Contada en primera persona, esta breve historia de una vida dedicada a la música da cuenta de cuatro décadas agitadas por la percusión y la búsqueda febril de un sonido singular que mezcle las manifestaciones más estilizadas de la música culta con la vitalidad del ritmo callejero. Conocido principalmente por su creación del Trabuco Venezolano, Naranjo es testigo privilegiado del fenómeno musical local en todos sus escenarios.
Milagros Socorro
La música, he llegado a esa conclusión, se lleva en los genes. Mi abuelo materno, Eudoro, era serenatero y mi madre, Graciela Naranjo, es cantante. Ella estuvo entre los fundadores de la radio y la televisión en Venezuela; era cantante exclusiva de la Broadcasting Caracas -hoy Radio Caracas Radio-, alternó con figuras como Carlos Gardel, Pedro Vargas, Agustín Lara, y con orquestas como las de Luis Alfonzo Larrain y Rafael Minaya. Crecí en una casa llena de música, desde Tchaikovski hasta Duke Ellington o Charlie Parker, sin descartar, por supuesto, los ritmos antillanos.
Ese germen anidó en mí hasta que explotó un poco tarde, quizá, porque yo no pensaba ser músico. Mi sueño era ser pelotero, lástima que no tuve las condiciones. Pelotero o director de cine; buena parte de mi infancia transcurrió en una sala de cine, de donde no me movía hasta que terminaban de proyectar el último crédito y prendían las luces. Tenía un cuaderno donde pegaba los recortes que extraía de las carteleras cinematográficas publicadas en los periódicos. Era amigo de algunos proyeccionistas que me daban los fragmentos de películas que debían cortar por algún desperfecto. Pedazos de cinta, programas de mano y fotos de los artistas iban a parar a una caja de cartón donde también atesoraba los dibujos animados que yo hacía en los bordes de una libreta (para verlos pasar a toda velocidad según la presión de mi pulgar). De manera pues que vine a ser músico a partir de los dieciocho años. Y puedo decir, aunque no tenga ningún orgullo de eso, que soy un músico autodidacta con influencias muy variadas que van desde Louis Armstrong, hasta Béla Bartok, Los Beatles, Calude Debussy, Billo Frómeta, Thad Jones, Mel Lewis, Henry Mancini, Bob Mintzer y, por supuesto Tito Puente.
Un buen día me vi tocando. Terminé la primaria y no llegué al liceo por problemas domésticos… desajustes… divorcios. Mi mamá se separó de mi padrastro, Lorenzo Rubalcaba, pianista mexicano, y esto dejó la casa a la deriva. Con mi padre no podía contar; era un gran ausente. Mi papá fue Magín Pastor Suárez, también fundador de la radio venezolana y la primera voz que sacó al aire la Televisora Nacional; fue animador de A gozar, muchachos, el espacio que tenía la Billo’s Caracas Boys en la televisión. En la debacle que siguió al divorcio de mi madre me vi obligado a trabajar en lo que fuera, generalmente de mandadero.
El muchacho de los perolitos
En el año 60 comencé a tocar como cualquiera que se inicia en esto: donde se pueda, como se pueda y cuando se pueda. Tenía un modelo, mi ídolo, Tito Puente, de quien admiraba, incluso más que su virtuosismo en el timbal, el hecho de que un baterista escribiera música y comandara una orquesta. Por lo general, sobre todo en Venezuela, el baterista siempre estaba por allá, atrás, y nunca me daban una partitura porque supuestamente ningún baterista tenía por qué aprender música; eso parecía terreno exclusivo de los saxofonistas, los trompetistas y los pianistas. Con la referencia de Tito Puente, quien aparecía como arreglista y conductor de orquesta, intenté estudiar formalmente con algunos músicos pero ellos siempre estaban ocupados, no tenían tiempo para darme unas lecciones. Me pareció lo más natural irme a la Escuela Superior de Música. Presenté un examen de admisión donde fui interrogado con respecto a mis propósitos y contesté que pretendía aprender un instrumento para arreglar y componer. Me hicieron muchas preguntas y expliqué que yo quería formarme como músico porque ya lo era y me interesaba aprender más.
– ¿Qué toca usted? – quiso saber el funcionario que me estaba examinando.
– Instrumentos de percusión -le dije- timbales, batería…
– ¡Ah!, toca perolitos -se dio por enterado el hombre. Y me negó el cupo aduciendo que aquélla era una institución reservada para estudiantes de música seria y que, además, yo era muy viejo a los diecinueve años para emprender estudios de piano.
Con toda calma expuse que la escuela estaba obligada a darme una oportunidad. De todas formas, dije, yo no pretendía convertirme en un pianista concertista. Todo lo que quería era ampliar mi universo cultural, formarme un poco. Me tomaron el examen tonal y lo aprobé, pero me rasparon en la prueba rítmica que consistía en una serie de golpecitos sobre una mesa. No comprendí: ya yo tocaba batería, un instrumento demandante que requiere independencia de los cuatro miembros, a veces sin coincidir entre sí… y este funcionario me aplazó justamente en esta materia. Salí destrozado, frustrado, dolido… pero determinado a estudiar por mi cuenta y aprender, yo solo, a leer música.
Opté por irme a Radio Caracas Televisión a merodear por los escenarios donde hacían los shows, como el de Renny Ottolina, y buscaba las partituras que tenían más música, por lo general las de los saxofonistas, que no paraban de tocar. Los escuchaba y me iba aprendiendo las figuras de memoria, así iba sacando ejercicios. Alguna vez le preguntaba a alguien: ‘mira, ¿esto suena así?’. Y al pasar recibía alguna orientación. De esta manera fui aprendiendo y comencé a exigir que me escribieran partes de batería. Me convertí en un eficiente acompañante de orquestas y cantantes, un músico versátil que podía grabar un disco con Tulio Henrique León o con Julio Jaramillo y de ahí salía a hacerle una suplencia a George Lister en el programa de Aldemaro Romero; o grababa con Eduardo Cabrera.
Suena El Trabuco Venezolano
Al comienzo de los 70 comencé a incursionar en el oficio de arreglista, siempre en la pretensión de emular a Tito Puente. Me di a escribir cosas muy simples. Mi primer arreglo, para dos trompetas, fue grabado por el Trío Venezuela con el nombre de Gaita y Trompeta. Ya yo venía tocando con ellos éxitos como Magia blanca, allí compartía con el Negro José Quintero, ese gran bajista, legendario músico venezolano y uno de mis mentores, entre quienes cuento al baterista Alfonso Contramaestre (que todavía se mantiene activo en la vida nocturna caraqueña, tocando generalmente con el Cholo Ortiz) y a Leonardo Pedroza, de la orquesta Los Caciques.
Así me fui haciendo cartel como un baterista versátil, responsable, uno que siempre llegaba a la hora a los estudios y que podía interpretar virtualmente cualquier cosa. Un día estaba en un estudio grabando El Cumpleaños Feliz, con Carlos Guerra para que lo interpretara Emilio Arvelo y esa misma noche estaba en El Abuelo, el local de Mirla Castellanos, tocando en escena. Otro día estaba grabando con Raúl Fortunato para Jimeno, quien cantaba Mis lágrimas; y poco después estaba en Radio Continente grabando Limón Limonero con Henry Stephen. O invitado por Billo para respaldar con la batería el disco que él grabó con su orquesta, involucrando gente de la Sinfónica, en ocasión del Cuatricentenario de Caracas. Así grababa con Aníbal Abreu; Mario Suárez y Lila Morillo; Hugo Blanco con su arpa viajera. Por años trabajé en el Hotel Tamanaco como baterista acompañante de las atracciones internacionales que venían a ese local, como Tom Jones, Engelbert Humperdinck, Celia Cruz, Pedro Vargas, Miltinho.
En 1975 participé en el Festival de la Canción, en Puerto Rico, donde competían sesenta piezas, y tuve la enorme satisfacción de recibir el primero y segundo premio a los mejores arreglos, otorgados por los músicos que participaban en el evento. De las conversaciones con ellos intuí la necesidad de crear un grupo en Venezuela y al llegar aquí le planteé esta necesidad a músicos del patio. En ese momento estaba en auge La Dimensión Latina, que para mí ha sido uno de los grupos con mayor proyección sonora propia en este país. Ellos tomaron los patrones de salsa del Caribe, el sonido de los trombones de Nueva York, un cierto clima de la Sonora Matancera y de Billo; cocinaron todo eso y sacaron un sonido muy particular. La Dimensión era uno de los pocos grupos con personalidad singular. Me di a la tarea entonces de buscar músicos que estaban dispersos en muchas áreas: en la televisión, en los estudios de grabación, en locales nocturnos, con la idea de crear una agrupación que tuviera también un sello propio. Convoqué estos músicos y creamos El Trabuco Venezolano, un proyecto que no es que estuviera reñido con el espíritu comercial pero iba mucho más allá de la estricta ambición de vender discos. Se trataba de unir las facultades que todos teníamos como artistas, saltando las limitaciones del mercado.
La sombra de Billo
Después de editar mi disco Swing con son (Roberto Obeso & Federico Pacanins, 1996), en homenaje a Billo Frómeta, tengo el proyecto de grabar un par de discos en homenaje a Luis Alfonzo Larrain y a Chucho Sanoja; éste último fue, al igual que Aldemaro Romero, Aníbal Abreu, Carlos José Maitín y otros muchos músicos, pianista y arreglista de la orquesta de Luis Alfonzo Larrain. Chucho Sanoja merece un reconocimiento como compositor y por sus aportes a la música bailable en Venezuela, aunque estuviera a la sombra de Billo. Pero es que todo el mundo aquí ha estado a la sombra de Billo, vamos a ser claros. Esto no es ningún misterio. Ni tampoco significa que los demás no tengan méritos. Luis Alfonzo Larrain, a pesar de no ser conocido como un fabricante de éxitos, tiene para nosotros el gran valor de haber trasladado las danzas populares, como el merengue y el vals a los salones de la élite. Así como el mérito de Renato Capriles, con Los Melódicos, también es indudable: mantener por cuatro décadas una orquesta con una sonoridad interesante y haber sido el único músico que compitió, cabeza a cabeza, con Billo en su mejor momento. No olvidar que la orquesta que alternara con Billo tenía que apretar; a mí me tocó, en la batería de Los Melódicos, compartir escenarios con Billo y aquellos encuentros eran fenomenales. Los fanáticos de ambas orquestas animaban la competencia y cada músico se empeñaba en dar lo mejor de sí.
Las orquestas bailables en Venezuela no lo han tenido fácil. Han debido luchar con varios factores para recibir aceptación. En primer lugar, tenían que incorporar a su repertorio música de diferentes países porque así lo exigía el público. Esto vino acompañado de una escasa preocupación, por parte de los directores, de generar un espacio para la música venezolana. Yo creo que la producción de un sonido propio, con preponderancia de la inmensa tradición local, todavía está por hacerse. Sin embargo, no hay duda de que los venezolanos podemos jactarnos de tener un auténtico equipo de grandes ligas en lo que se refiere a música bailable.
Cheo García, por ejemplo, no ha recibido todavía el reconocimiento que merece; cuando se fue de la orquesta de Billo dejó un vacío que nunca tuvo reemplazo. Cheo se fue de esa agrupación y regresó a un anonimato injusto, y lo curioso es que Billo nunca consiguió un guarachero de la talla de Cheo García. Esa es una deuda que tenemos que pagar, ahí están las grabaciones de Cheo para que algún día le demos el lugar que le corresponde.
Felipe Pirela fue uno de nuestros grandes boleristas, al igual que Rafa Galindo, un intérprete susurrante, de gran personalidad, y, más recientemente, Vladimir Lozano. Su característica, como la de todo gran cantante, es la de coger la letra de una canción y desguazarla, como si ellos la hubieran escrito. La marca del cantante mediocre es que necesita subir una ceja, ponerse una ropa bonita o excéntrica, gesticular … Pirela no necesitaba nada de eso, en el escenario era una especie de estatua, que se ponía muy tieso a cantar con una voz no precisamente clásica, más bien nasal, y era un gran bolerista. Hay que decir que el bolero tiene su trampa y la corrección no suele estar entre sus atributos; de hecho, si me pones a escoger entre Plácido Domingo y Felipe Pirela, cantando boleros, ya sabes lo que te voy a decir.
Está Manolo Monterrey, el cantante que más éxitos pegó en Venezuela, primero con Billo; y luego, con Los Melódicos, eso fue tremendo, tanto componiendo como cantando. Memo Morales, el único en abordar esa música moruna que fue su sello. Víctor Piñero, a medio camino entre los estilos colombiano y cubano, sin terminar de ser una cosa ni la otra; un cantante de gran carisma, quizá el más versátil de todos.
Y tenemos, ni más ni menos, que a Oscar D’León. Qué puedo decir de Oscar que no se sepa o que se deba saber. Es un gran músico, mucho más un que un buen cantante, que lo es, es un genio. Oscar D’León, hay que decirlo de una buena vez, es un talento desaprovechado en nuestro país porque encarna el típico ejemplo del muchacho humilde que llega al tope. Es la prueba de que los sueños no tienen límites y si nosotros tuviéramos alguna idea de la grandeza lo tuviéramos como un modelo social, al estilo de Andrés Galarraga o Alfonso “Chico” Carrasquel. Nadie ha creído en Oscar D’León como él mismo, nadie en Venezuela, quiero decir; y por eso es bueno repetir otra vez esa anécdota según la cual él era taxista y vendió su carro para comprar unos instrumentos e irse a tocar con La Burbuja y después con La Dimensión Latina, por cuatro reales, por hacer música. No existe en el universo de la música caribeña una figura que se le compare, con la excepción de Celia Cruz. Yo he sido testigo, en presentaciones fuera del país, de la devoción de despierta Oscar D’León entre sus fanáticos. Acabo de llegar de Holanda donde me aseguraron que tiene que andar con guardaespaldas para evadir la persecución de que es objeto. Eso contrasta, muy lastimosamente, con la displicencia con que lo tratan aquí ciertos músicos e incluso algún sector del público. Yo creo que ha llegado la hora de que se ponga a Oscar D’León en el lugar que se merece como una figura de gran importancia mundial, que ha hecho mucho por la imagen del país en el exterior.
Pero eso nos pasa a todos. Yo mismo tengo que esperar que alguien venga del exterior a decir que mi trabajo tiene algún valor para que aquí se acuerden de mí.
A veces se escribe, a veces se improvisa
Arreglista, compositor, director, baterista, percusionista, educador, Alberto Naranjo nació en Caracas el 14 de septiembre de 1941 y comenzó su carrera a los 18 años de edad, como baterista en diferentes orquestas de música bailable, como Pedroza y sus Caciques, Chucho Sanoja, Los Melódicos y Porfi Jiménez, y en proyectos de jazz con Eduardo Cabrera y Gerry Weil, durante la década del 60.
A mediados de los 70 concentró su trabajo en estudios de grabación especializándose en diferentes estilos; desde complejas pistas seudo-sinfónicas, hasta hábiles jingles publicitarios, a la vez que se siguió desempeñando como un bien cotizado baterista y percusionista sinfónico, acompañando en actuaciones públicas a estacados artistas visitantes, como Charles Aznavour, Cándido Camero, Vikki Carr, Celia Cruz, Eddie Fischer, Lola Flores, Antonio Gades, Lucho Gatica, Luisa María Güell, Julio Iglesias, Tom Jones, The Platters, Tito Puente, Raphael, Tito Rodríguez y Ornella Vannoni. Durante el mismo período emergió como arreglista, y desde entonces orientó sus esfuerzos en esa dirección, escribiendo cientos de arreglos para producciones disqueras y como arreglista asistente de Eduardo Cabrera en Radio Caracas durante quince años.
Dedicado promotor del jazz en Venezuela, Naranjo ha comandado sus propias agrupaciones como Los Seis (1985-89); Alberto Naranjo & Company (1985-89) y la Orquesta de Jazz (1985-90), como también se le recuerda especialmente por su trabajo al frente de El Trabuco Venezolano (1975-92), agrupación con un fuerte cruce de estilos: géneros venezolanos, jazz, salsa y funk. Los escenarios de esta orquesta se encontraron principalmente en universidades, museos, teatros y además viajó por el Caribe y grabó cinco álbumes en estudios y dos en vivo, estos últimos conjuntamente con el grupo Irakere. Además, compartió escenarios con Billo’s Caracas Boys, Cheo Feliciano, Dimensión Latina, Oscar D’León, Barbarito Diez, Eddie Palmieri, Son 14 y Estrellas de Areíto. El Trabuco Venezolano, más que una orquesta, es considerado un movimiento musical, con un amplio respeto a nivel internacional, además de servir como fuente de inspiración a una generación entera de músicos venezolanos. Como conductor de sus propias agrupaciones, Alberto Naranjo ha sacado a la calle en total quince discos de larga duración y también ha alternado en tarimas con Ray Barreto, Art Blakey, John Lee Hooker, George Howard, Kenny G, Ramsey Lewis, Wynton Marsalis, Bob Mintzer, Rare Silk, Spyro Gyra y 3 Dogs Night.
Como docente y formador de talento, ha sido guía de notables músicos y vocalistas venezolanos, entre otros de Andrés Briceño, Trina Medina, Carlos Daniel Palacios, Carlos “Nené” Quintero, Frank Quintero, Felipe “Mandingo” Rengifo, Otmaro Ruiz, Chuchito Sanoja, Aarón Serfaty y Mauricio Silva, además de colaborar con el establecimiento de los grupos Mango, Madera y el Sonero Clásico del Caribe.
En 1990 compuso y dirigió su trabajo de jazz sinfónico Tributo (dedicado a The Thad Jones & Mel Lewis Jazz Orchestra) al frente de la Orquesta Sinfónica Venezuela.
Naranjo vivió en los Estados Unidos entre 1982 y 1987 y finalmente se aventuró a establecerse allí, en 1989, cuando fue contratado como arreglista por el trompetista cubano Arturo Sandoval, para quien escribió varios trabajos que incluyen los temas Jordu incluidos en el disco “Arturo Sandoval, I remenber Clifford” (GRP, 1992) y Mambo Caliente, de la banda sonora de la película Los reyes del mambo (Electra, 1992), que recibiera una nominación para el premio Grammy de ese año y luego fuera interpretado durante la entrega del Oscar en su edición de 1993.
En 1994, lanza su proyecto Latin Jazz 8, respaldado por una grabación en la que es notable la abundancia de escritura e improvisación. Su música explora y propone elementos del jazz y el rock; música artística, música artística europea, así como aires étnicos y callejeros, entremezclados con generos afro-venezolanos y caribeños.
En la actualidad, Naranjo alterna su tiempo entre los Estados Unidos y su apartamento de Parque Central en Caracas, bien sea grabando en estudios, ofreciendo conciertos, dictando conferencias y talleres o acudiendo a la sede de la emisora radial Jazz 95.5, en esta capital, donde ha venido conduciendo el espacio Latin Quarter por los últimos cinco años.
Suplemento El otro cuerpo, El Nacional, 1990
Gracias por permitirme leer tan interesante crónica acerca del maestro Alberto Naranjo, que como muy bien usted lo reeña, es toda una eminencia en la música y particularmente como baterista; interesante conocer cúanto ruvo que luchar y perseverar para llegar a aprender y dominar este «oficio» de la música. Cuando se quiere se logran grandes cosas. Agradecido por este reportaje. Saludos desde el mejor pueblo del Guárico, altagracia de Orituco, tan cerca de Dios pero tan lejos de sus gobernantes.