La nana del trasantlántico

La nana del trasatlántico

 Milagros Socorro

 Llega el momento en que una se convierte en experta evaluadora de apartamentos para alquilar. Además del número de habitaciones, yo tenía una lista de requisitos que incluían la luminosidad del inmueble (mi natural melancólico no me permite habitar un espacio sombrío), la ubicación externa del ducto de basura, una cocina espaciosa y, sobre todo, que estuviera frente al lago de Maracaibo. Este imprescindible factor fue el que me llevó a firmar el contrato de arriendo a pocas horas de visitar el apartamento donde vivíamos cuando nació mi único hijo, en marzo de 1989. Poco me importó el hecho de que las fachadas del edificio estuvieran en un estado calamitoso, desaliño atribuible justamente a la vecindad con el gran estuario cuya salinización mortifica a los maracuchos, siempre nostálgicos de la época dorada de su lago, cuando podían bañarse en sus riberas, lavar la ropa y hasta llevar el agua en cubos para sus casas.

Cuando venían a conocer mi nueva casa, mis amigos entraban comentando los lamparones que afeaban el paredón frontal. Y se quedaban mudos cuando los conducía hasta el balcón donde podía verse el lago, el Puente Rafael Urdaneta y, si tenían suerte, el ingreso de los enormes buques tanqueros. Entonces cambiaban súbitamente de perspectiva y aceptaban que yo me había mudado a lo más parecido a un palazzo veneciano.

Una circunstancia bendita auspiciaba semejante emplazamiento y es que el edificio estaba en la calle que da de frente al lago (no en la que lo bordea), de manera que el balcón de las admiraciones se abría al humedal; no como los de los edificios construidos en su orilla, diseñados, invariablemente, para que sus fachadas den hacia la vía, ofreciendo sus espaldas al lago. El avatar prodigioso consistía en que no había ninguna torre entre nosotros y el lago, puesto que el terreno de enfrente servía de estacionamiento para los trabajadores que cada mañana se embarcaban para trasladarse hasta El Tablazo.

 En ese edificio, y cuando mi bebé tenía un par de meses de nacido, terminé de escribir mi primer libro de relatos. En las mañanas, después de alimentarlo, lo vestía “con ropas de trabajo” y nos trasladábamos los dos a mi estudio. Lo acomodaba en mi regazo y comenzaba a teclear, siempre con la puerta abierta para escuchar el bufido que anunciaba el desfile monumental de los buques de gran calado. Entonces cogía a mi hijo en los brazos y así, como bailarines de una romántica melodía tropical, nos deslizábamos hacia el balcón. Mi estudio quedaba perpendicular con la terraza, de manera que nada más salir al pasillo se veía la mole de acero entrando por la barra. La proa se incrustaba en el rectángulo de luz de la balconada y el corpachón de la embarcación llenaba todo el horizonte. Podían verse las barandas del puente y las banderas, sueca, holandesa, panameña. Su canto de ballena se punteaba con los cornetazos de los automóviles; parecía que el inmenso barco estuviera avanzando por una avenida muy cercana. Y al concluir su paso, nos quedábamos mirando la estela como si una gran diva del bel canto acabara de abandonar el escenario arrastrando un chal de encaje.

 La visión, que al disiparse se convertía en el recuerdo de algo irreal, me predisponía a la ficción narrativa. Con frecuencia me preguntaba si algún marinero rubio se habría asomado por un tragaluz y habría visto a una mujer sosteniendo un bebé que se revolvía, urgido de regresar a un reposo sin resoplidos de cuerno trasatlántico.

La estampa de la madre que susurra en los oídos de su cría una nana portuaria que describe la irrupción de un barco en su ventana, debe ser común para los marineros que han llegado al puerto de Maracaibo desde 1581, cuando, a sólo siete años de su refundación, se establecieron allí oficiales reales para el cobro de diezmos y penas de cámara. Según dice el Diccionario General del Zulia, “en 1607, Maracaibo era uno de los tres grandes puertos de la Gobernación de Venezuela, con La Guaira y Coro, adonde llegaban barcos de España y Canarias, se comerciaba con Cartagena, Santo Domingo, Puerto Rico, Margarita y Cumaná, pagándose almojarifazgos de salida y entrada, además de comunicaciones lacustres con Moporo, Gibraltar, Puerto Zulia y el embarcadero de La Grita, siendo una encrucijada de rutas lacustres con marítimas.”

Su posición, de entrada y salida del lago -y, por tanto, brazo de unión entre el mar Caribe y las poblaciones andinas- predispuso al puerto para convertirse en importante plaza mercantil y hervidero cultural. Por eso, cuando Maracaibo era todavía una aldea grande, ya tenía un tráfico lacustre muy ajetreado y en sus riberas flotaba siempre un perfume de café y cacao. Un trabajo realizado en 1991 por el Instituto de Investigaciones de la Facultad de Arquitectura de la Universidad del Zulia, recuerda que en 1883, Maracaibo “era un puerto de cabotaje y trasbordo de materias primas que tenían como destino final los puertos de Hamburgo, Nueva York y Ámsterdam. Para 1939, la ciudad contaba con 24 casas de comercio, tres posadas, una confitería, 13 fondas, nueve boticas, siete bodegas, 126 pulperías, nueve barberías, siete panaderías, cuatro agencias funerarias, tres sombrererías, cinco sastrerías, nueve herrerías, seis platerías, una velería una máquina para extraer aceite, nueve zapaterías, dos alfarerías, tres fábricas de cigarrillos, dos ebanisterías, tres imprentas, seis tenerías, dos jabonerías y una fábrica de fósforos. Y también un astillero donde se construían y componían los buques” (era la época de las piraguas y los buques de vapor).

No es de extrañar, pues, que en 1879 se fundara la Maracaibo Telephone, que en poco tiempo ya tenía instalados 275 aparatos telefónicos y una central; que en 1884 se inaugurara allí el primer tranvía, que era de tracción de sangre (en 1991 se sustituiría por uno eléctrico); que en 1886 se fundara el ferrocarril de La Ceiba, que conectaba al Zulia con los estados andinos; que en 1870 se encendieran en las esquinas los primeros faroles de kerosén; y que en 1888 brillara por primera vez la luz eléctrica, con 213 globos de cristal. Es una aptitud para adoptar lo nuevo que se explica por la configuración mental tallada por el cincel de tan importante puerto.

En 1920 ya la explotación petrolera era intensa, por lo que el paisaje del lago se colmó de torres de extracción y de buques cargueros, como ésos que ven, incluso antes de abrir sus ojos, los recién nacidos que han tenido la suerte de descender de una perita en materia inmobiliaria.

 

 

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