Milagros Socorro
Y ahí estaba uno, metido en asuntos de caraqueños: lidiando con un temblor de tierra, que nos sacó de la cama poco después de las 4:00 de la mañana, pero que antes nos había despertado abruptamente para mostrarnos nuestras habitaciones remecidas por una fuerza superior a todas cuantas han regido nuestras vidas en los últimos años, de suyo aciagas. No sé si se ha aludido al hecho lo suficiente, pero lo cierto es que el movimiento de tierra de la madrugada del lunes 4 de mayo fue tremendo. O se sintió de manera muy impactante en Caracas. Puedo dar fe, en cualquier caso, de que jamás había experimentado nada igual. Las camas parecían súbitamente libradas a un raudal del Orinoco. Las ventanas crujían y las paredes revelaban una condición inestable. El edificio parecía una estructura de lona azotada por un vendaval.
Y estábamos durmiendo. Al menos en ese momento, no estábamos conspirando, ni buscando un callejón oscuro para acudir a la cita con el representante de la CIA y, entre maullidos, recibir el cheque que nos desliza en la faltriquera. Flotábamos entre las nebulosas de nuestra psiquis, como ha hecho el ser humano desde que superó la etapa de protozoario. Soñábamos el único sueño permitido a los venezolanos de hoy, el del agotamiento y la suspensión de la vigilia.
Nuestra ropa de la víspera formaba un montón en el perchero. Queríamos un ratico más, antes de reanudar la faena nacional, hecha de hostilidad, inflación, desengaño y una figuración borrosa del futuro. Pero esa mañana no habría cinco minuticos más de sábanas tibias. La promesa que siempre pende sobre Caracas nos dio un aletazo horrible muy cerca del rostro. Ahí estaba el monstruo desperezándose. Y en vez de ronroneos se oyó una orden: vístete que bajamos.
Los peinados eran indescriptibles. En las escaleras del edificio fuimos formando un rebaño enmudecido con los vecinos. El temblor había terminado en el subsuelo de Caracas pero se había instalado en mis piernas. No sé cómo pude bajar varios pisos con aquella incontrolable agitación. Ya en la planta baja, recuperado el resuello, comenzaron a sonar los teléfonos. «Estoy bien, mamá. ¿Estás loca?, qué voy a hacer ahora en San Bernardino. Ya pasó, tranquila». A cada comunicación seguía el intercambio de comentarios. «En Los Teques se sintió full». Y, desde luego, surgieron las evocaciones del terremoto del 67, que había dejado grietas en ese edificio a cuyo pie nos encontrábamos entonces.
Queríamos saber qué había pasado, constatar nuestra sensación de fin de mundo con una medición confiable, con una vaina científica, con una vocería autorizada que nos dijera: Mira, sí, lo que sentiste ocurrió y tuvo tantos grados en la escala de Richter. Queríamos estar seguros de que ningún edificio se había caído, de que no teníamos familiares, amigos o alumnos musitando llamados de auxilio entre escombros. Y, sobre todo, queríamos saber si la bestia ya había completado su voltereta en el fondo de la tierra y que el temblor no repetiría, aumentado, destructivo, como dicen que está escrito en la palma de Caracas.
Por eso aceptamos meternos en el apartamento de Emilio, en la planta baja, a esa hora.
Claro que nos daba pena, pero necesitábamos información.
Por eso, nos acomodamos frente a su televisor y sintonizamos Venezolana de Televisión, ¡que retransmitía una cadena!, una estúpida, irresponsable, abusadora, insultante, vulgar cadena. Y, por eso, nos cambiamos a Globovisión, donde un locutor dijo que la autoridad ¿competente? no podía declarar porque estaba manejando; a cuya voz siguió la de Alberto Federico Ravell, que no era a quien esperábamos oír, porque no es sismólogo ni dirige un instituto de tal, diciendo que conserváramos la calma.
Nadie esperaba tampoco verte a ti, autócrata brutal. Sólo queríamos información confiable y la ilusión de que todavía habitamos un país. Pero de esa madrugada nos quedó la certeza de que tú sobras en todas partes, pero no estás donde deberías, fracasado presidente. Que los espacios donde no estás, minúsculo personajillo ubicuo, son infinitamente más amplios que aquellos que empañas con tu presencia provisional. Cierra Globovisión, cierra estas páginas desde donde te señalo de dictador, corrupto e inepto. Y seguirás en ese exilio donde se amontonan las figuras sobrantes.
Publicado en El Nacional, el 17 de mayo de 2009