Milagros Socorro
La disciplina de la danza, que Nela Ochoa practicó por mucho tiempo, no sólo le imprimió una gracia especial al andar y al moverse, sino que la dejó por siempre enganchada a la indagación de las infinitas posibilidades del cuerpo (incluso las más oscuras). De esa permanente observación se nutre su trabajo como video-artista. De eso, y de una curiosa mezcla de cinismo y ternura que marcan su obra y le aportan ese sello personal que distingue su trabajo.
-Yo me veo como una artista –dice, con sencillez- como una persona que tiene la necesidad de expresarse por medios artísticos, los cuales pueden ser muchos. Para eso voy seleccionando objetos que no son artísticos pero que yo los convierto en arte al verlos de otra manera.
-¿Qué la lleva a escoger, de entre las cosas que distingue, una radiografía, un trozo de madera: esto, y no aquello?
– A mí el objeto me habla; y algunos lo hacen de manera escandalosa, como una muñeca que encontramos en Paraguaná, muy rota y con montones de caracolitos vivos adheridos. Tratada por el mar, la muñeca se había vuelto una cosa suave, como difuminada, el plástico se había redondeado. Esa muñeca me decía cosas y tuve que recogerla. Me la llevé al apartamento y empecé a lavarla. En la batea me acompañaban Maruja Herrera, una amiga mía ceramista y medio bruja, y Carmen Cordobés, quien dijo: “Me parece que los cortes de la muñeca no fueron obra del mar…”. Tenía, en efecto, unos cortes muy parejos. Carmen me dice: “Mejor es que botes esa muñeca”. Y yo: “¿Cómo? ¡Pero si ya la terminé de lavar!”. Y entonces ella me dijo: “Ya, le hiciste un bien, la lavaste, y ahora tienes que botarla”. Salimos corriendo a la basura.
Eso fue, como te dije, escandaloso. Pero otros objetos son muy sutiles. Hacen inicialmente unos ruiditos y tú no les quieres parar hasta que su reclamo es insoslayable. Estoy entrenada para recibir los mensajes de los objetos. La información como que flota y te penetra.
-En la gran quincalla del mundo, ¿le interesan más aquellos objetos que rondan el cuerpo?
-El famoso físico norteamericano Stephen Hawking dice que nada de lo que existe pudo no haber existido. De manera que todos los objetos, incluso el más insignificante, está en el mundo porque tenía que estar. Por ese camino, una muñeca rota que arroja el mar tiene la misma contundencia que una joya o una obra de arte. En principio, todos los objetos me fascinan pero, efectivamente, sí tengo un interés más marcado por todas aquellas cosas que se vinculan con el cuerpo, lo asedian, lo reproducen, lo imitan e incluso lo torturan.
-Su video instalación Lejana la muestra a usted “disfrazada” de mendiga y pidiendo limosna en las calles. Una interpretación muy convincente. ¿Podría argumentar por qué ha hecho eso?
-Lejana es la mendiga que hay en mí. La rebelde, la que va contra corriente. Desde pequeña me peleaba en los colegios por defender a los demás de algún atropello. De uno me botaron porque la monja le quitó el moño a Jessica Konarek -que luego se convirtió en modelo- porque era beige en lugar de blanco. Jessica era una especie de cucarachita acomplejada, chiquitica. Cuando la monja la humilló me paré como una mapanare y lancé el pupitre al suelo. La monja salió huyendo por las escaleras, temerosa de mi reacción de toro embravecido.
-¿Y el trabajo con las radiografías de personas abaleadas?
– Yo me veo afectada hasta lo más íntimo por todo lo que pasa a mi alrededor. Lo de los abaleados fue manera de exorcizar una situación que te arremete terriblemente: la devuelves con ironía, con ira, con humor, con tantas cosas.
–En una de sus exposiciones, usted trató el tema del pecho femenino y su vulnerabilidad.
-En mi familia hay una tendencia al cáncer de mama. Dos tías maternas están operadas de cáncer de mama. Yo tengo, por lo tanto, altas probabilidades de tener algún día ese mal. Y el asunto siempre ha sido un tema de conversación en la familia desde que yo estoy muy chama porque mi tía fue de las primeras operadas de cáncer de mama. Sobrevivió cuarenta años a su operación. Por influencia de la familia he pensado siempre que una mujer que tenga cáncer de útero o de mama debe quitarse todo, nada de guardar el pezón para después volvérselo a poner, porque en el pezón también hay células de las mamas, con una idéntica cadena de ADN, y esas células cancerosas ya aprendieron ese lenguaje y se van a reproducir. Finalmente, las mamas son un pedazo de grasa, un pellejo. Pero eso lo dice una de la boca para afuera, claro que no debe ser nada agradable un buen día conseguirte con un par de cicatrices en el cuerpo.
-Tratar estos temas artísticamente, ¿la alivia un poco de estos temores?
-No, no necesariamente. Tú sabes de antemano que estás muerto, que naciste y te vas a morir. Ése es un tema común a la humanidad. Cuando, en el Museo de Antropología de México, vi los guerreros esos gigantes, sentí que el desafío que ellos se plantearon era el mismo que tenemos todos los humanos ante la muerte y con lo que queda de nosotros, una desesperación por dialogar en otros niveles de tiempo: esos tipos están dialogando con sus descendientes de dos mil, seis mil, diez mil años más tarde. Sobrevivieron ahí, en el discurso artístico. Yo me paré delante de semejantes monumentos y me quedé fría. No puedes no sentir eso cuando te paras frente a aquello y te dices: “Esto lo hicieron unos tipos que vivían así como yo, comiéndose un sánduche hace diez mil millones de años, y tenían las mismas preocupaciones que yo tengo hoy. Se trata de la misma esencia, la misma preocupación… finalmente, la misma impotencia.
-Es falso entonces que el arte alivia estas angustias.
-Bueno sí, las alivia, las hace vacilables, como si de alguna manera te desprendieras de ellas. En conclusión, cuando estos guerreros construyeron el imperio azteca, establecieron una relación que me conmueve intensamente al captarla miles de años después. Ese instante no tiene tiempo. En todo caso, lo aplana y lo cruza, lo comprime.
-Sus obras son difíciles en muchos sentidos. Por ejemplo, no se pueden comprar y ni siquiera adornan.
-Es terrible. Yo las veo a veces y digo: “Guao, qué feas”. La dela Envergadura(un obelisco forrado en látex, en obvia alusión fálica)es horrenda. Feísima. Pero qué efectiva. Ahí se pararon unos cuantos hombres y se indignaron. Según ellos, no eran los hombres de Venezuela, sino los gringos, quienes hacían esos gestos.
-¿Cuáles gestos?
-Los que hay en todos los hombres: se halan los testículos, se los rascan por entre el pantalón.
-¿Encuentra alguna belleza en las radiografías de baleados?
-Me fascinan la transparencia de las radiografías, los nuevos universos que se crean, las formas mismas de los huesos que, como ocurre con las nubes, comienzan a parecer cosas. Ese trabajo comenzó porque yo, que amo las radiografías, estaba un día absorta mirando una y, al verme en eso, la muchacha que trabaja en la casa me comentó que su novio tenía una radiografía en la que aparecía claramente la bala que le incrustaron en la nalga. “¿Usted ha visto una radiografía con la bala adentro?”, me preguntó la muchacha. “No”, le dije yo fascinada, “¿con la bala?”. “Sí”, me dijo ella “nunca se la pudieron sacar y en la imagen se ve clarita”. No me pude contener. “¡Usted me tiene que traer eso ya!”. A partir de esa radiografía empecé a pensar en realizar un trabajo que abordara tan contundente huella en el cuerpo humano. Me di a la tarea de recopilarlas, de observarlas y de dejarme llevar por la formas. Las recorté. Y al ver que iban tornándose bellas, me daba esa especie de corrientazo que me tenía como un poco desconcertada. Pero eso me sucedió también cuando rellené los tubos de ensayos de mocos, de cerumen, de saliva, de sudor y de lágrimas. Me producía algo de repugnancia, una especie de náusea mezclada con ataques de risa. Le mostraba esto a Antonio (López Ortega, su esposo), quien me decía: “¿Tú estás loca? ¿Tú estás loca?”. Esa cosa escatológica que hace reír a los niños, ya sabes que no hay nada que haga reír más a un niño que una cosa escatológica. Hay algo de eso que todavía disfruto.
-¿Cómo fue el performance de las mujeres metidas en cajas?
-Cinco mujeres desnudas, apenas cubiertas por unas capas de tul rosado, pasaban caminando en tacones por la galería. Y yo iba delante, de institutriz, con lentes y pelo cortado, vestida de blanco y negro con uñas rojas, postizas. Después de que pasaban entre la gente, ellas se metían en unas grandes cajas de cartón, adornadas con lazos de tul (como cajas de muñecas). Escogí a cinco hombres del público para que interactuaran con las actrices. Cada hombre iba abriendo las cajas. Al abrir la primera, aparecía una tapa de cartón con dos huecos, con unos exhibidores para sostenes de plástico transparente y duro, y detrás de eso se veían los senos de la actirz metida en la caja. Decía “Tócame”. El tipo tocaba tocaba y se reía. En la segunda caja decía: “Huéleme”, con un triángulo y, adentro de éste, un trapo con agua de rosas. Otra decía: “Óyeme” y cuando el tipo se acercaba a oír, la actirz decía “Mamá”, como una bebé. Al final, les entregábamos a los hombres una réplica de las cajas grandes, pero a pequeña escala, que contenían los fluidos de los cinco sentidos. Las tipas salían de las cajas y se iban.
-Hay entonces una parte de divertimento.
-Claro. Yo pensé que los tipos me iban a batir las cajas, a botar los potes. No: las mandaron al camerino para que nosotros les firmáramos su moco. Es de no creer la actitud de la gente, uno nunca sabe cómo va a reaccionar el público en esas cosas. Pusieron como cuatro guardias, pensando que alguien podía meterse con las muchachas. La gente, decentísima, se apartaba para que pasaran las muchachas, nadie osaba siquiera rozar aquel tul. Es el efecto del arte, creo yo.
Verbigracia, El Universal, enero de 2002
Me han gustado muchos de todos sus escrituras , pero éste es muy especial , es muy bello . y el personaje y su historia , por ende .