Milagros Socorro
Es verdad, lo admito: nada puede ser peor que Chávez. No hay en el panorama político venezolano una figura de quien quepa sospechar una mayor ineptitud que la demostrada por el presidente Chávez en estos cinco trimestres de su mandato, suficientes para comprobar su profunda incomprensión de la naturaleza de sus funciones como primer mandatario de un país. Es verdad, no lo negaré.
Pero esta certeza no es el mapa que habrá de orientarme hacia otra convicción que está flotando en Venezuela y que encalla en la idea de que Francisco Arias Cárdenas es la solución a nuestra crisis económica, a la omnipresencia del hampa, al zarpazo del centralismo y al agobio de la decepción frente la promesa de cambio que para algunos significó el arribo al poder de los golpistas del 92.
No participo, pues, del entusiasmo que despierta la candidatura presidencial de Arias Cárdenas porque me niego a adherir la tradición venezolana de aferrarse al clavo ardiente que encarna la opción menos mala. Cuando Chávez ganó las elecciones del 98 mucha gente —incluso gente sensata- decía, para tranquilizarse, que «no podía ser peor que Herrera Campins, Lusinchi, Pérez y Caldera». Corte. Vistazo panorámico al presente y qué tenemos: resulta que Lusinchi es Olof Palme, comparado con Chávez. Y los otros ex presidentes fueron Bill Clinton, comparados con el efecto de Chávez sobre la economía.
El estrépito del desencanto con el presidente es tal que ahora muchos quieren ver en Arias justamente lo contrario de Chávez, algo así como San Agustín contrapuesto a un pelotero mascachicle. Y olvidan que hasta el 4 de febrero de este año se estuvieron llamando hermano, compañero… Rómulo y Remo a la sombra del Samán de Güere.
Yo le reprocho a Arias su tardanza en hacer públicas y radicales sus diferencias con Chávez; le echo en cara su fallida astucia al pretender capitalizar el creciente descontento ante Chávez pero sin bajarse del tren de popularidad que aún le queda a éste. La ambigüedad que por mucho tiempo mantuvo frente a Chávez le resta credibilidad a su posición: no puede ser que después de conocerlo por años y compartir incluso la breve obstinación de una celda, sea apenas ahora cuando Arias Cárdenas cae en cuenta de la gran superficialidad de Chávez, de su afán personalista y, lo que es peor, de su precario equilibrio, tal como el propio Arias lo ha declarado a la prensa. Si Chávez carece del equilibrio mental que debe tener el presidente de Venezuela, era deber de Arias, su hermanazo del alma, haber alertado al país e impedido la perpetración del gran fraude que ha resultado ser. Eso le enrostro a Arias Cárdenas: su falta de valor para llevar a cabo en su momento lo que ahora hace con fines electorales: haberle quitado la máscara a su hermano de armas. Cuánto perjuicio le hubiera ahorrado a la nación y cuántas risotadas se hubieran quedado heladas en la garganta del extranjero. No lo hizo; prefirió mirar a los lados y ver cómo venía la mano para él antes de sacudirse el polen del samán y reconocer ante el país que el hombre estaba ebrio de palabras y ayuno de obras.
No puedo, pues, suscribir el fervor de mis amigos ante Arias. Por todo cuanto aquí he expuesto y porque además me inquieta cierta reputación de autoritario que rodea al ex gobernador del Zulia. Me espanta la posibilidad de estar, dentro de unos meses, añorando a aquel presidente que era del todo ineficiente pero que al menos no nos perseguía por pregonar a los cuatro vientos que era igualito a Bucaram, sólo que cantaba peor.
Publicado en El Universal, 28 de marzo de 2000