Ida y la enfermedad: Ida Gramcko en su centenario (V)

Ely y Elsa». De izq. a der.: Elizabeth Schön, Elsa Gramcko e Ida Gramcko. Caracas, Venezuela, 1949: Alfredo Cortina © Archivo Fotografía Urbana

Quién te llamó en la sombra

A la luz de lo que sabemos, esta imagen viene con una punzada de inquietud dolorosa. Qué vemos. Si dobláramos la foto de Alfredo Cortina por la mitad tendríamos dos situaciones. En la izquierda, según nuestra perspectiva, dos mujeres parecen bailar una especie de can can familiar, más para hacer bromear que para escandalizar o producir un efecto erótico. Se trata de la poeta Elizabeth Schön, esposa de Cortina y amiga de infancia de las Gramcko, y de Elsa Gramcko, artista plástica y hermana mayor de Ida. Pero si hemos hecho el ejercicio de plegar la instantánea -con lo que no vemos la otra mitad-, no habría distracción y entonces veríamos que las señoras no danzan: en realidad, quieren mostrar sus calcetines. Idénticos, quizá regalo de alguien, ¿el fotógrafo?

Este primer panel del díptico es alegre y jovial. Los muebles lucen un tapizado impecable y las baldosas del piso no hace mucho que han recibido una pasada de coleto. En el extremo derecho de la foto vemos el brazo encamisado de un hombre que se ha detenido, no querrá sabotear el momento. Y las medias nuevas de las chicas tienen algo cinético que las pone en el top de la tendencia nacional.

La sección de la izquierda es otra cosa. Como si fuera otra ocasión, otro día, otra gente. El piso parece transitado por visitantes fugitivos del felpudo… unas huellas que de pronto se interrumpen. ¿Serán las pisadas de la propia Ida, yendo y viniendo en un área tan acotada? En ese caso, sería mucha su inquietud, su vacilación, su extravío. Y está ella, con zapatos y medias diferentes, nada divertidas; y ese chaquetón, como de viaje que, de paso, le queda muy bien. En esta época, Ida tiene muy buena postura, los hombros echados hacia atrás, la espalda recta. De allí que la prenda de terciopelo cortada al bies le aporte ese aire elegante y atemporal. Ida mira de reojo el salón que está a punto de abandonar, como quien rompe con una vida anterior. Su hermoso rostro, de pómulos marcados, barbilla acentuada, nariz fina y recta, y frente despejada que la línea del cabello hiende como la quilla de un barco al avanzar por un lago matinal; en fin, su noble se ve tensada por lo que sabemos… De allí que recuerde a una

Anna Christie, la muchacha a punto de emprender un nuevo comienzo, acción que la devuelve a un mar conocido. Un mar que terminará tragándola.

Completan la porción derecha una mesita con pie de cerámica que refracta la luz en una línea de cuentas luminosas, metáfora de la brillante fragilidad del personaje. Y en el borde, unas manos humanas seguidas por otras, extrañas, no menos voraces. Son las garras de la enfermedad, que ya entonces la acechan para apagar el interruptor de su conciencia y, lo que es más devastador, de su capacidad creativa.

El fotógrafo, que no cortó nada, intuye que en cualquier momento Ida se les descarriará, cederá a la llamada de una lámpara apagada y se escurrirá calzada de oscuridad hacia quién sabe que negros parajes. 

«¿Quién te llamó en la sombra, Caperuza, corazón encendido?
La locura
desde un profundo abismo».

Versos de “La vara mágica”, Ida Gramcko.

…un sol melancólico y divino

En su biografía de Ida Gramcko, la poeta Gabriela Kizer documenta las dolencias mentales de aquella.

—En una carta a Mariano Picón Salas, de fecha 12 de enero de 1959, -escribe Kizer- Ida se disculpa por no haber respondido cartas y postales de su amigo y mentor –que a la sazón se hallaba en París– porque “lleva ya dos meses enferma”. Así le dice:

“Usted dirá que escribir unas líneas no significa gran esfuerzo. Pero ¿cómo los mudos pueden expresar el cariño? Una carta parecida a una gesticulación me parecía absurda entre nosotros. Pues lo cierto es que, después de todos estos años de trabajo, me venció el agotamiento y me quedé como los recién nacidos, sin pisar tierra firme, abrumada por una sensación de colores y formas que rodeaban sin ningún significado y reconociendo sólo en cierta medida los rostros, palabras y gestos. Creo que para entender bien el mundo hay que ir hacia él con dos instrumentos sanos, la sensibilidad y la cabeza; de la última, según un opulento diagnóstico, parece no ando mal; es la primera la que está deshecha”.

No terminaría allí la cosa. En los meses siguientes, Ida se puso peor y, cuando requirió de atención durante todas las horas del día, hubo que internarla en una clínica. En esos años, fue atendida por numerosos siquiatras y sicoanalistas.

—A través de su correspondencia personal, -ha escrito la poeta y ensayista Anamaría Hurtado- [Ida] describe su enfermedad lacónicamente como un no pisar tierra firme, estar abrumada de percepciones y por una pérdida del significado que le impedía utilizar la palabra. La enfermedad le compromete seriamente su capacidad creadora y su escritura, hasta que pasados unos años la retoma a través de este singular libro, donde al igual que en el jardín de la infancia, emerge la poesía- como un alma- que siempre la habitó: “Me alegra saber que, aún durante el sufrimiento de mi enfermedad, yo continué siendo poeta.”

Y agrega: «Recordemos que en su periodo psicótico, Ida no podía hablar; en su correspondencia personal hace referencia a ese período como un estar abrumada de percepciones y por una pérdida de significado que le impedía utilizar la palabra, tal como si la voz del alma, de su psique herida, hubiera estado sumergida más allá del río de la muerte, en el reino de Perséfone, para luego , habiendo transitado la noche oscura retornar transfigurada en mística de la oscuridad, pudo así abrir el cofre concedido por la reina del inframundo y cifrando el misterio en aquellos textos admirables y únicos que conforman el libro Poemas de una psicótica (1964).»

«Resumiendo: mudez, agotamiento, insomnio radical, estados de pánico e inconciencia, depresión y angustia, fatiga y excitación, delirio e incapacidad para lidiar con el mundo propio y ajeno, configuraron esta crisis y determinaron lo extremo del tratamiento», consignó la biógrafa Kizer.

La sombra, la que yo nunca había querido

En la entrevista que le hice, sentadas las dos en la escalera del Celarg, en 1991, me dijo: «Fueron muchos años de enfermedad, o de lo que llaman enfermedad, es más bien un desajuste. Se empezó a presentar en unos días y luego se agudizó… Pudo haber antecedentes, yo era muy dependiente de ciertas personas. Cuando admiraba a alguien, me sometía totalmente y si esa persona emitía un juicio poco favorable sobre mí o sobre mi trabajo, me preocupaba demasiado. Mi enfermedad no enriquece la poesía. Al contrario, creo que la empobrece. Yo nunca he creído que una neurosis o una psicosis son vía de enriquecimiento para el ser humano. Lejos de eso, es una vía de estrechez. Todo lo que dañe, lo que no sea entereza psíquica, a mí me parece que menoscaba la poesía».

Del batallón de especialistas que la trataron sobrevive uno, David Malavé Bongiorni, quien empezó a tratarla cuando él tenía 30 años. Se había graduado de médico a los 24 y luego estudió Psiquiatría e hizo dos formaciones en sicoanálisis

—Mis padres -dice el doctor Malavé- trabajaban en el IVIC. Ellos tenían un grupo, del que formaban parte Elizabeth Schön y las Gramcko y se reunían mucho. Yo iba con ellos. Me convertí en una especie de médico mascota de los amigos de mis padres. Ida vino a mi consulta y quedó conmigo mucho tiempo, porque su terapeuta de entonces se había puesto muy enferma. De hecho, se quedó conmigo hasta que falleció. Iba dos veces a la semana. A veces hasta tres. Desde luego, yo le cobraba un monto simbólico. Me contaba sus ocurrencias, sus lecturas, lo que estaba escribiendo. Tenía mucha angustia existencial y personal, se angustiaba en dos niveles, en lo intelectual y en lo cotidiano. La acuciaban su soledad y su gran necesidad de afecto. 

—¿Usted también diría que Ida Gramcko llegó a estar loca?

—Nunca. Muy por el contrario. Siempre encontré en ella una gran lucidez. Aprendí muchísimo de ella. Fue más enriquecedor para mí que lo que yo podía ayudarla. 

—¿A qué atribuye sus periodos de gran angustia y, lo más devastador para ella, aquellos en que no podía escribir?

—Ida Gramcko se sumió en la mudez porque ella había llegado a una experiencia de lo absoluto del ser, que había logrado alcanzar en su vida interior. Ella hubiera querido que eso fuera eterno, que pudiera quedarse en esa plenitud, pero eso nunca es posible.

Llegó a una experiencia mística, introspectiva, sublime, en la que contactó con algo en el orden de la trascendencia. Pero eso terminó y se quedó anhelando aquella experiencia suprema. Se quedó instalada en eso y al no poder prolongarlo, esto le produjo un gran dolor. Las personas que han tenido esas vivencias, que son extremas, se asoman a la locura. Son de un orden tan avasallador que te dejan tocada, marcan mucho, ponen a quienes lo viven en un lugar aparte del resto de la gente. 

—¿Estamos hablando de los raptos místicos?

—Sí. Aunque ella nunca me habló de Dios, pero sí de la eternidad y de la plenitud absoluto del Ser. Ella leía mucho a Heidegger y a Santa Teresa. Es el tipo de éxtasis que algunos alcanzan con las drogas, que no era su caso. Ida fumaba mucho, pero solo cigarrillos

—Pero algún colega suyo le dijo que era sicótica.

—Yo siempre dudé de ese diagnóstico de sicosis, producido antes incluso de que yo naciera. Cuando la conocí, no vi la sicosis. Creo que algunos diagnóstico son más para reforzar el narcicismo de los siquiatras y analistas que para ayudar al paciente: “Yo lo saqué de una sicosis…”. Ida era una persona muy intensa en lo afectivo, con un desborde emocional, una tormenta interior de tipo existencial, una búsqueda incesante de volver a su encuentro con lo absoluto, pero la sicosis no es compatible con una producción intelectual como la que ella tuvo. La sicosis es pura muerte. Ella amaba (Ida era enamoradiza). No tenía amantes, pero sí albergaba grandes entusiasmos por mucha gente. Ella amaba mucho a través de la enseñanza. A sus talleristas los amaba con pasión. Eso no es de sicótico. 

—¿Y la mudez? 

—Temporal. Ida llegó a un extraordinario nivel de creación a raíz de sus experiencias con el Absoluto y escribió esas maravillas que escribió y que luego no pudo igualar. Llegó a sentir que no podía competir con ella misma.

—¿Qué tenía, entonces?

—Tristeza y una angustia descomunal. Vivía angustiada y vivía todo con mucha intensidad. No era nada loca. Era una persona que funcionaba muy bien, cocinaba bien, llevaba sus cuentas, daba clases, escribía artículos de opinión, daba talleres de poesía. Yo la atendía en los años 90. Es posible que a mediados de los 50 haya hecho una crisis que la haya desestructurado, pero recuperó un funcionamiento neurótico normal. Esto parte de la idea de que uno puede ser sicótico o neurótico. No es lo mismo hacer una crisis sicótica que serlo. De hecho, una de las características de los sicóticos es que presentan un fallo en la capacidad simbólica y, desde luego, eso no tiene nada que ver con Ida Gramcko. Pero esa especie de quiebre a la que me he referido es bastante común entre la gente muy creativa. No son procesos sicóticos instalados. Es posible que cada cierto tiempo se desorganicen, pero locos no son: el loco no crea, no escribe, no compone música. Tenemos idealizada la locura, que es espantosa. Por suerte, a Ida la locura la atraía, pero no llegó a rozarla.

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