León Febres-Cordero: El último autor de tragedia

Milagros Socorro

Buena parte de la vida de León Febres-Cordero (Caracas, 1954) ha transcurrido en el extranjero. Hijo de diplomático, de niño vivió en Italia y en España; y luego, en 1980, recién egresado de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, se marchó a Londres a seguir estudios de postgrado. Siete años después tenía un título de la Universidad de Londres que lo acreditaba como doctor, con una tesis sobre la tragedia de Shakespeare. Después se mudó a Barcelona, España, donde trabajó como profesor de liceo por otros siete años mientras proseguía estudios de doctorado en la Universidad de Barcelona. Hace tres años regresó a su país y comenzó a profesar en las escuelas de Artes y de Letras de la UCV.

Hace unas semanas se presentó, en la Sala de Conciertos del Ateneo de Caracas, su pieza teatral El último minotauro, un drama satírico de cuatro monólogos, que ya había cumplido un exitoso periplo por Atenas y la isla de Hydra, en Grecia, y varias ciudades de España.

Después de un largo periodo de incubación, todo indica que ha nacido un poderoso escritor y muy prolífico dramaturgo.

-¿Cuándo comienza usted a desarrollar su trabajo creativo?

El último minotauro, que es mi primera pieza teatral, la escribí en el año 1996 con una estructura distinta a la que luego sería la definitiva. Era un solo monólogo, más largo, y nada teatral. La escribí y la dejé en una gaveta hasta que un día, tres años después, Xiomara Moreno me lo pidió para leerlo. Pensé entonces que debía reducir aquel monólogo y escribir dos nuevos para Ariadna y para Teseo, de quienes hablaba el primero. Cada uno me tomó una noche pero el último monólogo del Minotauro ya me costó mucho más. Hice varios borradores, que luego eliminé y fue entonces cuando hice mi primer viaje a Atenas. Durante el día me iba al teatro de Dionisos o a la Acrópolis y en la noche escribía. A la mañana siguiente, lo leía y tachaba todo. Así me pasé dos semanas en Atenas. Nosotros teníamos pautada una primera lectura dramatizada el 2 de junio en el Teatro Alberto de Paz y Mateos, en Caracas; y yo llegué una semana antes sin tener todavía el último acto de la pieza. Finalmente, en un día lo escribí.

-¿Cómo fue el proceso de escritura de su siguiente pieza?

-Aquella noche del 2 de junio, cuando se hizo la lectura dramatizada de El último minotauro, salí a cenar con el elenco y al llegar a mi casa comencé a escribir una obra a partir de unas notas que había tomado semanas antes. Yo había conocido a  Elba Escobar cuando le entregué una copia de la pieza para que ella encarnara a Ariadna. Ella me invitó a ver su espectáculo de boleros y al verla en escena pensé “esta mujer necesita una tragedia”. Allí mismo concebí el argumento de una tragedia y escribí las primeras notas en un apoyavasos. Después, durante mi estancia en Grecia, una mujer me transmitió la emoción trágica que me faltaba para la pieza. Ya tenía lo que necesitaba para escribirla y fue así como el 2 de junio del año pasado, cuando regresé a mi casa después del estreno de El último minotauro, empecé a escribir Clitemnestra y me pasé toda la semana en esa tarea, escribiendo por las noches y corrigiendo durante el día.

-Después escribió Mata, que Dios perdona y acaba de terminar Olimpia, en todas las cuales insiste en abordar el mito. ¿Podría explicar esa recurrencia en el mito?

-El mito siempre se abre paso. Esa es la paradoja del mito: es de un novedoso arcaísmo: tiene miles de años y siempre es actual.

-¿Ocurre lo mismo con la tragedia?

-No. Hoy en día no se escribe tragedia. Y si se escribiera no se podría representar porque la tragedia era un rito al cual acudía toda Atenas… imagínese que se organizara una representación teatral para que asistiera toda Caracas, todos los barrios, desde Petare hasta Caricuao, todas las urbanizaciones, todos los trabajadores, los profesionales, los obreros, los sacerdotes, los estudiantes, los gobernantes, que todos se reunieran tres veces al año en un lugar, un teatro, a ver tragedia.

-¿Y qué pasaba entonces? ¿Se producía lo que llaman catarsis?

-Hay muchas explicaciones de lo que es la catarsis, un término que Aristóteles prometió dejar explicado en el segundo tomo de su Poética, que nunca ha sido encontrado. A mí la noción que me seduce, con respecto a la catarsis, es la que apunta a que se produce una suspensión del ser: yo dejo por un momento de ser sin por ello enajenarme: si soy presidente de un banco o soy comandante, pongamos, no puedo dejar de serlo por un rato; pero en el teatro, yo suspendo mi ser y soy el otro; me afecta lo que está pasando; me mueven esas emociones trágicas que se están poniendo en escena y entonces esas emociones adquieren en mí una mesura y una proporción. Es un alivio dejar de ser, un alivio enorme. En ese momento uno es Medea y eso tempera, le da medida, a las emociones que uno experimenta diariamente.

-Toda la población de Atenas iba al teatro a ver las tragedias para encontrar en ellas un espejo, un espejo desbordado, que sirviera de contraste a los eventos de su cotidianidad, con lo que le asignaban a éstos su justa medida. ¿Es eso?

-Los atenienses reconocían la necesidad de movilizar en ellos esas emociones, de manera que adquirieran en ellos una mesura. Eso tiene que ver con la justicia, con la ley, con las acciones que cada uno de ellos acometían a lo largo del día, en suma, con lo que era Atenas. No por nada en el mundo antiguo todos se morían por ser parte de Atenas, la ciudad donde estaba el Partenón, el templo de las proporciones perfectas, cuyas columnas repetían dos líneas fundamentales: “conócete a ti mismo” y “de nada demasiado”. Ese conocimiento de sí mismo que no tiene que ver con los datos que ha acumulado en su mente sino aquél que apunta a reconocer que uno es un ignorante de aquello que más conoce (no que uno es un ignorante de lo que no conoce, eso no tiene ninguna gracia; es que se es ignorante de lo que uno más cree conocer). Eso es lo que el griego sentía la necesidad de ver; y la manera de verlo era a través de la tragedia. Y, sobre todo, que lo vieran los gobernantes: que el rey viera a Edipo sacarse los ojos, y que el general viera a Agamenón en un aprieto por haberse excedido en su misión.

-Pero todo eso suena muy vigente. Tal como usted lo plantea, da la impresión de que la tragedia seguiría cumpliendo una gran función en la actualidad.

-Sin embargo, no es posible representarla cabalmente en la actualidad. Cuando algo ha dado de sí todo lo que podía dar, hay que resignarse y aceptarlo. Y todo lo que venga después debe ser celebrado como un añadido de algo que ya se completó. En fin, la humanidad ya dio de si todo lo que tenía que dar: con los griegos el hombre dio todo lo que tenía que dar. Y lo que ha venido desde entonces es un ir asimilando, transformando, escondiendo, moviendo en otros sentidos, todo eso que el hombre dio con los griegos. La verdad es que Occidente se sigue nutriendo de los griegos, quienes, de paso, inventaron Occidente.

Cuando vamos hoy a ver una tragedia encontramos las emociones trágicas, pero es muy distinto de cómo ocurría en la antigüedad, cuando la tragedia era un asunto público. Si ahora vamos a ver una tragedia, estamos llevando a cabo un gesto privado y eso no va a tener la más mínima consecuencia en la vida pública; en cambio, la tragedia era para eso: para que afectara la vida pública. Y lo otro es que hoy en día, más que nunca, estamos muy lejos de las emociones trágicas; lo que priva hoy es una especie de bienestar obligado, de esa eterna felicidad que pregona la publicidad. Es por eso que, cuando el hombre cae en tragedia en su propia vida, no tiene imágenes que lo puedan socorrer, que lo contengan; entonces se paraliza y toma prozac, lexotanil o wisky, u opta por meterse en una secta.

Ese imperio de lo happy aleja al hombre de las fuentes del conocimiento de sí mismo: puede saber mucho de medicina, de ingeniería, de tecnología, puede llegar a la Luna y ya llegará a Marte, pero cada vez se escapa más de sí mismo. En su afán por desprenderse de las fuentes de sus emociones, de sus dolores y de sus tragedias, ha terminado por perderse a sí mismo.

-Siendo profesor ¿cuál cree que es el mejor método para enseñar la literatura?

-En una ocasión fui invitado a un local muy sencillo, en España, a comer un exquisito cocido madrileño. Al terminar la comida, me fui a la trastienda y le pregunté a la cocinera cómo había hecho aquella delicia. Y ella me contestó: “con entrega”. Pues eso, hay que entregarse, para dar clases, para lo que sea. Si das clases sólo por ganarte un sueldo, el alumno lo va a percibir inmediatamente; sobre todo, el alumno adolescente, que es el más perceptivo. Lo fundamental es tener pasión por lo que se hace. Y también el alumno debe tener pasión por lo que aprende, por eso no estoy de acuerdo con las lecturas obligatorias; prefiero que un alumno traiga un ensayo acerca del comic que está leyendo, y que lo haga con gusto, con pasión por aprender, y no que se vea forzado a leer Doña Bárbara sin que derive de esta lectura ningún aprendizaje ni ningún disfrute. A mí, al fin y al cabo, lo que me interesa es el alumno y puede ser que a éste no le interese ahora ni nunca la literatura. En verdad, la literatura y el arte no hacen más culto ni más sabio a nadie; si eso fuera así, la historia de la humanidad habría sido otra: gente más culta que los alemanes en 1930 es difícil de imaginar… y cometieron las barbaridad más atroz del siglo XX, pusieron muy alto el listón del salvajismo. ¿Y entonces? Hay que ver lo que era el bachillerato alemán… Claro que no estoy diciendo que no hay que ir al colegio, que no hay estudiar y no hay que leer. Lo que digo es que ni Goethe ni Mozart hacen mejor persona a nadie. Lo importante es que el alumno descubra qué es él, qué es lo que lleva por dentro.

 

Verbigracia, El Universal, enero de 2002

 

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