este caso los trabajadores. Como yo trabajaba en la sede de oriente de la Universidad de Chile, como periodista, en un momento en que hubo conflictos -se produjo en el canal 9 una disputa- pasé a ser representante de la sede de oriente en la junta directiva de la televisora. Era una estación de televisión que no tenía cabezales de video –no se podían importar por el bloqueo que se le había impuesto a Chile–, en la que todo tenía que ser en vivo. Era impresionante: pasábamos películas en vivo y la cámara filmaba la pantalla. En esa experiencia estuvo gente como Armando Matelar, Ariel Dorfman, Antonio Skarmeta. La televisión era como una gran asamblea todo el día, era como una arena, donde se debatían asuntos de todo tipo… después vino la cosa chilena y nos regresamos.

Al llegar estaba pelando. Busqué a Carlos Ramírez Farías de nuevo y le propuse hacer una revista de libros. Esa fue la primera revista de libros que hicimos y se llamaba Libros al día. Diagramada por Soledad Mendoza. reunía la diáspora chilena y argentina que vino en los años 70. Después fui a hablar con Lucila Velásquez, entonces presidenta del INCIBA, y le propuse hacer la revista Escena.

 

Escena

Comenzamos a hacer simultáneamente la revista de libros y Escena, que tenía un pequeño subsidio del CONAC. Allí crecimos como grupo de periodistas. Y llegó un montón, Argenis Martínez, Cecilia Marotta, Milagros Rodríguez, Juan Carlos Palenzuela, los fotógrafos Jorge Val, Luis Brito “el Gusano”, Ricardo Armas, José Zigala. Siempre he hecho el periodismo en pandillas. Empezamos a sufrir hostilidad en el CONAC y nos planteamos hacer otra revista, Buen vivir, que salió en julio de 1977. Con esta revista crece más el grupo, que luego se iría a El Nacional, en cambote. Allí estaban, además de los ya mencionados y entre otros, Alexis Pérez Luna, Humberto Febres, Ana Cristina Enríquez, Carlos Rigodó, Edith Guzmán, María Josefa Pérez, Vicencina Marota, Óscar Hernández, Jacobo Penzo, Ela Dines, Alfonso Molina, Santiago San Miguel, Juan Carlos Palenzuela, Juan Calzadilla, Perán Ermini, Sergio Antillano, Marieta Calcaño, Félix Canale, Nabor Zambrano, Orlando Rodríguez, Luis Machi, Julio Miranda, Óscar Rodríguez Ortiz, César Miguel Rondón –allí publicó sus primeros artículos–, Ivan Loscher, Gonzalo Pulido, Gustavo Tambascio, Rafael Vásquez, Carlos Pérez Ariza, Luis Britto García, José Ignacio Cabrujas, Amelia Hernández, Miro Popic, Rafael Rodríguez, Fran Baíz, Leonardo Nazoa, Milagros Rodríguez, Zapata, Carlos Ortega, Rubén Mijares.

En Buen vivir puse una plata que me había ganado y la perdí. Un día, yo acababa de regresar de un festival de cine en Irán, se me presentó –teníamos una oficina en la Escuela de Periodismo– Miguel Otero Silva. Yo estaba sólo porque prácticamente vivía allí. Me preguntó que cómo nos iban las cosas y yo le que mal porque  la revista no se vendía. Entonces me invitó a que me fuera a El Nacional, donde acababa de ser nombrado director Ramón Velásquez, a hacer lo mismo que hacíamos en la revista. Por supuesto, acepté… con la condición de seguir con el mismo equipo. Así nos fuimos a hacer el cuerpo E.

Mientras trabajaba allí, se fue Alfredo Armas Alfonso de la página de Artes; y Miguel Otero me propuso que me encargara de ella. Allí estuve como cuatro años, acompañado de unos trabucos: Miyó Vestrini, Teresa Alvarenga, Mara Comerlatti, Nabor Zambrano, Argenis Martínez, Amelia Hernández, Jessi Caballero… eran unos gigantes, unos apasionados del periodismo cultural, con los que aprendí muchísimo. Años más tarde, en el 86, fundé con Nelson Rivera un periódico que se llamaba Lectores y que iba encartado en el Diario de Caracas, cuando lo dirigía Alberto Quirós Corradi. Luego vino la gente de 1BC y eliminó los suplementos, y por lo tanto a Lectores. A principios de los 80 hicimos Criticarte, en Fundarte. Después de eso vino la revista Corpa, que sale en febrero del 87. Era una revista de publicidad que enfocaba este tema desde otro punto de vista. Allí trabajaban Antonio López Ortega, Nelson Rivera, Tulio Hernández. Otro tremendo equipo. Estas revistas, este trabajo, que no creo que haya terminado, es lo que me vincula a mí con la historia del periodismo cultural.

En la actualidad estamos trabajando en un proyecto. Yo creo que hay que darle continuidad al tema del libro, ése es el proyecto ideal. No se ha dado porque la vida está un poco revuelta. Como soy de los que gustan de la alta circulación, pienso que los encartes son una salida para este tipo de cosas: los costos por lector son más bajos, tienen una llegada más amplia y tienen influencia en la sociedad. Ya tenemos incluso algunos documentos.

 

La cultura como noticia

Claro que la cultura da noticias de primera página. En los últimos tiempos la política se ha impuesto de una manera un poco despótica en las corrientes de opinión pública y en el periodismo venezolano. Pero hasta hace muy poco, los gerentes de la cultura, las exposiciones de los grandes artistas –hablando de la cultura de este tipo–, siempre dio material de primera página. En Venezuela, por supuesto, los festivales de teatro son material de primera página, la llegada de un escritor relativamente importante también, ésa es una tradición que no se ha perdido. Últimamente ha disminuido un poco la presencia cultural porque no puede competir con la vida política. Pero todavía hay cultura en los periódicos. Además, las cosas han cambiado, en Venezuela, hasta los años 80 sólo El Nacional tenía una página de arte. Luego vino El Universal, donde se formó gente que años más tarde jugó un papel importante en el periodismo cultural. En la actualidad no hay ni un sólo periódico en Venezuela que no tenga una página cultural diaria. Esto en lo que respecta a las bellas artes, pero además está el debate cultural venezolano, que siempre ha estado en el periódico, prueba de ellos es la vigencia que tienen los temas históricos; en Venezuela no habría Historia sino hubiese sido por los periódicos. La mayor cantidad de fuentes documentales son hemerográficas. Yo creo que el país se respeta a sí mismo en el área cultural, tiene sus protagonistas y tiene su gente que es a la que acude para que le aclare tal o cual cosa.

 

Periodismo cultural y del otro

Entre el periodismo cultural y el periodismo sin adjetivos hay diferencias importantísimas. Las exigencias que le hace el lector de una página cultural a su periodista son descomunales, algo totalmente diferente a lo que recae sobre el reportero de política y economía (y me perdonarán esos colegas). En la política y la economía -sobre todo el tipo de periodismo que se hace en Venezuela-, se practica el periodismo que nace hoy y muere mañana. El seguimiento, el bagaje –como acumulación de información–, la capacidad de comprensión y de abstracción sobre el fenómeno que debe tener el periodista de la fuente no es el mismo que el del periodista cultural. Es como en el deporte, que es la otra rama del periodismo donde el profesiona tiene que saber e investigar mucho, no puede improvisar, no puede olvidar quién ganó el mundial tal o quién tiene la marca tal en el beisbol. Al momento de escribir, las imágenes que se utilizan en las páginas de deportes son mucho más exigentes en términos de metáforas, de imágenes, de transmisión de emociones: el lector debe sentir que tú coincides en la alegría que le produjo el triunfo o en la tristeza que le produjo la derrota de su equipo… El periodismo cultural es un género en sí mismo. Uno ve esto en los grandes periodistas culturales del mundo. Por supuesto, en otras áreas hay los especialistas. Un periodista que hace política, como Manuel Felipe Sierra, tiene tanto background sobre la política como lo puede tener o se le exige en la página de arte a Rubén Wisotsky. Sin embargo, al reportero normal, ni el periódico ni el lector no suelen hacerle la misma demanda, y eso va produciendo una cierta diferencia.

 

La cultura en Venezuela, hoy

Desde que me inicié en el periodismo hasta hoy, ¿qué ha ocurrido en la cultura en Venezuela?… lo he pensado tanto en los últimos tiempos. El país de hoy, a diferencia del que teníamos hace diez años, está totalmente conectado al universo de los símbolos del mundo entero, a través de esa cosa formidable que es la Internet y la televisión. Es un país totalmente diferente, contiene miles de intereses, la gente es más diversa, más heterogénea. Anteriormente, aquí se vivía la cultura como una cosa más homogénea. Había dos ideas: si tenías una, eras bueno y si tenías la otra, eras malo. Ahora eso es imposible. Algunas personas de mi mundo, del periodismo cultural, se quejan con cierto dolor de que la crítica sucumbió, de que no hay crítica de cine, de teatro, de libros. ¿Por qué? Porque recuerdan unos momentos formidables de la cultura venezolana, cuando había muy buenos ensayistas que se dedicaban a hablar de la pintura o de los libros. Yo mismo publiqué una vez un articulo que se llamaba “El silencio de la crítica”, quejándome de lo mismo. Todavía no había comprendido lo que creo comprender hoy. En ese momento, en que todos hacíamos crítica de teatro y de libros, el mundo estaba como bien organizadito, como bien amueblado. Cuando criticábamos un libro, una película o una obra de teatro, lo que hacíamos era señalar lo que faltaba en esa obra; y lo que le faltaba era siempre una coincidencia con unas ideas que ya teníamos. Era relativamente sencillo. El mundo antes era más claro, desde el punto de vista de las ideas, porque había dos grandes bloques. Con los años nos hemos dado cuenta de que ahora es más complicado porque hay más variables y caminos para el gusto, para la selección de la literatura, del cine, del teatro, del arte en general. Ya no existe el crítico que orientaba y que decía lo que era lo bueno. Por ejemplo, Adriano González León, que tenía una columna famosa en Papel Literario, ¿qué nos decía todas las semanas a los venezolanos? Nos decía cuál era el libro que había que leer, cuáles eran las propiedades de ese libro. Y todos teníamos la sensación de que ése era el libro que era bueno, y que el que no había leído ese libro era un cabeza e’ ñame. Eso es imposible hoy. No hay nadie que pueda hacer esa proeza. Hay miles de editoriales, miles de tendencias. Eso está pasando en las artes plásticas. ¡Y en el cine! Yo pertenezco a una generación que sabía los nombres de todos los directores de las películas que veíamos. Ahora es imposible. Ya no puedo saberlo, y eso que me ocupo, compro las revistas, sigo las informaciones por los periódicos. Antes había dos revistas de cine, ahora hay quinientas.

Este es un país mucho más culto, digamos, en términos gruesos. Es un país más conocedor, que incluso sabe comer mejor. Es un país que ha consumido con fervor los libros de Armando Scannone y va a los restoranes a comer cosas que antes a nadie se le ocurría pedir. En Venezuela, como ha dicho Ben Ami Fihman, había tres tristes tortas: sacripantina, saint honoré y charlotte. Ahora tú vas a un restorán y hay miles de tortas. Eso también es la cultura. Y con eso viene la posibilidad de selección. Ahora en Venezuela se pueden ver todas la películas, no solamente las que proyecta el gran circuito sino que puedes ir a Video Color Yamin o a Blockbuster y alquiler lo que te parezca. Todo eso ha cambiado. La dos últimas generaciones son unos monstruos, por las cosas que conocen, por la capacidad para elegir sus vainas. No son manejables. Nosotros éramos todos manejables, por ideologías, por santones, por credos. Estoy convencido de que todo esto le hizo mucho bien a Venezuela.

 

El CONAC y otros anacronismos

Todo esto convive con el anacronismo de instituciones que no están preparadas para ver y absorber esto que estoy mencionando. ¿Qué tiene que ver una cosa como el CONAC –que es una institución dividida en Cultura y cultura / artesanías, por un lado, y  literatura, pintura y museos, por el otro– con esto de lo que estamos hablando? Este mundo del que estamos hablando no cabe en esa estructura. En Venezuela, en el año 1975 había cincuenta pintores, de los cuales a diez les montaban las exposiciones y aparecían en los periódicos. Ahora, ni siquiera puedes recordar sus nombres porque son como quinientos. ¿La dirección de artes plásticas del CONAC? Eso no tiene ningún sentido.

Pues claro que debe existir un apoyo del Estado a las artes. De hecho, yo creo que el diseño, la estructura, de Venezuela en materia de museos es bastante buena. Pero es totalmente deficiente en materia audiovisual y de cines, a pesar de que tiene una Cinemateca, capitalina y centralizada, que no es un carrizo Nacional. Los museos tampoco son muy nacionales que digamos. En ese sentido hay algunos huecos. Aunque ahora inventaron lo de las exposiciones itinerantes y hay un pequeño consuelo con eso. Pero en materia audiovisual, Venezuela está totalmente atrasada en sus instituciones estatales de apoyo o de relación con ese enorme poder que es la televisión o el cine. No tenemos nada. El cine y la televisión están en manos de unas personas interesadas únicamente en el negocio. Pero la gente que quiere abordar la otra área está desprovista.

Con respecto al asunto editorial, cuando se desata la literatura española y se liberan las grandes editoriales, Monte Ávila Editores, que fue una gran referencia en todo el mundo hispano, pasa a hacer el ridículo. Pero la sociedad misma crea sus mecanismos, ¿cuántas editoriales tenemos hoy?, hay como cien, y una mejor que la otra. Faltaría crear un sistema de distribución, difusión y propaganda para que los libros editados por estas nuevas casas lleguen a su público natural, a los lectores venezolanos.

 

Revolución cultural

Venezuela fue conmovida por una revolución cultural descomunal y no se dio cuenta. Hubo un cambio retórico y simbólico en los discursos que la Nación utiliza para nombrarse a sí misma, para nombrar las cosas y para representarlas. Este cambio vino de la mano del cambio general del mundo, que produjeron los medios de comunicación, y que cada país lo mordió y asumió de una manera particular. Por ejemplo, aquí más nunca se volvió a hacer esa literatura que nos dijeron que era la literatura de Venezuela; ni se sigue pensando como Mario Briceño Iragorry, que para poderte decir qué es lo que pasaba en el presente se iba hasta el siglo XVII, de donde sacaba un conjunto de asuntos para explicar un golpe de Estado en la actualidad. Los libros de interpretación de la realidad o de la historia que se están produciendo en las universidades no son como los de antes, cuando esos libros estaban llenos de citas y eran como prisioneros de grandes corrientes académicas, corrientes que no dejaban a la gente verse a sí misma o ver el paisaje. De esto hablaba Mariano Picón Salas en una época y nunca fue comprendido al respecto. Picón Salas es uno de los precursores en Venezuela de la gente que se sienta en una roca a ver el paisaje y a pensarlo. Aquí, con la preeminencia de la academia, la gente había perdido confianza en sus ojos, en su manera de ver, y siempre necesitaba un autor –una autoridad- que le indicara lo que debía ver. Eso cambió en Venezuela. Aquí hubo un fuerte cambio cognoscitivo y retórico. Cognoscitivo, porque la gente se sentó a pensar su propia vaina, a descubrir sus propias perversiones y atender a sus propias visiones. Y retórico, porque trajo una manera de contar. De hecho, uno se sorprende cuando ve las coincidencias que existen entre los nuevos escritores: temáticas, de perspectivas, en el uso de las palabras y las imágenes. Eso fue una revolución. Todavía no se ha evaluado pero habrá quién lo haga. Cuando ves las exposiciones de los jóvenes –especialmente los que se reúnen en el Salón Michelena o en el Salón Pirelli– observas que allí hay otro país y que se produjo un cambio total. En Venezuela, por ejemplo, el dominio fundamental de la visión, de la representación, tenía que ver con la luz. Me explico: toda la obra de Armando Reverón y la película Araya, de Margot Benacerraf son lo mismo; y ves veinte años más adelante a Cruz Diez y a Soto, es lo mismo también, todos están haciendo luz, trabajando con la luz. Y esa escuela de pintura de la década del 50, 60 y algo del 70, Régulo Pérez, Jacobo Borges, están en una de investigar los colores. Pero cuando ves el Pirelli, te das cuenta de que la luz fue sustituida por las ideas. Son unos artistas que están viendo el mundo y no solamente la luz que les entra por los ojos sino también su oscuridad. Pueden hacer cosas que son claramente visibles pero lo más importante no es eso que mandó sobre la pintura venezolana a lo largo de cuarenta años sobre el lienzo, sino otra valoración, muy distinta, de los objetos, incluso de los más cotidianos, hay una extracción de los elementos simbólicos de los objetos de la casa, de la calle, de la televisión, del cine, del entorno, de la banalidad, diría yo. Eso también fue una revolución, todavía no suficientemente evaluada.

Hay que ver lo que le cuesta a estos museos hacer ahora una exposición de pintura. ¿Pintura cuál? Desde hace años lo tienen en la nariz y todavía no lo ven. Algo pasó en la manera de mirar. ¿Y por qué eso es una revolución? Porque liberó a los venezolanos de una vieja idea del arte, que tenía que ver con un tipo de representación sobre sí misma, abstracta o figurativa. Hoy estos muchachos llegan al corazón de su mamá, de ellos mismos y del espectador poniendo una gaveta que tiene unas camisas con un asunto de color… algo que puede ser tan doloroso o conmovedor como una bruja de Vigas.

Lo que se produjo aquí es una enorme conmoción que le quitó a los venezolanos un poco de paja que tenían en la cabeza y que no les permitía reconocerse a sí mismos. Siempre nos andábamos quejando de eso, del problema de la identidad, de esa ridiculez. ¿Quién anda hablando de la identidad hoy? Nadie. Ahora admitimos identidades, que es muy distinto, admitimos la pluralidad, la heterogeneidad. Y eso no cabe en los organismos culturales tal como están concebidos.

En estos tiempos la educación no cabe en un Ministerio de Educación. Esa cosa de que todos estudiamos con un mismo libro está desfasada. Esa vieja idea de que hay sólo una manera de ver a Bolívar y a Simón Rodríguez, y por lo tanto tenemos un libro de historia de Venezuela de tercer grado con el que estudian todos, es una locura que se va rompiendo más adelante en las universidades y en los liceos. Eso tenía una razón: Venezuela era un país entre rural y urbano, totalmente desintegrado y con intereses que no eran comunes, por lo que había la necesidad de cohesionarlo. Ahora lo que persiste de aquel mundo es la pobreza. Hay un sector muy amplio que no tiene ni siquiera ciudadanía, que ni siquiera son considerados como seres humanos en la distribución de los bienes. Sin embargo, la televisión responde a la necesidad de adaptarse a ese sector, porque es la carne del raiting, porque se ha producido un intercambio de flujos simbólicos que ha hecho que tampoco ese sector sea el mismo que era hace veinte años. Ese sector no puede quedar librado a los designios de la televisión y del mercado. Ese sector deberá salir de la periferia y ponerse en el centro de las preocupaciones y de los hechos. Ese será una buena noticia para cubrir desde el periodismo cultural.

Cuando ya íbamos por el número quince o dieciséis de Reventón nos metimos en otro rollo y nos tiran un juicio militar. La razón: habíamos publicado un documento de una de las fuerzas guerrilleras, lo que no fue sino un pretexto para llevarnos a los tribunales militares porque nosotros no lo publicamos avalándolo sino todo lo contrario. Éramos anarquistas, estábamos contra todo el mundo, no teníamos filiaciones políticas. Como éramos muy jóvenes, la universidad no la iban a abrir y los militares nos querían poner presos, decidimos irnos. Nos fuimos para Chile. Y al regreso vinimos otra vez a hacer revistas.

«Cada noche oíamos los gritos de los trabajadores que eran fusilados en la tribuna oriental del Estadio Nacional de Santiago. Al día siguiente, los charcos de sangre eran eliminados con mangueras de agua. Cada día los observadores veían un montón de zapatos que habían llevado puestas las víctimas de la noche anterior.»

Entre el periodismo cultural y el periodismo sin adjetivos hay diferencias importantísimas. Las exigencias que le hace el lector de una página cultural a su periodista son descomunales, algo totalmente diferente a lo que recae sobre el reportero de política y economía (y me perdonarán esos colegas). En la política y la economía -sobre todo el tipo de periodismo que se hace en Venezuela-, se practica el periodismo que nace hoy y muere mañana.

El mundo antes era más claro, desde el punto de vista de las ideas, porque había dos grandes bloques. Con los años nos hemos dado cuenta de que ahora es más complicado porque hay más variables y caminos para el gusto, para la selección de la literatura, del cine, del teatro, del arte en general. Ya no existe el crítico que orientaba y que decía lo que era lo bueno.

Venezuela fue conmovida por una revolución cultural descomunal y no se dio cuenta. Hubo un cambio retórico y simbólico en los discursos que la Nación utiliza para nombrarse a sí misma, para nombrar las cosas y para representarlas. Este cambio vino de la mano del cambio general del mundo, que produjeron los medios de comunicación, y que cada país lo mordió y asumió de una manera particular.

 

Publicado en la Revista Bigott, 2001

 

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