Hotel Tamanaco

Milagros Socorro

Esta es la quinta versión que escribo de esta crónica. Las cuatro anteriores consistían en ocultar que esa mañana, la segunda jornada de hechura de la nota sobre el Hotel Tamanaco, amanecí en una cama fabulosa y lloré por horas.

Muchas veces he hablado de la crónica. También he escrito sobre este lugar de la pronunciación, donde se cruzan el periodismo, la literatura y la epístola. Y he dictado no pocos cursos al respecto. Mi tesis es –o era- que la crónica es el género del cuerpo. Se puede escribir una novela sin salir del gabinete del escritor; y es perfectamente posible armar un reportaje más que eficiente pasándose semanas en una hemeroteca y consultando fuentes vivas en una oficina. El artículo de opinión exige más lectura de prensa, navegación en la web y merodeo socrático que sol en la cara. El ensayo es producto de meses o años rebuscando en libros y haciendo anotaciones de los hallazgos grandes y pequeños. El relato es hijo de un destello que te manda de cabeza al cuaderno donde garrapateas las prmeras versones de una historia, no tienes que salir de la habitación (a veces, ni siquiera de la cama, donde te ha visitado el fogonazo). Pero no puedes escribir una crónica sin exponerte a los elementos: tienes que ir al lugar donde están pasando las cosas, ya ocurrieron o están por producirse. Debes echar un vistazo al lugar, ver de qué tamaño es, si es iluminado o sombrío, si esta ventilado o es sofocante. Hay que saber qué tipo de gente pulula por allí, si miran de frente o te observan con la barbilla pegada al cuello. Tienes que experimentar las sensaciones que provoca el lugar: si te da como un sobresalto, o te dan ganas de sentarte a comer a deshora (indicio importantísimo, no se de qué, pero hay que atenderlo), si el paisaje humano circundante te despierta un aburrimiento inmediato o, por el contrario, quisieras detenerlos a todos, sosteniéndolos por los hombros, para que te cuenten qué hacen allí, cómo ha sido su vida, qué rencor no logran disipar en su alma. Bueno, esto es lo que yo creía de la crónica. Hasta que me fui con mi marido y una maletica a instalarme en una de las 10 suites del Hotel Tamanaco. Han podido alojarme en alguna de las otras 518 habitaciones de lujo (ya hablaremos después del lujo y de la noción de ñeste que maneja el Tamanaco) y quién sabe si en la suite presidencial, que ni siquiera pude ver porque estaba sometida a una especie de extreme makeover que le hacen cada cierto tiempo para asegurarse de que mantiene la lozanía y perfección dignas de un presidente. O en una de las cinco cabañas que dan a la piscina. Pero mi destino (no exagero) era quedarme aquella noche en una suite del piso 9 del Hotel Tamanaco. Al amanecer de esa noche formidable, iba a llorar tanto, sin que hubiera un motivo aparente (mi marido estaba perplejo), que comprendí que la crónica, bueno sí, es el género más corporal de cuantos existen, pero, principalmente es el género en el que el autor es leído. Uno no escribe una crónica, ella te escribe. Te arrastra a que te mires en la realidad como si te pusieras ante un espejo; y sea lo que sea que vieres, la realidad (siempre brutal) vendrá de puntillas y tendrá tu rostro.

Seamos precisos, en la suite del Tamanaco amanecí en una cama fa-bu-lo-sa, muy grande (mi marido estaba en Perijá y yo en Tucupita), firme, cubierta de sábanas tersas, planchadas, perfumadas con suave fragancia… abrí los ojos, miré al techo donde se había instalado el mínimo rayo de sol que entraba a través del espeso cortinaje (durante la noche la habitación había sido una caja de insobornable negrura), vi que el rayo de sol refractaba en la superficie de la piscina y venía a crear un reflejo azul, como si un zafiro se hubiera derretido en la madrugada y hubiera creado aquella hermosa mancha. Me entretuve observando el bonito efecto de la turquesa cernida en la pintura del techo. Evoqué la visión de Caracas que había tenido la noche anterior, un instante antes de irme a la cama y dormirme inmediatamente: el Tamanaco era un castillo, una fortaleza de seguridad y modernidad emplazada en una colina, donde todo funciona a la perfeccción, como por obra de esa magia que saca bandejas relucientes, ahoga los sonidos y siembra sonrisas en todas las caras. Y allá afuera, la ciudad daba tumbos con sus tormentos, sus obsesiones, esa crispación que hasta los carros parecen experimentar. Separando un poco la cortina, vi una ciudad dolorida, caótica, sumida en un fragor de cornetas y el zumbido de las motos… un pandemónium que yo conozco  pero no oía porque estaba a salvo en una suite del Tamanaco.

A la mañana siguiente, apenas despierta, cerré los ojos y reproduje el sentimiento de la víspera: esta deliciosa suite, donde las alfombras ofrecen un campo mullido a los pasos y la temperatura está minuciosamente controlada, es una isla. Pero no solo por su confort, armonía y amabilidad, sino también una isla en el tiempo, en la forma de hacer las cosas, en lo que se considera de buen gusto. Y lo que se deja fuera por vulgar. Una suite del Tamanaco puede medir, no sé, ¿50 metros cuadrados? (he conocido apartamentos más pequeños). Tiene un mini bar muy bien surtido, refrescos, bonitas copas y vasos. En una esquina, una pequeña mesa recibe al huesped con varios snacks de reciente preparación, donde hay un poco de jamón serrano, unas tartaletas con queso crema y canapés de salmón ahumado. Toda la decoración es de colores son pastel, como corresponde. Nada de dorado, nada de accesorios negros o de piedra jaspeada, granítica o volcánica, nada de peinadoras laqueadas, nada de espejos en el techo, como el Hotel California de la canción de los Eagles. La idea de comodidad del Tamanaco es, básicamente, la amplitud de los espacios, el concepto minimalista del mobiliario, la inmensidad de las camas, la altura de los colchones, la suavidad de las almohadas (que parecen una espuma, una crema, una mousse), los varios pasos que es preciso dar desde la cama hasta el baño… en fin, el lujo no proviene de volutas de yeso, de lámparas sobrecargadas, sillones tapizados con brocados ni cojines con los que luego no sabes qué hacerte. Es un lujo caribeño: grandes estancias, paredes claras, camas enjaezadas de algodón y raudales de luz cuando se corre el pesado cortinaje. Dormí profundamente. He debido despertar a eso de las siete. Miré a Henry, sumergido en el reposo. Miré el rayo que en su ascenso se volvía azul. Miré el rastro de seda azul en el cielorraso. Sentí un nudo en la garganta. Se me salieron las lágrimas y unos minutos después el pecho me saltaba con los sollozos. ¿Cómo se entiende eso?

Antes de llegar al comedor de Le Gourmet –que debe ser uno de los diez mejores restorantes del Caribe- se atraviesa una especie de sala de espera decorada con butacas forradas en tela azul como de asientos de avión. Comodísimas. Muy hermosas en su ausencia de arabescos y faralaes. Forman parte del conjunto de sillas original desde la inauguración del Hotel a comienzos de los años 50. Al llegar al salón propiamente dicho, el comensal es recibido por el maitre, Agustín Bellorín, cuya trayectoria se prolonga ya por 35 años en el Tamanaco (empezó antes de cumplir la mayoria de edad). En algún momento tuvo fama mundial por haber sido escogido porla Nunciatura Apostólicapara atender personalmente al Papa Juan Pablo II en su última visita a Venezuela. De hecho, Le Gourmet tuvo que cerrar durantes tres días para prestar servicio exclusivo al pontífice polaco y su comitiva. Bellorín desembarcaba cada día enla Nunciaturacon sus huestes, compuestas por 12 cocineros, un chef de cocina, 32 mesoneros y una gran batería de recipientes, ollas y sartenes. Desde la madrugada la vajilla y la cubertería estaban dispuestas, pulcras y bruñidas, para alimentar 300 personas al desayuno, el almuerzo y la cena.

Esta noche la cena será inolvidable. El cocinero, Murciano, así se llama, es un joven de aspecto nervioso. Delgado, inquieto. Muy talentoso. Nacido en Venezuela, está de regreso tras una docena de años formándose en España y en Francia. A los 32 años es todo un maestro. A partir de las 8 de la noche, el salón comienza a llenarse. TambiénLa Cabaña, el restorán junto a la piscina está repleto. Pero aquí, en Le Gourmet, van a pasar cosas memorables. Mientras desfilan las pequeñas porciones del menú de degustación, Bellorín se acerca por raticos a nuestra mesa y da testimonio del estupendo apetito de Su Santidad, quien nada más terminar unos de los cinco platos que constituían su condumio debía tener delante el siguiente. No había que hacerlo esperar ni un instante. El Papa tomaba un sorbo de vino mientras Bellorín se inclinaba por encima de su hombro para cortar le la carne o el pollo. “Tenía una manito fregada”.

El tartar de salmón de Murciano me conecta con lo más sagrado. Bellorín viene a colmar nuevamente las copas y nos cuenta que cada vez que él ponía un plato delante de Juan Pablo II, éste le echaba bendiciones que, desde luego, se derramaban sobre el brazo de su valet. La mano que escancia el vino en Le Gourmet tiene, pues, bendiciones para varios siglos. Llegan los ravioli rellenos de hongos con crema trufada y una lámina de trufa puesta allí como un beso. La música ambiental difunde una entrañable versión de Petit fleur. Debe ser el vino porque en un instante estoy bailando con mi padre en el salón de fiestas de Gadema y al abrazarlo veo alzarse la Sierra de Perijá. Mi padre adoraba la interpretación de Petit fleur que tocaba el Super Combo Los Tropicales. De vuelta a Le Gourmet, un mesonero trajeado de negro pone ante mi vista un cordero cuya piel es crujiente y dorada como la de un cochinito. Cierro los ojos para deleitarme sin hacerme notar. Bebo dos copas más. Bellorín da fe de que el plato favorito de Carlos Andrés Pérez era el steak tartar, pero he perdido el interés en esos cuentos. Stoy en el exilio. Salimos del salon y vaos a dar una vuelta por el Hotel, “un sistema”, como escribió William Niño Araque, “que opera para el goce y el descanso; desde la lejanía, sus terrazas escalonadas lo presentan como un mirador inabarcable al paisaje; en la cercanía, la secuencia de canchas, terrazas, buffets, piscinas, bares, comercios, gimnasios y salones de fiesta se plantean en un ritmo de itinerarios placenteros, donde en ocasiones cabe el desafuero. Su acceso está marcado por un eje de chaguaramos en ascenso, que se recoge en una plazoleta acentuada por la marquesina. El lobby de llegada señala el quiebre del volumen –estilo yate- en dos direcciones […] Sus ocho niveles de altura y su prolongada fachada de más de150 metros, cruzada en ocasiones por los ‘ojos de buey’, se introducen como una clave marítima y se ofrecen como un regalo al espectáculo visual que encarna el valle de Caracas”.

Es verdad lo que dice William, en la caminata después de la cena, bordeando la inmensa piscina (imposible de construir en Venezuela hoy en día, piensa uno saboteándose el momento), tengo la sensación de estar en un trasantlántico. Porque el Tamanaco parece un gigantesco crucero y porque el horror cotidiano ha quedado allá, lejos, como separado por un mar, cancelado por las artes de Murciano, los vinos franceses y el brazo acerado de mi marido, que se me ofrece para apoyarme en el camino. Fue como estar de vacciones. No fuera de la casa. No fuera de Caracas. Fuera del país, con todo lo que eso significa. Entonces le dije que quería subir a la habitación. Fui directo a la cortina. Vi a Caracas a través del ventanal de la suite. Y me sentí en el exilio. En un mundo en disolución. Pero no supe si ese mundo que se estaba desvaneciendo ante mí era el universo de los años 50, esa monumentalidad del Tamanaco, o era el país que había conocido hasta entonces.

Trastabillé hasta la cama, alta como un altar. Balbuceé un buenas noches y caí rendida. Unas horas después, al despertar, comencé a llorar. Y así estuve varias horas.

Publicado en la Revista Clímax, julio de 2009

3 comentarios en “Hotel Tamanaco

  1. Milagros, imposible no sentir en carne propia tu experiencia vivida en esa joya cincuentosa que marca lo que era Caracas, cargada de adelantos urbanísticos que fueron permaneciendo en la ciudad como abandonados por el hombre, mientras ella crecía desaforada comiéndoselo cual caníbal y deborando cada centímetro de orgullo y patrimonio. Me encanta ver las fotos de esa ciudad que fue, nk sé por cuanto tiempo y pensar en lo que pudimos haber sido. No sé si la misma naturaleza de las cosas nos prohiban tener tantas ventajas con respecto a los demás países. Bonanza por todos lados hasta en lo climático, pero con una enorme carencia de orden, planeamiento y socialidad. La sociabilidad si la tenemos, pero creyendo que lo chevere que nos hemos vendido es una gran y elocuente manera de ser, pasando encima de todos y avalando la impulsividad criolla. Igual que tú lloro de ver en lo que hemos dejado que se vuelva esa sultana que bajo el manto verde y perfecto del Ávila corre desaforada al caos total y desorden absoluto, incluyendo a los viles personajes que en ella vivimos.
    Igual siempre te agradezco el leerte y sentir que por gente como tú podemos seguir soñando y creyendo que tenemos un plan para mejorar y ser habitantes acoplados a la majestuosidad de nuestra golpeada ciudad. Un beso, Federico. (Soy el amigo cocinero de Luis Brito)

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