Milagros Socorro
La suave penumbra en el interior de la estructura induce a entregarse a las fantasías: cómo será guarecerse allí mientras pasa un aguacero. Seguramente las naranjas evocarán su vida anterior, apenas ayer, libradas a los elementos en los campos de Valencia; y quién sabe si extrañarán una buena ráfaga de agua helada que erice su piel y aumente su dulzor o, más bien, se alegrarán de estar a buen resguardo allí, en el mercado de Quinta Crespo. Perezosos, los plátanos se acomodan unos sobre otros sin dar muestras de extrañar más hábitat que ése, donde se despatarran a la espera de pasar de verdes a amarillos y saltar a la sartén con la alegría de niños que pululan alrededor de una piscina.
El mercado de Quinta Crespo tiene la curiosa característica de tener solo dos puertas de ingreso. Una, hacia el norte y, la otra, de cara al sur. Si son más, no logré verlas, pese a haber caminado bordeando sus muros, engastados con tiendas de detergentes y algún local repleto de pájaros cuyo destino preferí no indagar. Es en la entrada que mira hacia el Ávila donde he quedado en encontrarme con Mercedes Oropeza para acompañarla en su ronda dominical.
-Vengo aquí porque consigo todo –dice-. En Chacao y Guaicaipuro, a veces me falta algo. Pero en Quinta Crespo está todo.
Por lo pronto, el todo, el absoluto, tiene su sede ante el mostrador de una lunchería cuya faena comienza a las 6 de la mañana, cuando abre el mercado. Las empanadas, ya fritas, están acomodadas en bandejas que resultan visibles a través de un vidrio por donde corren hilillos de agua producto de la condensación. Ofrecen las empanadas habituales (carne, pollo, queso) y también atún y pulpo. Al morder la punta de una empanada de atún compruebo con decepción que ahí dentro hay un gran vacío, el escaso guiso se ha pegado a las paredes de crujiente masa. Mercedes tiene un remedio para eso. ¡Picante!, pide con dulce voz y aire de autoridad. Ha logrado un tono perfecto para moverse en el mercado. Es la voz de una muchacha de suaves modales con la entonación de una experta que acostumbra ir por allí y conoce perfectamente los rituales. El ruido de las licuadoras donde saltan los pedazos de lechosa hasta emulsionarse con la leche y un poco de hielo picado se mezcla con la voz de Julio Jaramillo. Todo sazonado por los gritos de los vendedores que no han logrado ingresar al mercado de Quinta Crespo y tienen sus tenderetes afuera. Bajo el sol. Cabe imaginar que espigan su clientela de la ciudadanía más apurada, la que no tiene el tiempo para internarse en un lugar donde es imposible cumplir con el horario prefijado (porque son muchos los atractivos que retienen al visitante y lo retardan en su merodeo), de otra manera no se entiende por qué alguien compraría así, en medio de la calle, con la mano en la frente como visera, si se puede entrar a ese fabuloso recinto erizado de montañas de lustrosas frutas y legumbres como dicen que era la cueva de Alí Babá, donde el paso quedaba dificultado por los montones de joyas.
II
-Me encantan los mercados –redunda Mercedes, mucho rato después de que sus ojos han echado chispas mirando en derredor para decidirse por donde empezar. Su nombre completo es Mercedes Elena Oropeza Lares, a pesar de lo cual es caraqueña (y no larense, como sus apellidos mueven a pensar). Al graduarse de bachiller en Humanidades, se matriculó en el Instituto Universitario Nuevas Profesiones porque ella iba a ser publicista. Sin terminar esos estudios, se pasó a la escuela de Artes dela UCV. Estan inteligente, aplomada y vivaz que puede acometer cualquier proyecto y destacarse al máximo. En algún momento dejó las aulas y se quedó prendada del fogón. Ni siquiera pisó una academia de cocina. Lo que sí hizo fue casarse con una chef de cocina y tener
“un gordito que ahora tiene 9 años”.
-Vayamos por aquí –ordena, un instante antes de caer, literalmente, en brazos de una vendedora de especias. Entre risas y exclamaciones, la pimientera le saca bolsitas y le da a oler palitos de canela y unos granos que desaparecen en su mano como si fueran amuletos, cosas de mujeres. Algunos parroquianos se vuelven a mirar los ojos de Mercedes. La conocen del programa “Portadas”, de Venevisión, donde ha venido apareciendo desde 2005, así como del documental televisivo “Venezuela Bienmesabe”, donde se desempeña como conductora, les resulta familiar esa figura imponente y carnosa, pero lo que no sabían es que tuviera esas pupilas color turquesa. Muchos alargan el pescuezo para constatar la rareza. Lo mismo les ocurría a los comensales de “Oro Café Bistrot Caraqueño”, donde prodigó, entre 2004 y 2006, los conocimientos adquiridos en la cocina de Armando Scannone, donde no solo compartió las tablas de cortar con Magdalena Salaverría, cocinera de planta del mítico autor de “mi cocina”, sino que colaboró con éste en la elaboración del componente amarillo de la trilogía. No es que saliera a cada rato, ni siquiera todos los días, pero cuando se asomaba por el salón, los deleitados convidados de oro Café se debatían entre preguntarle cuánto había de la influencia de los franceses Laurent Kerr y Marc Provost, quienes habían sido sus jefes de pasantía en sus respectivos restoranes, en aquel plato sopa que amancebaba una crema caliente de caraota con otra, fría, de aguacate, o pedirle que se inclinara hasta casi rozar su sublime polvorosa de pollo, para ver esos ojos de tan curiosa tonalidad incrustados en su cara morena.
-Tengo mis marchantes –aclara sin necesidad, mientras deambulamos por los pasillos de Quinta Crespo y de los puestos, rebosantes de cebollines, grandes ramos de cilantro y perejil, se extienden brazos para saludarla. Pocos saben que esa Venus abundante, que ahora sostiene un pimentón y juega con él como si se tratara de una protuberancia suculenta del cuerpo del amante, cocinó los guisos favoritos del presidente Rafael Caldera en su segundo mandato. Mercedes era cocinera de la residencia presidencialLa Casonaen 1998 y allí permaneció los primeros meses del 99, mientras se instalaba la siguiente pareja presidencial. Ella estaba allí cuando doña Marisabel Rodríguez Oropeza de Chávez se apareció arronzando una caja de cartón multicolor donde venía la vajilla de loza china, adquirida en un almacén de menaje doméstico de bajos precios, porque la joven Primera Dama se sentía intimidada comiendo su “sopa, seco y postre” en platos decorados con hilo de oro y el escudo de una república que su marido había llegado a abolir.
III
Muchas embajadas y hasta el Episcopado Venezolano han servido en sus eventos los platillos de Mercedes Oropeza, premio Tenedor de oro 2005. Y en todos los casos, los ingredientes habían sido escogidos, casi de madrugada, por la propia chef Quinta Crespo, donde se pasea incluso cuando solo tiene que comprar una busaquita de ají dulce para perfumar un arroz blanco.
-En estos tiempos, cuando todo está agotándose, hago un tour por los supermercados y un par de mercados libres para anotar las ofertas. Es algo así como la gaceta hípica. Y luego hago las compras. Pero el grueso lo compro aquí. Mi esposo me acusa de que frecuento este lugar principalmente para que me levanten la autoestima, porque, según él, yo desfilo por los pasillos y me van diciendo “gordita linda”, “cosota rica” [lo cual es verídico]. Pero no es así, no es por eso, pues, vengo porque aquí tengo contacto directo con los marchantes. Soy peleona y exigente. Regateo. Y siempre consigo el mejor aguacate, la mejor yuca, el mejor mapuey. Sin duda ninguna, en Quinta crespo está la mejor relación precio-calidad. No es por economía. Hay cosas más baratas en los supermercados, sí, cómo no, se da, alguna vez, pocas veces, con las cebollas, las papas… En fin, este es mi lema: para mi casa, economía y para el cliente, lo mejor.
IV
La red de mercados libres de Caracas fue creada en los años 40 para ofrecer una alternativa al antiguo mercado de San Jacinto, que ya era responsable del caos en el casco histórico del centro de la ciudad. Una crónica sobre la historia del comercio en Venezuela recuerda que el mercado de San Jacinto fue el centro de reunión comercial más importante de Caracas desde el año 1873 y que entre sus productos más apreciados se contaban las caraotas negras de Chacao, los duraznos blancos de Galipán, las naranjas galipaneras, los cambures titiaros, los aguacates de Guarenas y los quesos de cabra y de mano traídos de El Hatillo, así como la leche de cabra y de vaca. El mercado de San Jacinto comenzará a decaer en 1948 hasta desaparecer definitivamente a finales de 1953. Pero para entonces ya estaba a punto la nueva red de mercados -que incluía a Guaicaipuro,La Pastora, El Cementerio, Catia, entre otros- y el primero en ser creado había sido Quinta Crespo, en un terreno donado por los herederos del general Joaquín Crespo. Y sería Pérez Jiménez, cabeza de la junta de gobierno que presidía el país, quien lo inauguraría el 8 de junio de 1951, un año después de la apertura de
Sears Roebuck de Venezuela en Bello Monte.
Esa mañana de domingo de 2009, Mercedes Oropeza y yo nos dedicamos a pasear más que a comprar. Aunque a cada momento acato sus recomendaciones:
“estos tienen granos tanta rotación que jamás he comprado unas caraotas que no se hayan ablandado”. Al llegar al círculo de la papa, mi guía contiene el aliento. Es como si una medianoche de primavera, al salir de un restorán en París, nos detuviéramos ante la vitrina de alguna de las joyerías de Place Vendôme. Claro, es que ha llegado al círculo de la papa y las encuentra, espléndidas, amarillas, blancas, andinas, terrosas, papitas colombianas… No podremos atisbar en la oferta de cada uno de los 600 concesionarios (distribuidos en 13 sectores: carnes, pescados, frutas, quesos, verduras, aves vivas, víveres, pollo, charcutería, hortalizas, cafetines, mataderos, de aves y ropa). Pero con toda seguridad, haremos una estación, lenta, deleitosa, en los puestos donde venden “cosas raras”, como huevos blancos (“de cáscara blanca, no es distinto a los otros, es solo la monería”) ajo macho, cilantro en flor, tomate de árbol, flor de jamaica, lairén, mapuey morado y quimbombó; y, desde luego, la tienda de cambures, donde cuelgan, dorados y provocativos, esas golosinas en racimos, que, según su tamaño, tipo de piel y contenido de azúcar, se llaman titiaro, topocho, guineo o manzano.
V
La entrada sur (para nosotros será la salida, vía hacia el estacionamiento) ostenta otra vibración, otro colorido. Otra tensión, podría decirse. Es el polo de la navaja. Allí se exhiben las carnes: res, puerco, pollo, gallina, conejo, a veces chivo, pescados y mariscos. Hay más luz allí y más temperamento. Un carnicero , gordo y muy blanco, corta los tres bistecs que le pido, los envuelve en papel de estraza y pone el paquete en una bolsa plástica. Con las mismas manos, terminadas en uñas orladas por un borde carmesí tirando a negro, sin siquiera secarse con una servilleta, coge la tarjeta de débito que le extiendo al tiempo que le hago notar mi antigua afición a las manos limpias. Y el marchante (desde luego, amigazo de Mercedes), coge “el plástico” y, mirándome con sonrisa a medias cómplice y desafiante, roza su mano con la mía, rápidamente, por la planta y por el envés como se hace al untar mantequilla. Ya está, pues, impregnada de mercado libre.
A mi lado escucho una risita. Y Mercedes se voltea rápidamente hacia el tarantín de chorizos españoles.
Publicado en la Revista Clímax, junio de 2009
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