En octubre de este año se cumplen veinticinco de la publicación del Libro Rojo de la trilogía de Armando Scannone, Mi cocina A la manera de Caracas. En 1993, salió el Libro Azul y, en 2003, el Amarillo. Este conjunto tricolor constituye uno de los legados más cuantiosos e importantes que venezolano alguno haya tributado a su país.
Milagros Socorro
I
Hay una frase de José Martí que podría ser demasiado tajante pero me gusta y creo que alcanza a clasificar con bastante precisión a la humanidad. Dice así: “Los hombres van en dos bandos: los que aman y fundan, los que odian y deshacen”. Alberguemos por un instante una fantasía catastrófica –algo de imposible realización- en la que un grupo entresacado del bando destructor arrasa con los museos y las bibliotecas de Venezuela; y cumple esta determinación con tal minuciosidad que llega el momento en que se suspende la continuidad plástica del país y su acervo documental queda reducido a su mínima expresión. En esta fantasía, la facción insuflada de sentimientos negativos logra acabar con la memoria venezolana y, a partir de ese momento, la pintura, la escultura, el dibujo, el grabado, la fotografía, la cerámica, toda forma de representación se condena a una eterna refundación porque el registro de lo andado ha sido consumido por las llamas del odio. Y lo mismo ocurriría con los libros, las publicaciones periódicas, las fotografías, los mapas, las cartas y proclamas, en fin, con todo papel que sirva de soporte a un fragmento de la identidad nacional. Visto el resultado, el bando deshacedor se envalentonaría, se dejaría de vainas y acabaría con toda la cultura. Tendríamos, entonces, que recomenzar la literatura venezolana desde los primeros balbuceos; nos inventaríamos unas jarchas maracaiberas, antiguos contrapuntos de San Fernando, unos relatos de Paria de antes de ser visto por Colón y volveríamos a violar a Barbarita para convertirla en una devoradora de hombres… una tarde cualquiera idearíamos el cinetismo y unas marinas pintadas por un loco encandilado. Todo sería ficticio, un embeleco de lo que pudo haber sido y se atravesó en el camino del bando furioso. Menos los mapas, porque los recuperaríamos caminando por las orillas del alma y tomando nota de sus recodos; y la gastronomía, porque la devolveríamos a la vida a partir de los libros de Armando Scannone. Y, ya puestos en eso, los sabores traerían de vuelta los cuadros perdidos, los versos disueltos, las esculturas desguazadas, los originales remojados.
En fin, si un maremoto de seis meses de duración arrasara la cultura de Venezuela, cualquier nostálgico lograría el milagro de su resurrección con meterse en una cocina y preparar las recetas de Scannone. Eso sí, tal como él pone ahí que se haga. Con el montón de ingredientes y todos esos miramientos, esos pañitos, esas cucharitas que miden bocados de Pulgarcitos, esos lairenes en lugar de papas, esos calderos, esos rituales de mujeres venezolanas pulcras, quisquillosas, guardianas del decoro de sus casas, sus patios y sus haciendas no importa cuántas veces ni con cuánta zafiedad pasen las montoneras.
Puede decirse que Armando Scannone reveló, él solo, una tradición de varios siglos pero que a la vez empezó a existir con él. Armando Scannone inventó la cocina venezolana mediante el método de arrebatársela a los siglos, a las casas, a las manos de las mujeres que han habitado el territorio en todos los tiempos. Al darle un presente, -que puede ser fechado en octubre de 1982, cuando se publicó el Libro Rojo-, instauró un pasado a la gastronomía venezolana y le dio sabana inmensa a su futuro. La operación es parecida a la de esas novelas monumentales que, siendo ficción, nombran el pasado con exactitud.
Por eso estoy segura de que si la cultura de Venezuela sucumbiera a la hecatombe, se podría reconstruir siguiendo al pie de la letra las instrucciones de Armando. Y sería una cultura altamente civil, amable, compleja. En una palabra, civilizada. Porque no hay nada más civilizado que un mantel o los pollos de Scannone, que ingresan a las recetas tras un bautizo de limón.
II
Hace cinco años, cuando el Libro Rojo cumplió veinte, entrevisté a Armando Scannone. Y, entre otras cosas, me contó que sus padres, -que eran italianos ambos, del mismo pueblo, Moliterno, en la provincia Basiliccata, en el centro de la península pero bastante al sur, a unos cincuenta kilómetros del mar Egeo, una zona que por mucho tiempo estuvo bajo influencia griega- tenían fascinación por Venezuela. “Y la educación que nos dieron fue básicamente de amor a este país. Nunca sentí la más ligera discriminación; a veces me llamaban italiano pero era como un apodo afectuoso. Yo era, sí, el hijo del musiú, pero es que antes musiú era un término cariñoso; nunca fue ofensivo en Venezuela, eso es nuevo”.
-Yo no puedo ubicar –me dijo Scannone- el momento en que comencé a distinguir una comida buena de una que me produjera especial emoción, porque eso me ocurría casi a diario y con esa misma frecuencia le decía a mi madre: “mamá, qué bueno está este hervido, esta carne, este pollo… esto es una maravilla”. Yo sentía la necesidad de expresar la satisfacción que me producía lo que estaba comiendo. Era una emoción absolutamente espiritual, pero que yo la sentía en mi paladar, en el olfato y en la vista, sin hacer ningún esfuerzo porque siempre he estado en una especie de alerta frente a estos estímulos.
“En los últimos años de vida de mamá empecé a hacer a anotar las recetas de la comida que se hacía en mi casa. Me sentaba con ella y le preguntaba; ella me decía las recetas y yo las anotaba. Después me reunía con mis hermanas, que sabían cocinar todas, y las perfeccionábamos. Así hicimos una recopilación con unas cien recetas, que considerábamos de lo mejor que se hacía en casa. Con ese recetario y con la ayuda de Delfina Báez, que acompañó a mamá durante sus últimos años, pude conservar mi gastronomía de los siete años”.
“Comencé, pues, a tomar notas en los años 50. Ese primer recetario lo transcribí en una máquina y lo reproduje en multígrafo para dárselo solamente a mis hermanos, quienes dispusieron de él ya desde los años 50. En ese momento no tenía en mente escribir ningún libro ni poner en circulación esas recetas fuera del ámbito familiar. Se trataba, únicamente, de ver cercana la desaparición de mi madre y abrigar la intención evitar a toda costa la pérdida de su legado culinario, que era –y es- es importantísimo para mí”.
“Un día fui a almorzar a casa de Victorino Márquez, quien contaba con los servicios de una cocinera entrenada en casa de su mamá: una negra venezolana, maravillosa cocinera. La comida estuvo magnífica. Tiempo después volvió a invitarme, pero ya no estaba la estupenda negra que tan bien guisaba sino una empleada chilena. La diferencia era abismal. Casi al mismo tiempo, mi cocinera quedó embarazada y tuvo que irse a dar a luz. Empecé a caer en diferentes cocineras y a pasar trabajo. Las cocineras carecían totalmente de buena sazón, entre otras cosas, porque yo no sabía enseñarlas. Por fin, pasado el periodo de rigor, volvió Magdalena y le planteé el asunto: yo debía recopilar las recetas de la comida venezolana nuestra de todos los días porque estaba determinado a que aquello no me volviera a pasar. “La comida es muy importante para mí, y lo que me gusta, lo que no me fastidia, es la cocina venezolana”, le dije. Muy dispuesta, ella colaboró conmigo para comenzar la segunda etapa de la recopilación de recetas. Esto ocurrió en el año 75. De la comida de mi casa, ampliando el cuadro, pasé a la cocina de Caracas. Estaba decidido a arreglármelas para disponer de buena gastronomía nacional en mi casa y ya tenía muestras de que ésta estaba bajo seria amenaza de desaparecer (no olvidar que ya lo había comprobado también en la casa de Victorino Márquez). Lo cierto es que ya estaba virtualmente desaparecida en las casas y totalmente borrada en los restoranes. A Magdalena se agregó Elvira, gran cocinera gallega que llegó a esta casa en pareja con su esposo José, a ambos llegué a estimarlos al punto de convertirse en dos de mis mejores amigos; a ella le dediqué el libro porque me ayudó mucho en su preparación. Elvira se convirtió en mi secretaria, se encargaba no sólo de cocinar sino también de mecanografiar las recetas cuando ya establecíamos que habíamos dado con las cantidades y el procedimiento correctos. Llegó un momento en que tenía tantas recetas que decidí recogerlas en un libro”.
“En aquel momento no tenía idea de que ese libro se convertiría en una referencia. Claro que yo estaba haciendo el libro para conservar un haber del país, una de sus principales riquezas pero era un libro para mí, mi familia y unos cuantos amigos. Cuando resuelvo publicar el libro, la comida venezolana no había desaparecido pero los venezolanos no sabían cocinarla. Y yo pensaba que tampoco tendrían mucho interés; calculé que quizá lo comprarían algunos extranjeros interesados en comer venezolano. No soñaba con que los jóvenes le prestarían alguna atención porque los muchachos no conocían esta comida, no habían comido majarete, ni frijolitos rojos con plátano, ni polenta. Cuál sería mi sorpresa cuando comprobé que fueron precisamente mis compatriotas más jóvenes quienes constituyeron el público más importante para la difusión del libro. He llegado a la conclusión de que había vergüenza por la comida venezolana porque no se sabía preparar”.
III
Cuando terminó la primaria, mi hermana, Mónica, decidió irse a estudiar el primer año de bachillerato en un internado en Táriba. Muchacha necia, ignoraba que el rincón más remoto del Zulia está más conectado con la vida que cualquier lugar de Venezuela. Después relataría, entre otras cumbres del aburrimiento, que en Táriba la gente solía decir que había nacido en Caracas pero había sido trasladada de pequeña a aquel paraje tachirense.
Siempre nos hemos reído con este cuento. Y siempre he terminado mirando hacia otro lado para ocultar un secreto: aún cuando siento un orgullo irracional por ser de Perijá y provenir de mis mayores, desde niña me ha dolido no ser, en absoluto, caraqueña.
El Libro Rojo me ayudó a subsanar esa falta, que he sobrellevado en silencio (con cierta vergüenza). Y juro que lo he leído página por página, como si fuera una novela. Para impregnarme de la manera de Caracas. Y, con mi escaso talento culinario y nula habilidad manual, he amasado, guisado y horneado el pastel de pollo con polvorosa, sin apartarme ni un milímetro de lo que establece Armando, para sentirme niña que va con los abuelos a almorzar un domingo en Tarzilandia, muchacha acostumbrada a la luz verde y dorada de Altamira, graduanda en el alma mater, parte dela GAN.
Las maneras de Caracas… he notado que no hay en el mundo ninguna mujer capaz de enrollarse un pañuelo en el cuello con la velocidad y gracia de las caraqueñas. O ponerse un prendedor. Por pesado que sea, siempre dará la impresión de un insecto que acaba de posarse, gentil e ingrávido. A cualquier otra mujer, los prendedores le lucen como lastres a punto de desgarrar una solapa. En los libros de Armando Scannone están las claves de estos valiosos e inusuales talentos. Caracas es, de momento –y quien sabe si por siempre- una manera. Una manera entrañable.
Publicado en la Revista Clímax, febrero de 2008
Soy un Caraqueno que vive en el extranjero, al que usted a echo llorar con este articulo, que nos hizo recordar los cambios de colores, que como el mar tiene el Avila con el paso del Sol mientras una suave brisa primaveral nos arrulla con su canto eterno. Scannone merece una plaza y un monumento a su legado, nada mas y nada menos que la memoria gastronomica de Caracas.
El forma parte de los tesoros venezolanos,Dios le de larga vida