Tenía que hacerle una entrevista a Laura Restrepo…
Milagros Socorro
En unos minutos Laura Restrepo llegará al saloncito en el octavo piso del Hotel Tamanaco reservado por la editorial para sus reuniones con la prensa. Mientras la aguardo, repaso mis notas y pongo la libreta y el grabador sobre la mesa. La había visto la noche anterior, en el acto de presentación de Delirio, ganadora del Premio Alfaguara de Novela 2004, y había comprobado la calidez y magnetismo que los periodistas de toda América Latina, por donde ha estado en gira de promoción, le atribuyen. Además, tomé nota mental de su gran habilidad y vocación política (esa noche, parada en la tarima del centro comercial San Ignacio, sus primeras palabras ante la concurrencia reunida para la presentación de su libro, estuvieron dedicadas a reconocer “al pueblo venezolano por su empeño en dirimir mediante el debate sus diferencias y por la energía desplegada en la defensa de la democracia y de un mejor futuro para sus hijos… según las convicciones de cada quien”.) No pudo estar más correcta y equilibrada.
En la mañana, mientras la espero, opto por hacerle una entrevista literaria. Considero que ya están suficientemente divulgados sus antecedentes políticos y sus posturas ideológicas. Se sabe que Laura Restrepo (Bogotá, 1950) es escritora, periodista, que en 1983 fue seleccionada por el presidente Belisario Betancur como miembro de la comisión negociadora de paz entre el gobierno colombiano y la guerrilla M-19, que esas gestiones no llegaron a mucho pero que el frecuente trato con los guerrilleros derivó en su adhesión a la causa insurreccional y por eso ella es ex-guerrillera. Se ha divulgado también que a partir de esa experiencia escribió su reportaje Historia de un entusiasmo, un testimonio por el que recibió las amenazas de muerte que la condujeron al exilio, en México y España. Sus lectores podemos dar fe de que tiene un gran dominio del oficio literario, que sus tramas están construidas sobre sólida arquitectura y aquella noche en el San Ignacio reveló que suele escribir a mano las subtramas que sostendrán sus historias, en fichas de diferentes colores, una para cada personaje y sus circunstancias. El ejercicio, entre el garrapateo en las fichas multicolores y la versión final, suele tomarle años. No por nada hace ya unos seis años que puede vivir de la literatura.
El inventario de sus publicaciones comienza con Historia de una traición (1986); a las que siguen las novelas La isla de la pasión (1989, una novela basada en hechos reales que Restrepo investigó en los archivos de la armada norteamericana, en añejas cartas de amor y a través de entrevistas realizadas a habitantes de varios pueblos de México); Dulce compañía, (1985, Premio Sor Juana Inés de la Cruz y Prix France Culture, una especie de falso reportaje acerca de un ángel que aparece en un barrio de Bogotá); El leopardo al sol (1993, una anatomía de la mafia colombiana) La novia oscura (1999, acerca de las prostitutas de la zona petrolera); La multitud errante (2001) Olor a rosas invisibles (2002) y, ahora, la premiada y muy leída Delirio. Antes dedicarse a la literatura, Restrepo ejerció durante veinte años el periodismo, de cuyas técnicas no se ha apartado: “Yo me siento muy cómoda con el uso de recursos literarios hechos contécnicas periodísticas. Siempre me baso en investigaciones exhaustivas. Mi capacidad inventiva no es tan amplia y necesito de ir a los lugares, la documentación, entrar en contacto con la gente, escudriñar en sus motivos, conversar de sus vidas. Creo que la libertad más grande es poder ir y venir entre los géneros; entrar y salir del periodismo; entrar y salir de la literatura. ” Pero antes de recalar en el periodismo, se había graduado en Filosofía y Letras en la Universidad de los Andes, en Bogotá, donde también hizo un postgrado en Ciencias Políticas.
Y es muy conocida su trayectoria en la militancia: “nuestra manera de ser jóvenes era entrar a la izquierda, meternos a los partidos políticos y en sociedadestan segregadas como la nuestra ese era el vehículo para entrar a conocer ese otro lado del país que sabíamos que existía pero que nunca habíamos recorrido. Era soñar con un país construido por nosotros mismos, de acuerdo a parámetros igualitarios y de justicia”.
Como en el último momento me he enterado de que en los escasos tres días que duró su estadía en Caracas se reservó unas horas para atender la invitación del Vicepresidente de la República, José Vicente Rangel, para compartir un almuerzo, me decido a preguntarle al respecto.
Laura Restrepo llega al salón y me saluda como si nos conociéramos de hace tiempo. Acepta posar para las fotografías antes de iniciar formalmente la entrevista y, mientras el fotógrafo hace su trabajo, comenzamos a conversar. Nuestro diálogo se prolongaría por casi cuatro horas y, por primera vez en veinte años de oficio, me inhibo de encender el grabador. En parte porque es ella quien hace las preguntas y en parte porque no quiero rasgar esa atmósfera de intimidad que se ha creado entre nosotras. Hablamos de literatura y ahí nadie quiere ponerse a trabajar.
Sentada en el marco del ventanal que da a la piscina me explica cómo es que tiene esa cara tan especial (muy hermosa, en verdad), cuyas facciones recuerdan las de Sofía Loren. “Mi madre es descendiente de italianos”, me dice, “mi segundo apellido es Casabianca”. En algún momento se lamenta de haber perdido la melena de su juventud, dice que no se acostumbra a llevar el cabello corto y carecer de la espesura de otros tiempos. “¿Te has fijado que las protagonistas de mis libros siempre tienen una gran cabellera negra, larga y muy abundante?”. No me había fijado, la verdad. “¿Así era mi cabello antes, es la manera que he encontrado de recuperarlo, al menos mientras escribo la novela”. Después me dirá que los guerrilleros que conoció en el proceso de negociación eran gente encantadora. Le creo porque ella, el encanto propiamente dicho, se sumó al grupo, como integrante del brazo político.
Me resulta evidente que está harta de conceder entrevistas. Quiere hablar de lo que se antoje. Y abre fuegos con el tema de los hijos. Ambas tenemos un hijo único, varón, de 23 el de ella. Saca su monedero y me muestra una foto del muchacho, es un hombretón bellísimo, muy alto y de cara angelical. “Su padre es argentino”, me dice. Ha debido conocerlo cuando se matriculó en el Bloque Socialista y estuvo militando en la clandestinidad, en Argentina, durante la dictadura. Colaboró con las madres de la Plaza de Mayo y con los familiares de los desaparecidos. Por algún motivo, me inhibo también de sondearla sobre esto. No quiero interrumpirla, me está hablando de la crianza de los niños en la clandestinidad, de la inverosímil capacidad infantil para memorizar las intrincadas historias de los guerrilleros y no cometer errores que puedan acarrearles detenciones, presidios, la muerte.
Laura Restrepo era y es trotskista. “Es una actitud y una referencia para entender el mundo. Además, sobran motivos para reivindicar el pensamiento de Trotsky: predijo la caída de la burocracia soviética, así como la voracidad de un capitalismo que iba a llevar a la destrucción masiva si no se hacían ajustes; y advirtió que la solución no estaba en un solo país porque esto era una cadena en la que todos estaban implicados. Todo eso sigue siendo absolutamente válido. Yo no puedo dejar el trotskismo porque me tendría que volver otra cosa, quizá nada. En fin, no se puede dejar de ser lo que uno fue en su juventud para transformarse en otra cosa. No era un sombrero que te lo ponías y lo luego lo botabas.”
Le pregunto por qué al principio de Delirio ella distribuye marcas, como periodísticas, para consignar constantemente que tal o cual cosa lo dice determinado personaje. Le digo que me parece que, como ocurre en el periodismo venezolano, hay demasiadas voces declarantes. Entonces me dice que las voces declarantes nunca son demasiadas, que el diálogo nunca sobra, que lo que sale sobrando siempre es la violencia que se desata cuando el diálogo cesa y las partes sienten que no tienen nada que decirse, que sólo les queda el plomo, la destrucción, la muerte. En este punto me dice que admira la terca insistencia venezolana en debatir todo lo concerniente a lo público. Me asegura que una sociedad con esta característica nunca será arrastrada a la guerra civil. Rezo por que tenga razón.
Desmenuzamos su novela minuciosamente. Me hace preguntas. Le respondo con toda libertad, misma que ejerzo cuando me pide que le señale lo que no me gusta en Delirio. Le digo que no veo la necesidad de que Agustina, su protagonista, tenga ciertos poderes paranormales. Inmediatamente capta que lo que me choca es la revisitación del realismo mágico y me explica que dotó a su personaje de esa cualidad para burlarse del realismo mágico, que en su opinión es un atajo que siempre se le está pidiendo a la literatura colombiana. “Eso es un fastidio”. Le digo entonces que su novela es profundamente colombiana no en la violencia, ni en los mafiosos ni mucho menos en esa alcabala de realismo maravilloso, sino en la vocación endogámica que recorre ese corpus. Es el incesto lo que hace a esa novela hondamente colombiana. Y ella, en plena concordancia, me dice: “Sí, el incesto es el gran secreto que debe ocultarse con montañas de mentiras.”. Y por ahí seguimos conversando como dos horas más. Y cuando me iba le pregunté por el Vicepresidente. “Es un hombre sorprendentemente culto. Un caballero”.
Era de esperarse de esa junta. me quedo con ganas, casi envidiosas de escuchar más.
¡Gracias!
Abrazos,
Ana