Un día en la vida de Rómulo Gallegos

Milagros Socorro

 

La persistencia con que el autoritarismo y las fuerzas del atraso se han expresado en Venezuela corre pareja con el empuje desplegado por las potencias de la democracia, la civilidad y la aspiración de modernidad. De allí que cada cierto tiempo nuestra sociedad se divide y son tantos los que apuestan a las opciones autocráticas y a los uniformados al mando de la nación como aquéllos que procuran mantener a los militares en sus cuarteles, que los gobiernos se sucedan mediante elecciones libres y que luego se atengan a un pacto legal. Sería imposible, pues, hacer una lista completa de los demócratas venezolanos o espigar entre ellos un ranking para esbozar el cuadro ganador en el torneo de los méritos civiles.

Si los aliados de la institucionalidad y del progreso en un marco de libertades y contrapesos del poder son legión, ¿cómo escoger a uno de ellos para ofrecer aquí un perfil de su talante democrático?

Respuesta: por esa ocasión irrepetible, esa apelación repentina de la historia, ese gesto espontáneo en el que quedó revelado el compromiso y la sustancia de que estaba hecho el individuo. Con esa pauta hemos escogido a Rómulo Gallegos (1884-1969) para hacer el retrato de un demócrata venezolano.

 

En la mañana del 19 de noviembre de 1948, el presidente Gallegos recibió una visita que nadie –mucho menos él- hubiera podido suponer cordial. Se trataba de Carlos Delgado Chalbaud, Marcos Pérez Jiménez y Luis Felipe Llovera Páez (ministro de Defensa; jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas; y encargado de la Jefatura del Estado Mayor General del Ejército, respectivamente). Era el inicio de un final cantado desde el mismo día de la llegada a Miraflores de Rómulo Gallegos, nueve meses antes, el 15 de febrero de ese año. Los tres oficiales, todos con el grado de teniente coronel, venían a presentarle una serie de puntos que constituían exigencias de las fuerzas armadas.

“Aquellas demandas”, dice Simón Alberto Consalvi, en su biografía de Rómulo Gallegos que comenzará a circular en estos días, “equivalían a la rendición incondicional del jefe del Estado y a la toma del poder por los militares. […] La primera de las demandas debió dejar atónito al Presidente. Le pedían, simplemente, que expulsaradel país a Rómulo Betancourt. Las otras peticiones resultaban ociosas comparadas con la primera, como, por ejemplo, la quinta y última, que le solicitaba al Presidente la ‘desvinculación con el partido Acción Democrática’ como si después de expulsar a su gran líder todo iba a continuar igual en el país, en las relaciones del gobierno con AD, con sus ministros, con el Congreso Nacional y con todos los partidos políticos. Las tres condiciones restantes tocaban los límites de la necedad: a) prohibir el regreso del teniente coronel Mario R. Vargas, seriamente enfermo en Estados Unidos; b) la sustitución del teniente coronel J. M Gámez Arellano, jefe de la Guarnición de Maracay, visiblemente leal al gobierno, y c) la designación de los edecanes presidenciales por el Estado Mayor”.

-La osadía de los tenientes coroneles –sigue Consalvi- no había tenido precedentes, y se atrevían a ella porque contaban no sólo con la fuerza de las armas, sino también porque la conspiración les garantizaba toda impunidad. Actuaban, en efecto, como si ya el Presidente estuviera caído o prisionero.

 El único testigo de esta infamante reunión fue Gonzalo Barrios, Secretario General de la Presidencia, quien, según recoge el relato de Consalvi, diría después:“Lo más impresionante de esta entrevista histórica fue que Rómulo Gallegos, abandonando la actitud de indignación e impaciencia con que había acogido hasta entonces los atrevimientos más o menos disimulados de los militares, se revistió de una serenidad y de una dignidad que lo imponían a simple vista como símbolo de la legalidad republicana, de la moral cívica y de la cultura amenazadas”.

Imaginemos el momento. Rómulo Gallegos es un escritor reconocido mundialmente, sus novelas han sido traducidas a muchas lenguas y es respetado como uno de los intelectuales más relevantes de la hispanidad. Para entonces ya era el célebre autor de Doña Bárbara (publicada en Barcelona, España, en 1929). Es el primer Presidente de la República elegido por voto popular directo y secreto (también por el sufragio femenino, que, por cierto, fue decisivo en su triunfo) en toda la historia del país; y el primer Jefe de Estado de condición civil después de una seguidilla de militares. Había ganado con 871.764 de los 1.183.764 votos (seguido por Rafael Caldera, quien obtuvo 262.204, y Gustavo Machado, 36.514); tenía, ya se ve, un apoyo popular indiscutible y formidable. Era una excepción prodigiosa en esta tierra de sargentones y de ignorantes encumbrados. Y vienen estos tipos a tratarlo como un mequetrefe, presentándole unas cláusulas que, de antemano, tenían que saber de imposible cumplimiento. 

-El ultimátum –afirma Consalvi en brillante síntesis de este lance- pretendía más que un golpe de Estado, un golpe contra la integridad ética del Presidente de la República, porque le prometían dejarlo en el poder a condición de que traicionara sus principios, y le volviera la espalda a todo el mundo. Un Presidente rehén de los militares, peor que Victorino Márquez Bustillos o Juan Bautista Pérez en la época de Gómez. Los funerales, en una palabra, del poder civil en Venezuela. Con indudable torpeza, los conspiradores imaginaron que Gallegos podía ser Judas Iscariote. O sea, que tramaron la muerte moral del gran escritor.  

Por el testimonio de Gonzalo Barrios, citado por Consalvi, sabemos que ante la afrenta, el presidente Gallegos les dijo: “Quiero recordarles que de acuerdo con la Constitución que he jurado cumplir y defender, los dos únicos Poderes ante los cuales tengo que rendir cuenta de los actos de gobierno son, en primer término, el Congreso Nacional, y luego el Poder Judicial, si es que contra mi persona es incoado juicio en la forma legal. Pero de acuerdo con esa Constitución que ustedes también han jurado respetar, defender y hacer respetar, no puedo ni debo aceptar imposiciones ni rendir cuenta de mis actos ante ese otro organismo llamado las Fuerzas Armadas Nacionales, cuyos deberes y derechos de cuerpo no deliberante los define claramente la Carta Fundamental de la República y que no son, precisamente, los que ustedes en estos momentos están pretendiendo ejercer”.

 Acto seguido, aludió a las cinco imposiciones, deshojándolas como flores mustias. Y cuando rebatió la última, estableció: “En cuanto a la desvinculación de mi gobierno del partido Acción Democrática, ya sé bien lo que eso significaría conforme a la reciente experiencia del presidente del Perú. Si doy la espalda a la fuerza política que me ha apoyado y entre cuyos miembros me cuento, además de cometer una deslealtad quedaría expuesto a las maniobras de cualquier ambicioso. Ya no serían ustedes, sino el mismo policía de la puerta, quien un día cualquiera me impediría la entrada a Miraflores”.

Cuando los conspiradores dieron la espalda, Gallegos, en ¿dos horas? ¿o serían tres?, había levantado un monumento simbólico al que podemos acudir cada vez que necesitemos un modelo de dignidad y grandeza democrática.

 

Cinco días después, el 24 de noviembre de 1948, el golpe de Estado encontró al presidente Gallegos en su casa, la quinta Marisela, en los Palos Grandes (donde hoy está el Celarg). La residencia fue allanada y el derrocado mandatario fue hecho prisionero y conducido a la Academia Militar, lugar de su reclusión.

El 2 de diciembre, antes de salir al exilio, rumbo a La Habana, escribió su último mensaje a los venezolanos: “Salgo del país expulsado por las Fuerzas Armadas que se han adueñado del gobierno de la República y de las cuales he sido prisionero desde la mañana del miércoles 24 de noviembre de 1948. No he renunciado a la Presidencia de la República a que me llevó el voto del pueblo en la jornada democrática de las elecciones efectuadas el 14 de diciembre del año anterior”.

Fue su empeño dejar muy claro que los conjurados habían intentado forzarlo a una renuncia… la cual no aceptó. Y salió de Venezuela como un presidente depuesto a la fuerza, como el demócrata que siempre había sido pero ahora agigantado por su conducta ante una circunstancia tremenda y oprobiosa pero que no supuso para él ningún titubeo. En medio de la angustia de aquellas horas, ese temple democrático lo sostuvo y debió darle mucha paz. Una de las más grandes lecciones del maestro Gallegos.

 

Publicado en la Revista Clímax, octubre de 2006

 

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