La casa de Richard Blanco, preso político
Milagros Socorro
Hay una atmósfera de esperanza. Flores en la mesa de centro de la sala. Un tazón con uvas muy gordas en la nevera. La señora ha ido a la peluquería. Es el viernes 2 de octubre y cada vez que el teléfono vibra (no alcanza a sonar) ella se abalanza sobre él como un halcón. Tiene las uñas repulidas y, en general, el aspecto, cuidado y tenso, de la enamorada en vísperas de una cita. De dónde habrá sacado que el preso, entonces con 30 días de detención, podría estar a punto de salir. No se sabe. Indicios no hay. Por el contrario, esa noche, a la hora de haberse quedado sola en casa, el abogado va a llamar… para decirle que la Sala V de la Corte de Apelaciones acaba de confirmar la medida privativa de libertad contra el prefecto de Caracas, Richard Blanco, por la presunta comisión de los delitos de lesiones graves e instigación a delinquir.
Ya no estamos allí. Pero no se necesita mucha imaginación para figurarse el trago grueso, el fino maquillaje surcado por una lágrima: el fallo, con ponencia del magistrado presidente del tribunal, Jesús Orangel García, y el voto favorable de la jueza Carmen Tellechea, fue publicado con el voto salvado de la jueza Clotilde Condado, quien discrepó del criterio mayoritario porque, desde su perspectiva, “no está demostrada la culpabilidad de Blanco, ya que, en cuanto a la lesión sólo está claro que él rescató y protegió al funcionario agredido en la marcha, pero nada demuestra que Blanco le causara al policía algún daño”.
Los hechos ocurrieron el 22 de agosto, frente al Centro Lido. Había una manifestación de la oposición y el funcionario policial, Jonathan Bermúdez, fue acusado de estar allí como infiltrado. Las imágenes televisivas muestran a Richard Blanco haciéndole el abrazo del oso. Nadie agredió al policía. El 29 de agosto, a Blanco se le dictó la privativa de libertad. En cuanto a Bermúdez, no ha vuelto a aparecer.
En cuanto a la instigación a delinquir, la jueza Tellechea expone que el único elemento de la privativa es que Blanco dijo que llegarían con la manifestación hasta donde les diera la gana, “pero esa frase no instiga a cometer ningún delito, aparte de que llegaron hasta donde estaba previamente acordado”.
Nada. No hay caso. Blanco seguirá en Yare 3 en espera de la decisión del 37° de control, pues su abogado, Ramón Flores, pidió extensión de la cautelar otorgada al bachiller Julio César Rivas en el mismo expediente de la misma marcha. Y Julio César Rivas está libre, mientras Blanco ve pasar los días en una celda que, según dicen, registra 40 grados a la sombra.
Mientras, en el apartamento donde Richard Blanco está ausente, la temperatura se mantiene en unos 20 grados, gracias a los splits distribuidos por el inmueble.
Hace cuatro años, Manderley y Richard Blanco se mudaron al municipio Chacao, donde rentaron un apartamento de tres habitaciones (con la de servicio, que usan como depósito). Allí vive la pareja y la hija de ella, una liceísta de 14 años. Los dos hijos de él viven con la madre. No tienen descendencia en común.
-Por favor, ésta es una casa normal, donde se hace comida normal, todos los días –jura Manderley.
Nadie le cree.
En uno de los anaqueles de la cocina está una imagen minúscula de la virgen de la valle, al lado de una botella de vodka forrada de lentejuelas rojas, curiosa conchupancia que Manderley deshace de un zarpazo en cuanto advierte la arbitraria vecindad. “Es la muchacha que limpia, que me la movió”. En la barra del horno cuelgan dos pañitos blancos. Perfectos. “Son los de adorno, los de uso diario están aquí”. Y la dueña de casa abre una gaveta donde se encuentran en perfecta alineación los paños de cocina. Sobre el mesón que separa la cocina de la sala está la tabla de ajedrez, de mármol negro y rosado, de Richard Blanco . Está a la mano porque suele lugar con su hijo.
La sala está amoblada con dos sofás, uno de dos puestos y otro de tres, cómodos, nada ostentoso. El juego de sala de una familia de clase media. En una esquina hay un arpa, que nadie toca, pero que Richard Blanco, adorador de la música llanera, ha puesto allí porque le parece un objeto hermoso. Se trata de un ejemplar hecho por Eladio Pérez Chirinos en una madera color miel. En una mesita hay una foto donde están: Oscar Pérez en un extremo, Ledezma en el centro, y Richard Blanco, en la otra punta, todos con sus respectivas esposas. Todos en guayabera blanca. Fue tomada hace tres meses. El comedor repite el estilo previsible, siempre dentro de un rígido esquema de pulcritud. Las dos estancias se ven despejadas. Inconcebible que alguien haya dejado una revista a medio leer o el maletín con el perolero del trabajo.
No tiene ningún conveniente en mostrar su habitación. Arregladísima. La cama queen está vestida con edredón y faralaes. Las cortinas de tela metalizada y tul llegan al piso. Sobre la mesa de noche del preso político hay papeles, documentos, dos cargadores de teléfonos celulares, dos lapiceros, dos relojes de pulsera en sus cajas., un mini-reproductor de C.D., un teléfono fijo, un pote dencorub en aerosol “que él usa cuando ha caminado mucho y le duelen los músculos de las piernas”.
-Se echa su bañito y se pone el dencorub.
También hay un tarrito de limpiador de cuero para las chaquetas (“es un hombre cuidadoso del último detallito”), una lamparita de noche.
En la mesa de noche de ella, una lámpara a juego, una cajita para los zarcillos, una camándula, cremas de noche y de día, un perfume, n calendario y, en las gavetas, bisutería y maquillaje.
Frente a la cama hay una peinadora en cuya superficies hay un televisor de pantalla plana de 42 pulgadas. En la esquina del televisor cuelga un cristo de una gargantilla hecha con un cuerito. “Es de Richard, regalo de su hijo varón”. En la otra esquina hay un pote de insecticida, “porque a veces, cuando abro las ventanas “, dice Manderley, que desde hace un mes duerme sola, “entran mosquitos. Entonces rocío la habitación y espero un ato para entrar”.
Pegada al techo, una sencilla lámpara. En el piso, dos alfombras, una delante de la peinadora y otra delante del espejo -del piso al techo- que está junto a la puerta. En el tirador del closet hay dos trajes del preso político que su mujer ha ido a retirar de la tintorería esa misma tarde. ¿Por qué no los ha guardado? (Ya eso no me atrevo a preguntar).
A esa hora, Richard Blanco está en Yare III. Solo en su celda, que a las 9 y media se queda sin luz. Su mujer lo visita los jueves. Hay visita los martes y los jueves. Los martes va la familia, los hijos; y los jueves es cuando hay, ya sabes, la visita de la señora. Una cosa tremenda.
-Le llevo ropa, franelas, bluyines, toallas, todos sus efectos de aseo personal, revistas, prensa. Le llevo comida. Cachitos en bolsitas, quesos en rebanadas forrados, galletas.
Richard Blanco es magallanero. Y muy creyente. “Fue seminarista”, dice Manderley, “y con mucha frecuencia habla de esa experiencia. Reza todas las noches. En un murmullo”. Manderley debe reprimir el llanto cuando habla del preso. “Es muy inquieto. Se levanta muy temprano y se va a trabajar. Y en su trabajo no para. Ahora, cuando lo veo en la cárcel, habla conmigo y no deja de mover una pierna”.
-Ay, si llegara en este momento –suspira, secándose las lágrimas-, las correría a ustedes de aquí, le prepararía un buen baño, le haría unas arepitas con carne mechada y aguacate, y después lo dejaría dormir. Después lo abrazaría y le daría muchos besos.