Jauría / El Nacional, 10 de enero de 21010

Jaurías

Milagros Socorro

Todo el país quedó más pobre cuando los tres atracadores salieron con las armas en alto del vagón del Metro de Caracas que acababan de asaltar. Desde luego, los trabajadores de Caricuao que se movilizaban por ese medio el lunes en la mañana sufrieron en carne propia la humillación, el pánico y el despojo de sus propiedades, ¿cuántas horas de esfuerzo no se habrán ido en las garras de los delincuentes que les arrebataron relojes, teléfonos celulares, el dinero que llevaban en los bolsillos y todas las pertenencias que tenían consigo? Y suyo es el trauma de verse atrapados bajo tierra, a merced de criminales que actúan sin control y sin piedad. No tenían salida, no tenían quién viera de ellos: una institucionalidad que evitara aquel robo masivo con amenazas de muerte o detuviera a los malandros al final del trayecto. No tuvieron, ni siquiera, una cámara que grabara lo que se hizo y lo que dejó de hacerse; porque los sistemas de seguridad no funcionan, no hay quien responda y, en fin, porque cuando un ciudadano entra al Metro de Caracas, ingresa al infierno. Y este descenso supone un grave empobrecimiento para la Nación en pleno, que hasta hace poco tuvo en el tren subterráneo de la capital un motivo de orgullo, muestra de eficiencia y calidad nacional.

El deterioro del funcionamiento del Metro no es nuevo, claro está. Puede afirmarse que, con sus escaleras mecánicas inmóviles y desportilladas, sus pasillos sucios, sus vagones escarapelados, sus plantones en medio de la oscuridad, la vulgar propaganda gobiernista que cubre sus paredes y su espacio sonoro con mensajes pergeñados por lo más rupestre del régimen; con la destrucción a que ha sido sometido, pues, el Metro, como todo, estaba depreciado.

El ataque del hampa común organizada, sin que las autoridades hayan demostrado un ápice de fuerza, de diligencia ni de vergüenza, ha terminado de descapitalizar al Metro de Caracas, que ya no forma parte del patrimonio simbólico venezolano. Ya no hay secreta satisfacción, sensación de seguridad ni alegría sobre sus rieles. El Metro de Caracas ahora es de todos… los males que se han abatido sobre el país. Ahora es como todo lo demás, precario, abandonado, afeado, librado al arbitrio de la delincuencia y la más descarada improvisación.

El modus operandi puesto en práctica en el Metro es el mismo que viene empleándose en los recientes asaltos en Venezuela: un grupo de tipos armados cae sobre los ciudadanos y despliega una febril coreografía con pistolas y gritos intimidantes. Así ocurrió el martes de esta semana en el centro comercial El Lago, en Catia, donde los delincuentes castigaron a sus víctimas hasta el cansancio (y, otra vez, sin límites de ningún tipo); y así ha ocurrido demasiadas veces con los llamados comandos, que llegan poniendo un arma en la frente de una mujer, al tiempo que exigen al marido entrada a un edificio de apartamentos que, en las siguientes horas será asaltado, puerta por puerta, con gente amarrada, conserjes aterrorizados, niños, jóvenes y ancianos atropellados, hogares violentados, gavetas volteadas, una jornada de horror interminable; y, lo de siempre, una población inerme frente a la maldad, al crimen, al abuso sin fin.

El venezolano que amanece al 2010 es un individuo solitario frente a una jauría. O, peor, a muchas jaurías. Lo acucian los atracadores, lo rodean los rateros, lo persiguen los secuestradores, lo acechan los invasores, lo sitian los banqueros improvisados (prestos a enriquecerse a expensas de sus ahorros), lo husmean los policías corrompidos, le pisan los talones las leyes restrictivas de las libertades económicas y sociales. Pero es que también lo acogotan las jaurías judiciales, las burocráticas, que le imponen trámites y sacrificios inconcebibles para otorgarle documentos a los que los ciudadanos de cualquier país del mundo tienen acceso sin ninguna dificultad, mientras desmantelan la red de salud y de educación; la jauría cubana, instalada en las notarías con orden de espiar y obstaculizar las operaciones; la jauría electoral, determinada a hacerle al voto lo mismo que le hicieron al Metro de Caracas…

Pero, de tanto perro furioso, el único que ha quedado prohibido por ley es el pitbull, que ni siquiera reparte los recursos de Venezuela entre manganzones improductivos y voraces.

El Nacional, 10 de enero de 2010

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