Una chispa en el subterráneo
Milagros Socorro
En la panza de Caracas está palpitando la frustración. La ciudadanía ha sido engañada demasiadas veces. Maltratada con saña. El Metro de Caracas, que era escuela de ciudadanía, espacio donde cada quien sacaba lo mejor de sí mismo, ahora es pastizal de crueles atropellos, arrabal de rateros y escenario de un pésimo servicio que se ceba contra la masa trabajadora. Cansados ya de que los andenes y vagones sean remedo de las bodegas de los barcos donde embutían a los esclavos para su travesía de vómito y lágrimas, los usuarios han dado muestras de que allí podría prender la chispa que incendie la pradera. Esa que cada tantos años remueve los cimientos del poder en Venezuela.
Por eso, porque nada temen tanto los encumbrados como la ascuas que se incuban en el descontento de las mayorías, se han destinado casi mil efectivos policiales y militares “para resguardar el Metro de Caracas”. Todos sabemos que, en realidad, esos uniformados estarán allí para defender al régimen de la ira de la gente. Una tarea fallida de antemano, porque la única manera de evitar que vuelva a producirse el conato de insurrección de este lunes es que se preste un buen servicio. De lo contrario, ni el ejército aliado en la playa de Normandía podrá contener una indignación cuyas raíces son ya muy hondas.
Quien haya usado el Metro de Caracas en los últimos años, habrá sido testigo de esos sucesivos frenazos cortos que, sin explicación aparente, registran los vagones. También habrá comprobado que un trayecto que en el pasado duraba 15 minutos, ahora toma media hora o más. Y no han faltado los viajes en que, de pronto, el tren se detiene, las luces se apagan, pasa un rato sin que nadie dé explicación, y luego echa a andar de nuevo. Los más aprensivos deben haberse paseado, temblorosos, por la posibilidad de que el tren pudiera paralizarse entre dos estaciones. Que no haya luz. Que falte el aire. Que suba la temperatura. Que, pasados los primeros minutos, alguien grite por allá, una mujer embarazada se desmaye más acá, un anciano gima a punto de desmadejarse, los niños empiecen a llorar. Que se desaten los gritos, los resuellos por asfixia. Que en el pandemónium destaquen las expresiones violentas. Que la ola humana comience a agitarse, amenazando con aplastar quienes se encuentren cerca de las paredes. Que los apretujados pasajeros no encuentren vía de escape. Que pase el tiempo. Que no se active ningún operativo de contingencia, de salvamento, ni de seguridad. Que pase media hora en el cautiverio y nada indique atisbos de liberación. Que se cierna la certeza de que nadie va a ayudarlos, que van a morir allí, bajo toneladas de concreto. Que ese vagón donde ya flota el olor ácido de la angustia será la propia tumba, así como la de esos infelices que ahora claman al unísono.
Eso sucedió el lunes 12 en la mañana. Centenares de personas quedaron atrapadas en los vagones cuando una falla eléctrica en la estación Palo Verde generó dificultad de tracción en los trenes de la Línea 1, cuya instalación eléctrica es la misma de su inauguración por el presidente Herrera, en 1983. Fue el resultado del mismo entramado que está destrozando el país: desinversión, falta de mantenimiento, sustitución de personal gerencial competente por franelas rojas, corrupción administrativa, indolencia, insensibilidad frente a la destrucción del patrimonio nacional. Una emergencia que debió atenderse en los primeros 5 minutos llegó hasta 45, cuando los pasajeros optaron por la evacuación mediante iniciativa propia, rompiendo puertas y ventanas de los vagones y lanzándose a un lado de los rieles, o por intervención de los bomberos, convocados por los mismos usuarios con sus teléfonos celulares.
Si esto fuera poco, al emerger a la superficie, sin resuello y furibundos, fueron reprimidos por militares. En la estación Propatria, testigos presenciaron el momento en que la Guardia Nacional (GN) apuntaba a una niña de cuatro años, frente a sus familiares, para amedrentarlos y que cesaran en sus airadas protestas. Hubo, desde luego, otros abusos. Las autoridades tardaron más de una hora en hacerse presentes. Y, poco después, aquel Himalaya de solvencia intelectual y honorabilidad que es el diputado Mario Isea (sí, el del magnicidio) atribuyó el vía crucis de la gente a “acciones desestabilizadoras”.
Lo más terrible es que nada indica que el episodio del lunes no volverá a repetirse. Por el contrario, el deterioro, la lenidad, las tropas, todo está dispuesto para una reedición de desenlace incalculable.
El Nacional, 18 – 07 – 2010