Pasión y muerte de la Perla negra / Revista Imagen 1998

Pasión y muerte de la Perla Negra
Milagros Socorro


Revista Imagen, junio-agosto de 1998

Marucha Henríquez, «La Perla Negra». Escúchela cantando Ahora que eres mía
Marucha Henríquez se relata a tres voces —la suya, llena de humo y destierro—, desnudando, a un aliento de distancia de la muerte, la certidumbre de que su vida no daría ni para un bolero de segunda.

 



He encontrado la forma de sobrevivir a este infierno de humo, de hombres vociferantes, de mujeres trasnochadas (de mi propio trasnocho). Cuando el humo se me atasca en la garganta y los pérfidos vapores del perfume barato que aquí se respira amenazan con ahogarme, pienso en mi infancia en Puerto Cabello. Me basta con cerrar los ojos y evocar la tibia brisa que viene del mar en mi pequeña ciudad para planear por sobre las parejas que aún se sostienen de pie esta madrugada más a empellones que unidas por la danza. Cuando tenía diez años soñaba con los grandes escenarios. Mi madre, que sabía mi secreto, me decía que los Henríquez somos errantes, que venimos vagando desde Egipto, desde hace muchos siglos, que apenas ayer habíamos llegado a Puerto Cabello desde Curazao y que nada me impediría llegar a donde yo quisiera… incluso a Nueva York. Mi madre. Hace tanto que no la veo. Qué no daría por escucharla otra vez susurrando fórmulas de buen augurio en mi oído mientras me escarmenaba el cabello.

Aldemaro Romero: «Pianista y cantante del más legítimo talento musical, Marucha Henríquez fue una portuense de excepción, una que campeó con el rango de fulgurante estrella en los escenarios venezolanos y de la América, con un mensaje vocal y pianístico paralelo al de las más grandes divas de su tiempo. Su muerte trágica y apresurada en Nueva York nos robó, cuando estaba en el apogeo de su carrera, a una de nuestras artistas más cálidas y una de nuestras mujeres más valientes y admirables».

Si mi madre estuviera aquí ahora. Bueno, no aquí, éste no es lugar para ella. Me refiero a que si pudiera verla dentro de unas horas, cuando llegue a mi cuarto al amanecer, le rogaría que me hablara en papiamento, esas pocas palabras que aún conservamos y que sacamos a relucir para endulzar nuestras confidencias, para suavizar las penas. Pero me alegro de que no esté aquí, que no me vea en este antro y no la espante la hinchazón de mi cara, la escualidez de mis manos donde las venas han comenzado a sobresalir. Prefiero que me evoque jovencita, sentada al piano junto a la ventana de nuestra casa frente al Cuartel San Carlos, recibiendo las clases del maestro que ella misma contrató para mí. Qué no daría por levantar la mirada de las teclas y verla pasar, blanca y silenciosa, de una habitación a otra.

Aldemaro Romero: «Cantante y músico de desbordante talento natural, Marucha tocaba el piano con soltura y cantaba sus canciones populares con calidad de solista y voz de mezzosoprano. Muy joven llegó a Caracas y casi inmediatamente se integró a la farándula de la capital para codearse con las que entonces eran divas de la canción. Es así que su nombre se inscribió rápidamente en el gusto del público, al lado de los de Graciela Naranjo, Elisa Soteldo y Olga Castillo, estrellas consagradas ya a través de la radio, la plataforma musical más importante de aquella época».

Me arden los ojos. Esta noche el humo parece más espeso y más ácido el olor a sudor. Algo ocurre hacia el fondo del salón, algo que no alcanzo a ver con claridad. Aunque hay poca gente (cada vez la clientela se hace más rala) he podido notar que los negros sentados en las mesas pegadas a la puerta lucen inquietos y más toscos que de costumbre. Estarán esperando que sus amigas terminen la ronda de la noche para arrebatarles sus centavos a bofetones. Quién lo diría, yo, que pisé Harlem tras la pista de Billie Holiday y Hazel Scott (pensaba que si las veía de cerca y se rozaba con la de ellas mi falda, me impregnaría de sus enigmas y me convertiría en la mejor bolerista del mundo, ¿te imaginas?, mi voz, mi talento, mis resacas, mis muchos malos hombres, todo puesto a remojar en la miel que destila de la voz de Mahalia Jackson. Ni en Cuba hubieran encontrado una como yo) por fortuna tengo sus discos, sólo ellos me consuelan de su ausencia en estas calles mientras la vía se satura de alcahuetes y putas asmáticas.

Graciela Naranjo: «Perla era lo que se dice una negrita fina, o sea que su piel se veía siempre como tostada y sus rasgos eran delicados. Era una mulata clara. No muy alta, de contextura apretada (de suave musculatura) y un cabello negro, muy lindo. Tenía la boca pequeña, muy pequeña, y un diente montado que le daba un aire gracioso a su sonrisa. Siempre se estaba pasando la mano por el bozo porque transpiraba mucho: era muy vital. Era muy bonita y muy alegre. La conocí en el año 34, cuando llegó a la Broadcasting Caracas (hoy Radio Caracas) y convenció a todos por su talento y particular estilo. Era su primer trabajo. Cantaba precioso y se acompañaba al piano con gran eficiencia. También me acompañaba a mí y a otros cantantes. Ya para el año 39, era artista exclusiva de Radio La Esfera (lo que después sería Radio Continente), una emisora que funcionaba de Padre Sierra a Muñoz, en los altos del diario La Esfera. Ahí trabajábamos las dos, formando un dueto muy popular que se llamó Las Dos Perlas. Ese año grabamos dos canciones en una pasta de aluminio que fue a tener a la Odeón, de Buenos Aires. De un lado estaba la voz de Perla cantando «Ahora que eres mío», del cubano Emilio Jurí, que era novio de ella; y del otro, mi grabación de «Solo contigo», de Chucho Martínez Gil, que era novio mío (novio de antes, por cierto, no novio de ahora). A vuelta de correo nos enviaron un contrato por dos años donde nos ofrecían un salario de 45 dólares, y centavo y medio por cada disco vendido. Pero no firmamos porque ella no quiso, le pareció muy poco. Y yo no pude hacerlo porque el contrato venía a nombre de las dos. Fue una lástima, nos hubiéramos hecho famosas en toda América».

Llega un momento en que no se sabe si esa imagen que vuelve a cada rato es un recuerdo, un pedazo de película, el jirón de un relato mal contado cuando ya nos caemos de borrachos… El caso es que con mucha frecuencia veo a una mujer caminando en la noche por unas empinadas calles de piedra. Ella usa tacones altos y son tan resbaladizas las aceras que tiene que aferrarse a las ventanas para llegar a la próxima esquina. La mujer ha salido de una emisora de radio y parece que se encamina a una reunión importante porque lleva un modelo de Ketty Miriam, o de la Galería Parisienne. ¿Quién es esa mujer? Podría ser Graciela, mi amiga, tan querida, podría ser yo misma, sólo sé que la visión lleva zapatos de cabritilla hechos a mano y ni se molesta en mirar por encima del hombro para ver si alguien la sigue.

Aldemaro Romero: «Marucha era de carácter jovial y desenfadado, libre de prejuicios y convenciones, condiciones que le abrieron paso como prima donna de cabarets en los pocos escenarios noctámbulos caraqueños de los cincuenta, donde era de rigor la presencia y actuación profesional de anfitrionas de la nocturnidad. Un caso en cuestión era el cabaret Yumurí, propiedad de Pedro Tagliafico, en el espacio que fue del Teatro Olimpia, cuyo jefe de sala era Marcos Sarzalejo y cuyo director musical era el violinista maracucho Ulises Acosta. Otro, el night club La Ruca, establecido entre las esquinas de La Bolsa y Pedrera, que adornaba su ambiente de mercenarios con el expediente presuntuoso de un director social tocado de smokingblack tie: el elegantísimo Pepe El Chileno, de tan finos modales y solturas que recordaba al protomafioso actor de cine George Raft. Fue durante esa tenurecuando Marucha se unió al famoso cantante y guitarrista cubano Manolo Monterrey para formar un dúo que disfrutó de la máxima nombradía y éxitos posibles en la Caracas de entonces: La Perla y Manolo».

Graciela Naranjo: «Poco después de rechazar la oferta de la disquera argentina, Perla comenzó a viajar por el Caribe, Suramérica, Centroamérica y los Estados Unidos. Venía a ver a sus familiares y volvía a irse. Tuvo mucho éxito en esas incursiones internacionales pero también tuvo muchos reveses que le costaron gran sufrimiento porque Perla, en realidad, era una muchacha ingenua. Se ilusionaba enseguida y solía enamorarse de hombres blancos que la engañaban o la maltrataban. Una vez se fue a Colombia con el trío de Johnny Rodríguez, se enamoró de uno de ellos y en algún momento la dejaron abandonada en Bogotá. Logró irse a Cuba y ahí se casó con un hombre que trabajaba en el circo. El tipo la golpeaba por rutina hasta que se le pasó la mano y en una golpiza le malogró su único embarazo. Después de perder a sus morochos, nunca volvería a quedar en estado. En Caracas se enamoró del cantante cubano Pepe Acosta, que murió en la indigencia, destruido por el alcohol y la droga. Y quién sabe con qué clase de elemento andaría cuando le ocurrió esa tragedia en Nueva York».

Era feliz y no lo sabía. Si alguien hubiera venido a decirme: mira, negrita, tú eres la muchacha más feliz de Caracas, me hubiera reído en su cara. Pero era verdad. Por años me pagaron 50 bolívares semanales en la radio y encima exigían exclusividad. No logro acordarme de los seudónimos que me inventé para cantar en varias emisoras sin que me descubrieran… Violante Cristal… creo que era uno de ellos. Cruzaba la ciudad arrastrando aquellas carteras inmensas que solía usar, canturreando boleros y sosteniendo la mirada de los insolentes patiquines caraqueños. Qué no daría ahora…

Aldemaro Romero: «En cierto momento de su carrera La Perla Negra viajó a Puerto Rico para actuar en los hoteles de esa isla. De allí regresó a Caracas casada con un puertorriqueño llamado Edwin Marini, quien era declamador diletante y aspirante a productor de programas de radio. Por esos mismos tiempos Marucha grabó su primer disco como solista, con arreglo y acompañamiento de Aldemaro Romero, ejecutados por una orquesta constituida con los mejores músicos de aquel momento caraqueño. Las dos canciones que entonces se grabaron, «Resignación» y «Ya llegó», eran de la autoría del pianista cubano Luis Cárdenas. La grabación se realizó en un incipiente estudio situado en los altos del Teatro Nacional (esquina de Cipreses) y se publicó, como se estilaba entonces, en un disco de 78 rpm, impreso en shellack, material muy frágil con el que se hacían los llamados genéricamentediscos 78.

En el año 52, me mudé definitivamente a Nueva York, en la convicción de que toda la ciudad era limpia, fragante y discurrida por correctos ciudadanos en abrigos impecables. Había cantado mucho en Caracas, en Bogotá, en Lima, en Santiago de Chile, en San Juan, en La Habana. Estaba cansada de los hombres que encontré en cada ciudad, de sus desplomes y de sus abandonos. Estaba harta de que mi vida fuera más tumultuosa que el más desgarrador bolero de mi repertorio. Quería otra cosa. Así que vine aquí y fui contratada por la RCA Victor, para grabar algunos discos sencillos, que fueron editados en formatos de 78 y 45 revoluciones. Coincidí con Aldemaro Romero y bajo su dirección grabé «En la soledad», de Chucho Sanoja (grabada después por Alci Sánchez, para la RCA). Todo parecía que iba a funcionar, que mi errancia iba a terminar y que por fin sería la gran artista que soñamos mi madre y yo mientras me acicalaba en Puerto Cabello. No sé qué pasó. Sería esa maldita tendencia mía a creer que mis caricias pueden salvar a un hombre del infierno que ha escogido para habitar. Quién sabe.

Graciela Naranjo: «En el año 59, yo esperaba mi turno para salir a hacer de maestra de ceremonias, abrí el periódico y vi la noticia: «Asesinada en Harlem Marucha Henríquez, La Perla Negra». No podía creerlo. A duras penas leí la información para enterarme de que unos pistoleros habían entrado a robar al sucucho donde ella trabajaba tocando el piano y en la balacera fue alcanzada por el disparo que la mató.

No hay quien entienda este barullo. Mi cabeza ha dado contra las teclas del piano y todo el humo del mundo se ha concentrado en mi tráquea. No puedo respirar. Siento que me duermo y en mi pesadilla descubriré que la historia de mi vida es tan sórdida y banal que no daría ni para escribir un bolero de segunda.

Aldemaro Romero: «En Nueva York concluyó Marucha su carrera y su vida. De su muerte injusta, violenta y prematura fue culpable su amante de turno, un percusionista mediocre y malvado que la introdujo a la sordidez de las drogas. La Perla Negra murió asesinada en un bar de Harlem, como Chano Pozo, en medio del infierno y avatares de los drogadictos».

Tampoco habrá nadie que cante este ínfimo bolero de olvido y destierro.

 

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