Milagros Socorro
Estamos, pues, ante dos tipos de liderazgo. Uno, a quien el país le cayó en las manos como un fruto maduro; y otro, cimentado en un trabajo minucioso, anclado en tal capacidad para la brega que podría calificársele de hazañoso.
Es cierto que en 1988 Chávez recorrió el país con sus promesas de redención de los pobres y sus liqui-liquis de colores. Pero ya había un nicho perfectamente discernible donde el golpista del 92 se acomodó con poco esfuerzo: al menos una década de mercadeo de la antipolítica y de la supuesta necesidad de una gorra militar para poner fin a la inseguridad ciudadana (entonces un mero anuncio de lo que ha llegado a ser) y frenar la corrupción administrativa (para el momento un pálido destello frente al actual latrocinio). Había una silueta recortada en el paisaje político venezolano y Chávez se embutió en ella adaptando, como suelen hacer los llaneros, su discurso a lo que las audiencias querían oír. Alguien ha escrito que entre las decenas de profetas que proliferaban en Israel hace dos mil años, Cristo sumó más seguidores porque enfiló su prédica hacia los pobres, un colectivo invisible, que estaba ahí a la espera de alguien que hablara por ellos y para ellos.
Han pasado 15 años y los pobres de Venezuela siguen ahí, cada vez más dependientes de un Estado rediseñado para mantener en el poder a un caudillo y su corte de rufianes. Las becas y asignaciones monetarias llegan, -con frecuencia impredecible, pero seguras en la inminencia de los eventos electorales-, a comunidades que se han visto desmedradas en la infraestructura, los servicios públicos, la institucionalidad y, en general, su calidad de vida. Las promesas, en cambio, han conservado su vigor. Los venezolanos habitamos uno de los países más violentos del mundo y lidiamos con una de las economías más inflacionarias del orbe, pero contamos con una reserva probada de consignas donde se le reconoce a los pobres su existencia y de iniciativas donde se les garantiza su permanencia en tal condición.
Este es un tipo de liderazgo, que no es, por cierto, exclusivo de Venezuela. Es más bien un asunto de arqueología, de épocas que aún persisten en ciertas regiones, aún cuando las evidencias muestran de forma palmaria que toda esa demagogia e ineptitud mal disfrazada de ideología no solo no erradican la pobreza sino que, por el contrario, la atornillan.
Sin, embargo, pese a constituir un anacronismo, este tipo de liderazgo avanza por anchas avenidas en muchos lugares; Venezuela, desafortunadamente, es uno de ellos. Pero al mismo tiempo es claramente visible la insurgencia de un liderazgo de otra naturaleza, el que se cuela por las rendijas, el que se adelanta por las cunetas. Henrique Capriles es apenas una muestra de este liderazgo que palpita entre nosotros. No está cantado por rapsodas, no lo anuncian trompetas, no arrulla con versos de condescendencia, pero viene con pie de plomo a cambiar el país. Y lo hará, a no dudarlo.
Este liderazgo al que se van sumando jóvenes de todos los sectores cuyas caras e identidades todavía no conocemos, está apuntado a las clases del mejor maestro que se pueda concebir: el país a cuyo paisaje tienen la oreja pegada.
Yo lo vi en la gira de Capriles, que cubrí como periodista. En apenas dos días de campaña del abanderado de la Unidad Democrática, este asistió a cuatro asambleas que consistían en escuchar a la gente. No en discursear él. Sino en atender a los planteamientos muy concretos de los voceros de las distintas localidades. Esta es una experiencia invalorable para el político moderno cuya paradoja estriba en la perentoriedad de establecer un contacto personal con la ciudadanía, precisamente en la era de los medios de comunicación y otras mediaciones.
Muchos han observado el cambio de Capriles desde el día de las primarias, por marcar un hito, hasta el domingo 7. Es una transformación completa, pero no sorprendente. Ha tenido al país de maestro. Y concurrió a la hermosa y compleja aula con la actitud del buen alumno: oídos aguzados y tomando notas (esto es literal). El ex gobernador de Miranda y los jóvenes que como él andan a pie por los desastrados caminos de la patria, la conocen como nadie. Saben de sus dolores y asuntos pendientes. Este conocimiento, esa familiaridad con todos los acentos y todos los paisajes, coagulará en un liderazgo formidable, el necesario para no prolongar las miserias de Venezuela sino para solventarlas con el concurso de todos sus hijos.
Publicado en El Nacional, el 14 de octubre de 2012