El mapa del tesoro
A propósito de los 25 años de la reinvención de la Biblioteca Nacional
Milagros Socorro
Con frecuencia recuerdo -y ya se puede afirmar que también lo pregono- que soy una muchacha con pasado, con pasado rural para ser exactos. Mis primeros quince años transcurrieron en Machiques, pequeña población del Zulia que suena por ahí cuando los productores de leche la arrojan a las veredas en señal de disgusto ante los precios regulados por el Estado (también aparece, un microsegundo, en la retahíla topográfica esgrimida por una empresa de telefonía celular para ilustrar lo remoto de sus alcances). Vengo pues de un lugar apartado en el sentido más literal: todo se apartó de mi pueblo, todo lo que no fueran tristes chismes; pequeñas rencillas de amas de casa que dirimían sus querellas asomando las fieras cabezas sobre el borde del bahareque; pálidas tragedias y niños muertos. Un lugar donde los anocheceres no “se ciernen” como ocurre en casi todas partes sino que se abaten como una plancha de espesa oscuridad sobre un universo minúsculo erizado por el rumor de radios mal sintonizados y ventiladores de techo sostenidos milagrosamente por tornillos que chirrían con medio cuerpo afuera.
Un pueblo, cuando no es suizo y lo retozan las ovejas en los almanaques, es un horror. Y no estoy dispuesta a negociar esta convicción labrada con fuego desde que a los tres años y medio me acometió el Espanto del Crepúsculo, horrible sensación que algún manual de psiquiatría debe tener bien documentado. Se trata de una inquietud, un helado sobresalto que ronda como un gato enfermo hasta que se lanza sobre la garganta del aquejado y lo doblega. Esto ocurre cada día alrededor de las seis de la tarde cuando las luces se deshilachan y un tropel de insectos acude a hacerle la corte a los bombillos. Esto puede matar, debe haber matado a unos cuantos. Yo soy una sobreviviente del Espanto del Crepúsculo, uno que por años no pude conjurar porque en aquel pueblo hundido por un accidente del terreno no llegaba ni la señal televisiva. Pero un día llegaron dos monjas.
Un día llegaron dos monjas a canjear una limosna por un libro. Tocaron el timbre, soltaron su discurso y al cerrar la puerta tras ellas mi madre venía con un delgado volumen de tapas desteñidas. Yo andaba por los días de mi Primera Comunión así que un poco de proselitismo católico no me venía mal. Aquél fue mi primer libro, el primero que leí completo, de un tirón, no a cuentagotas como se transitan los textos escolares. El título lo he olvidado y también la trama pero conservo con bastante frescura la excitación que me producían las peripecias de dos niños perseguidos por su fe, aquel carnaval de crueldades organizado en torno a dos carajitos neuróticos. El relato de las torturas infligidas a unas criaturas cuyo delito era dar testimonio de su amor a Dios con la misma tozudez con que yo armaba pataletas para que me dejaran ir vestida con traje de piqué y armador, me conmovía y movilizaba en mí ese cierto goce morboso con que todavía me acerco a la lectura. Si el trato con los libros es en mí un hábito eso de lo debo a las dos damas así trajeadas que un día vinieron a solicitar una dádiva a la puerta de mi casa, la retribución que ofrecieron me mostró el único camino que aun vislumbro como antídoto para el Espanto del Crepúsculo. Hasta que un día se me terminó el libro por tercera vez y me di de frente con otra revelación: un libro es un ser desolado en busca de su plural.
El libro sólo encuentra su sentido en un entorno tribal. El libro debe ser otros libros; muchos, preferiblemente. Y la oferta de mi casa se agotaba en cuanto triscaba lo que me interesaba de la Selecciones del Reader Digest y la Buenhogar. En mi pueblo, a decirlo de una buena vez, no había una biblioteca. Pero los niños mártires me habían inoculado el arrojo del terco precoz: a las seis de la tarde en punto yo debía tener un libro en la mano si no quería ser pasto del voraz monstruo de las tinieblas. Fue así como me di al saqueo de los anaqueles de los vecinos, uno de los cuales tenía la seguidilla de Mika Waltari: Sinuhé el Egipcio, Marco el Romano… aventuras e información, todo mezclado y servido en unas páginas que podía manosear en cualquier momento. El catálogo del Círculo de Lectores ocupa, gracias a mis vecinos, un lugar especial en el mapa de mis afectos intelectuales; de allí espigó mi madre el título que un día me regaló, Mujercitas, de Louise May Alcott, y que leí tantas veces que llegué a convencerme de que la historia de Jo, la más feúcha de las hermanas March pero lectora empedernida era mi propia historia sólo que trasplantada a un lugar donde se sucedían las estaciones y el padre faltaba porque estaba en la guerra. El cordel de mis lecturas seguía el curso de “lo que hubiera”, “lo que encontrara”, “lo que me topara por ahí”. Hasta que un día llegó una institutriz a mi vida.
La institutriz se llamaba Jane Eyre y su encendido corazón palpitaba en la más conmovedora novela que se haya escrito jamás. Desde luego que seguí leyendo recetarios de cocina, novelas “condensadas” en revistas, cuentos de hadas y suplementos de Archie, todo a dos manos, pero después de trasegar la ficción de Charlotte Brontë, la muy apasionada historia de una niña que se levanta de la orfandad y la pobreza para correr al encuentro de su destino y que ese relato me fuera instilado a través de la voz insuperable de la inglesa que me hablaba desde el siglo XIX, ya no volví a ser la misma y, definitivamente, no volví a leer de la misma manera. Tenía entonces doce años y ya sabía lo que quería hacer en la vida: salir de mi pueblo y escribir como Charlotte Brontë, en ese orden. Después he ido sabiendo que por más que me aleje nunca saldré de mi pueblo porque me habita por completo, porque habla en mi acento y camina en mis tobillos, qué voy a hacer. Más dramático ha sido comprobar que nunca escribiré como la hija de un predicador inglés sino como la primogénita de un criador de vacas perijanero que parece andaluz por lo chusco y lo cantaor. Se hace lo que se puede.
Los libros fueron cayendo de los estantes universitarios, de las colecciones de los amigos, de las listas “ineludibles” que me hacía mi entrañable maestro, Sergio Antillano, del fogonazo de las máquinas fotocopiadoras… y por ahí seguí sin contar demasiado con la oferta fornida y lujosa de una biblioteca pública bien organizada. Hasta que un día, en 1992, hube de escribir un reportaje sobre el traslado simbólico de los restos de Guacaipuro al Panteón Nacional. Eran, como siempre, seis cuartillas para mañana. ¡Carajo! de dónde saco información sobre el indio más alzao de todos cuantos somos, y de dónde datos sobre el mausoleo del procerato venezolano… Pues de la Biblioteca Nacional, sugirió alguien que pasaba cerca de donde me estrujaba la cabeza en mi rincón de la redacción del diario El Globo. Marqué un teléfono y hete aquí que alguien contestó, alguien que incluso tenía nombre y decía que sí, que cómo no, que qué necesitaba yo, que a qué fax me lo podían mandar. Me había comunicado con Rita Parada, en el departamento de Referencias de la Biblioteca Nacional, y una hora más tarde el fax de El Globo exhalaba dos metros de papel impreso con la información que yo precisaba. Alemania, pensé yo, Japón, Suecia… y mientras buscaba una metáfora cabal que abarcara aquella inopinada eficiencia, el demonio me pellizcaba el alma: este dato no se lo doy ni a mi madre ¿para qué? ¿para que me echen a perder este paraíso de los reporteros atrafagados? Ni de vaina. Y no lo he hecho, no demasiado. Para decir la verdad, todavía no me lo termino de creer y eso que Rita y sus muchachas se han cansado de mandarme chuletas para sazonar mis entrevistas, mis reportajes, mis crónicas y hasta mis esquelas de amor. No me convenzo ni siquiera cuando me preparan bibliografías, en tres días, donde aparecen uno tras otro los títulos atesorados por ese formidable archivo con respecto a tal o cual asunto.
La voz de Rita y las de los otros ángeles -que me toleran con una paciencia que confundiría a los testigos haciéndolos pensar que soy accionista mayoritaria de la Biblioteca Nacional- es mi principal vínculo con esa institución. Por alguna razón he venido posponiendo la ocasión de mi verdadero y definitivo encuentro con esos pasillos rebosantes de historias, de datos, de cabos de cuerda con los que terminaré tejiendo algunas versiones sobre mi país. Como tantas otras cosas, ese día llegará.
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