Milagros Socorro
Antes de inscribirse en el concurso de Miss Venezuela, Bárbara Palacios trabajaba en la agencia de publicidad Corpa, donde hacía un poco de lo que fuera, y una de las tareas que prefería era el manejo de las cámaras de video donde hacía registros de los modelos que venían a hacer pruebas. Es de suponer que en la observación de los profesionales y de los figurantes, Bárbara habrá extraído importantes aprendizajes de los errores y aciertos de los demás. De otra manera difícilmente se explica el aplomo e intuición con que inició su propia carrera cuando aún no tenía dieciocho años.
Cuando Barbarita dejó deslizar por su pecho la banda de Mis Trujillo 1986 era casi una niña y, desde luego, una novata, pero tenía los atributos que la llevarían muy lejos en su itinerario como reina profesional y, sobre todo, como mujer de negocios, desempeño que le ha valido el éxito y altas cifras en sus balances bancarios. Pero en la época en que llegó a la quinta Miss Venezuela a inscribirse en el certamen, no era más que una niña bonita, muy delgada y espigada, dueña de, lo que llaman en ese medio, “un porte de reina”, esa forma de estar un poco teatral que en su caso debe venirle de sus padres, ambos actores.
En los primeros ensayos el nombre de Miss Trujillo 1986 era difundido por los altavoces con su fórmula legal: Bárbara Pérez Hernández, heredada justamente de Ambrosio Pérez, verdadero nombre del madrileño Jorge Palacios, su padre, y de su madre, María Antonia Hernández, oriunda de las islas canarias y conocida en Venezuela como Bárbara Teyde. Allí se inició el proceso de transformación de la joven empleada en una rutilante estrella: la chica Pérez se convirtió en la señorita Palacios Teyde, una auténtica belleza que desde el principio apostó al triunfo no tanto por su cara bonita –que la tiene, y mucho- como por su indeclinable tesón, su excepcional disciplina y una inmensa motivación al éxito que encuentra apoyo en una astucia muy tempranamente desarrollada.
En aquel tiempo Barbarita vivía con su abuela materna en un modesto apartamento ubicado en la esquina de Balconcitos de la avenida Baralt. Y no falta quien asegure que la brillante mariposa que pasea impecable por los grandes escenarios del mundo, es hechura de esa abuela que la acogió en su casa cuando sus padres se divorciaron y decidieron que lo mejor para la única hija de la pareja era irse a vivir con la dulce isleña que, de paso, la mantendría al margen de los peligros de la farándula (después quedaría comprobado el blindaje de Barbarita frente al entramado de murmuraciones y pequeños escándalos que suelen menudear en ese medio).
El dinero no es que sobrara en el hogar compuesto por la señora Hernández, propietaria de una cervecería que estaba al lado del cine en Higuerote, y su nieta. Pero siempre lograban llegar a fin de mes con cierta holgura. Para la fecha en que Barbarita ingresa en el Miss Venezuela ya estudiaba en el Instituto de Nuevas Profesiones la carrera de Mercadeo y tenía un empleo que le permitía sufragar sus gastos. En cuanto al concurso, muy pronto demostraría la reciedumbre de su carácter y su férrea determinación a alzarse con la corona aunque tuviera que arrebatársela de un zarpazo a la bella rubia María Begoña Juaristi, quien había llegado del Zulia con actitud de ganadora.
A la hora de diseñar un vestido para ella, el modisto Meliet se topó con la dificultad que representaban los excesivamente caídos hombros de Barbarita. Uno tras otro los bocetos del talentoso francés fueron rechazados por la concursante, hasta que un una noche, pasadas las once, Miss Trujillo recibió una llamada. Meliet había dado con el diseño perfecto para ella. Y Barbarita se encaminó al atelier del costurero después de haber pasado una agotadora jornada de ensayos y ejercicios físicos. Hasta las tres la mañana estuvo sometiéndose a las pruebas de una magnífico traje azul turquesa que subrayaba, en vez de ocultar, las líneas de sus hombros, se ajustaba a su esbelto cuerpo y adornaba el escote con un par de libélulas. Fue el mismo que Barbarita usó en el Miss Sudamérica de ese año y con el que también sería coronada Miss Universo 1986, en Panamá.
En el Istmo Bárbara Palacios dejó entrever que no se parecía en nada a las tontas que exhiben su ignorancia y nerviosismo en la recta final de los certámenes. Al ser interrogada con respecto al eslogan que ella propondría para la promoción de ese país centroamericano como destino turístico, ella, sin titubear, propuso: My name is Panamá. Y el público ya no tuvo ojos para otra participante.
Al término de ese año como Miss Universo, Palacios redactó una tesis sobre su propia creación como producto publicitario para graduarse en el Instituto de Nuevas Profesiones; y dio los últimos toques a la pulida imagen que exhibe hoy en la que no quedan rastros de aquella muchacha avecindada en el centro de Caracas.
En la actualidad Bárbara Palacios es imagen, para el público hispano, de firmas como Revlon yla Telefónicade Nueva York; tiene su propia tiendas de joyas semipreciosas; y no quiere saber nada de aquel retrato que le hiciera el artista Memo Vogeler, en 1986, donde ella aparecía con el cabello mojado y el rostro tan desprovisto de maquillaje que se veían, hermosas y conmovedoras, las tres cicatrices dejadas en su mejilla izquierda por una mascota de la infancia. Ahora se presenta como la mujer remota y sin tacha: una esfinge sobremaquillada que se construyó a sí misma sin improvisación ni naturalidad. Aquella Barbarita que ajustaba una cámara de video ya no existe, la de hoy es una doña Bárbara que cierra negocios millonarios, pronuncia exageradamente las eses y circula por los salones como una dama de sociedad, cuyas imponentes cejas y fría mirada son instrumento, a la vez, de freno y de seducción.
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