Milagros Socorro
El cordón azul indica que el hijo está en casa. Se trata de un llavero que consiste únicamente en una cinta azul, de esas de consistencia firme generalmente relacionadas con los deportes, como podría ser el collar de donde pende el pito de un árbitro. Bueno, el caso es que por un pacto que hemos establecido, cuando el hijo llega a casa pone sus llaves en la bandejita que tenemos en la entrada para ese fin, y deja que el llavero cuelgue, de manera que yo pueda verlo desde la puerta de mi cuarto. Así, solo tengo que asomarme y, al ver el trazo azul en el aire, sé que está en su cuarto. Y vuelvo a mi cama a dormir.
Al concluir el curso de verano en la universidad, el muchachito emprendió una serie de parrandas. Varias noches trastabillé por mi cuarto, muerta del sueño, para llegar a la puerta, estirar el pescuezo y ver si la cinta estaba allí. Y no. No estaba. Muchas veces me he preguntado cómo puede alguien dormir tan poco, asistir a tantas «choripanadas” correr tantas veces a la playa (con un aviso de diez minutos de antelación) y bailar tanto hasta tan tarde sin caer rendido una semana seguida.
Esta mañana, muy temprano, mi único hijo, de 20 años, salió temprano de su habitación y se dirigió a la puerta del apartamento, desde donde me hizo señas para que me acercara. Ya estaba de llavero en mano. ¿Para dónde vas?, quise saber, extrañada.
-Para la clínica.
-¿Qué. ¿Y eso? –exclamé con cierto énfasis. (Según él pegué un alarido que heló la sangre al edificio entero).
-¿No ves? –me dijo mirando al techo- por eso es que nunca te quiero decir nada, para que no te pongas histérica.
-No estoy histérica, hijo –le aclaré apretando los dientes-. ¿Qué te pasa? –añadí casi llorando, lo reconozco.
-Nada, ma. Me siento mal. Me duele la cabeza, no sé, tengo fiebre.
-Hijo –clamé, con los brazos hacia el cielo como una figura del Guernica de Picasso-. ¿Tú crees que tienesla HX1RhAN1X1… bueno, la porcina, pues?
-Ma, no sé. Me voy a hacer las pruebas.
Estiré el brazo para coger mi propia llave, decidida a desembarcar en el hospital, ya puesta al frente de la situación, y topé con una mirada de acero. No. Yo no iría para ninguna parte, yo me quedaría aquí escribiendo y él, que finalmente es un hombre, iría solo para la clínica; y se haría los exámenes. Yo no tenía nada que hacer ahí. Que dejara la exageración..
Un cuarto de hora después, cuando calculé que ya estaría en la emergencia de la clínica, le envié un mensaje en procura del primer informe. No había tal.
Tranquilizada al pensar que el muchachito estaba en manos de la ciencia, me puse a trabajar. Así pasaron cinco horas. Se tardaron en atenderlo. Esas pruebas se toman su tiempo. No, ma, no voy a tomarme una sopa en la cafetería, me voy a comer dos susys. ¡Dos susys! ¿Eso es comida para ti, hijo?…
Casi al final de la tarde recibí un mensaje, que transcribo textual: “Ma, me diagnosticaron mal de ‘atención casera’. Me recetaron mucha hospitalidad en la casa, con tandas frecuentes de toddy, sanduchitos y pastica, todo servido en la cama”.
Me entró el alma al cuerpo. No era más que un catarro común. Me alegró comprobar que el muchachito tiene buen humor. Y tome cabal nota del reconocimiento tácito de que la maestra mundial del toddy es la mamá del paciente que no tiene la gripe porcina, sino que es simplemente un cochinito.
Publicado en Revista ¡Claro!, febrero de 2011