Milagros Socorro
Elegido diputado indígena al Consejo Legislativo del Zulia, este escritor, docente intercultural bilingüe y pequeño productor agropecuario, reniega de las invasiones a las haciendas de Perijá porque «los invasores no trabajan la tierra sino que las saquean y las abandonan cuando están arrasadas o las cambian por una moto o un carro viejo»
–Mi padre murió en la guerra, dice Armato.
Es un hombre de escasa estatura ¿1,50 metros? Quizá menos. Muy delgado. Más que eso, es escuchimizado. Va vestido con un pantalón oscuro que nada en unas piernitas cuya enjutez se adivina por lo holgado de la tela; y una camisa blanca suavizada por las múltiples lavadas. En su cara, donde la piel oscura y reseca parece también sobrar, está tallada una expresión de honda tristeza.
En su vida pública, e incluso como escritor, es conocido como Javier Armato. Pero la verdad es que tiene un único nombre: Armato. El que le pusieron sus padres, una pareja yukpa miembro de la comunidad de Karaka (palabra que en lengua yukpa significa carbón), emplazada en la Sierra de Perijá, sector Tokuko, porque el hijo, el menor de 12 hermanos, había venido al mundo en noviembre, «mes en que nacen muchos renacuajos que se van a convertir en sapos», explica. No tiene certeza del año de su nacimiento, sólo conjeturas que deben ser bastante atinadas, pero no alberga dudas con respecto al mes en que se produjo porque a eso debe su nombre. Armato significa renacuajo en yukpa. Es el único que tiene. El otro, Javier, se lo pusieron los misioneros, incómodos porque aquel niño huraño y tembloroso no tuviera más apelativo que aquella palabra evocadora de criaturas informes sin más destino en la creación que el de menearse en las aguas en espera de convertirse en un horrible batracio.
El padre de Armato era cacique de los yukpas de Irapa, grupo de comunidades establecido en una zona de la Sierra que se extiende hasta Valledupar, Colombia, por el occidente, y hasta el río Tokuko en dirección al interior del país. Estaban también los yukpas pariríes, residenciados en Kashmera, zona aledaña a Machiques, población zuliana emplazada al pie de la Sierra, cuyo dominio se extendía entre los ríos Tokuko y Yaza. En la actualidad esas comunidades han registrado un ligero crecimiento, se han formado nuevas y han comenzado a descender hacia las laderas de los valles. Pero cuando Armato era un niño pequeño todos esos grupos residían en la Sierra de Perijá. No, por cierto, sin conflictos entre ellos. Y es así como alrededor del año 1950, cuando Armato tenía 5 años de edad, se produjo una guerra con los pariríes, que pretendieron, dice él, ocupar las tierras de Irapa. Su padre, el cacique, se puso al frente de sus huestes y murió flechado.
Es posible imaginarlo yacente sobre un manto de hojas, aferrando con manos trémulas la saeta que acaba de herirlo fatalmente e intentando atisbar a través del techo de follaje que forman los elevados árboles de la Sierra un pedazo de cielo dulce. Con él cayeron muchos. Poco después fallecería también su madre, «de sentimiento», dice Armato.
Los herederos.
Su hermano mayor, Akchipa, hereda el caciquismo, un rango que impone al líder ubicarse en la primera fila de la batalla, y muere en una emboscada que le tienden los viakshi, otros yukpas contra los que se encontraba trabado en guerra. El cuerpo de Akchipa quedó atravesado por muchas flechas, afrenta que desató más enfrentamientos por venganza. El caciquismo recae en Míkira, quien va a sucumbir a la fiebre amarilla transmitida por los monos, fuente de proteínas en la dieta yukpa. Y es así como el liderazgo va a parar en su hermano Pete, quien apenas roza los 18 años. Mucha responsabilidad para un jovenzuelo que, encima, carece de una figura experimentada que lo guíe en la responsabilidad sobrevenida. Para colmo, hay allí un muchachito que requiere cuidados y educación. La Misión de los Ángeles del Tokuko, regida por curas capuchinos, estaba recién fundada. Y fue allí donde Pete fue a entregar al pequeño Armato… a cambio de comida, ropa y herramientas de trabajo.
–Los misioneros fueron muy severos conmigo –dice Armato–. Terriblemente duros.
Entre las creencias religiosas de los yukpas se encuentra la convicción de que los espíritus conviven con la gente. Y, claro, están los espíritus buenos y los malos. Esa primera noche que Armato, entonces de unos 7 años, iba a pasar en una cama y lejos de su familia, los espíritus más crueles vinieron a asomarse en la ventana del dormitorio colectivo donde dormían los jóvenes pensionados. Eran los espíritus de los hombres que habían asesinado a su padre y a sus hermanos. Y estaban allí, mirándolo fijamente y mostrándole sus espantosas sonrisas. Armato cerró las ventanas y se metió debajo de la cama. Esto le acarreó la primera de muchas reprimendas que recibiría de los capuchinos. A cambio, adquirió un formidable castellano que le permite expresarse con aplomo y elegancia, e incluso escribir los cinco libros, entre relatos y estudios filológicos del yukpa, que tiene publicados hasta ahora, principalmente con el sello de Monte Ávila Editores.
En la capital. Cuando tenía unos 12 años fue sacado de la Sierra y enviado al colegio San Antonio de La Florida, en Caracas, donde alternaba los estudios con trabajos de limpieza. Allí completó la primaria, tras lo cual fue destinado al seminario de Mérida, donde llegaría hasta tercer año de bachillerato. «Había mucho maltrato a los seminaristas», dice. «Nos dejaban sin comer por cualquier cosa y nos aplicaban rudos castigos físicos.
Un día me dieron golpes por no saber la lección; y más tarde, cuando todos estaban durmiendo, deslicé por debajo de la puerta del superior una nota que decía: `Ni a los perros se les pega». Esto ocasionó su inmediata expulsión. Según dice, los religiosos lo pusieron en un carrito con la instrucción de que lo dejara en la plaza Baralt, en Maracaibo. No le dieron ni un cobre. Pidiendo ayuda a los comerciantes de la plaza reunió el pasaje de autobús que lo llevaría a Machiques. Y un mes después logró retornar a la Sierra y a su familia. Había pasado mucho tiempo pero no había olvidado el yukpa.
A estas alturas, Pete también había muerto a tiros en una refriega con los peones de una hacienda, a la que el cacique yukpa había acudido, azuzado, dice Armato, por un cura capuchino, con la intención de efectuar una invasión. Por linaje y por tradición, le tocaba ser cacique. Se celebró un consejo de ancianos para determinar si Armato, en cuyas venas corría sangre de cacique, cumpliría este ministerio. No fue así. Los ancianos dictaminaron que Armato, entonces cercano a los 20 años, tenía pelo de yukpa, cara de yukpa… pero su corazón era waatía (extranjero). El propio Armato recibió el veredicto con indiferencia, pero para sus hermanas fue dramático: se había interrumpido una continuidad muy apreciada por ellas.
Armato perdió el caciquismo pero no la estima de su comunidad. Y muy pronto se convirtió en maestro bilingüe.
Siguió estudios de magisterio en Paraguaipoa y se dedicó a investigar sobre los mitos yukpas para impartirlos entre sus alumnos y escribir sobre ellos.
En la actualidad, es dirigente indígena, maestro intercultural bilingüe, presidente de la Asociación Civil de Pueblos Yukpa, nacionalidad que cuenta con alrededor de 4.000 individuos, y diputado al Consejo Legislativo del Zulia, curul que obtuvo con apoyo del MVR, organización que lo repudió por sus constantes denuncias con respecto a la presencia guerrillera en la Sierra de Perijá.
Publicado en El Nacional, el 21 de septiembre de 2008