La pregunta pospuesta

Milagros Socorro

La conferencia de Marco Negrón comienza con una afirmación categórica: “El mundo de hoy es totalmente urbanizado. Independientemente de que todavía haya gente que vive en pueblos, todos tienen acceso a la tecnología y están interconectados en redes”.

Con su brillante intervención comienza el Taller para periodistas «Actualización en cultura, urbanismo y ciudad», organizado por la Cátedra Permanente de Imágenes Urbanas, este viernes 22 de noviembre. Marco Negrón tiene mucha información e ideas propias, es hombre de estudio, ha enseñado largamente en la universidad; y, en fin, puede decirse de él que ha dedicado su vida a la docencia y a la decencia.

Las conferencias son muy apretadas. Los organizadores han querido impartir lo más posible, de manera que queda suprimido el espacio para las preguntas; uno, por cierto, al que somos tan dados los reporteros que componemos la audiencia. Me quedan, pues, en el tintero estas divagaciones que hubiera querido contrastar con la pericia de Marco Negrón.

Me pregunto qué nos hace urbanos. ¿Será el número de personas conviviendo en un mismo tejido arquitectónico? ¿Será la cantidad de servicios disponibles, tales como transporte público, bibliotecas, teatros, salas de cine y cafés? ¿O será una determinada sensibilidad: hay mentalidad pueblerina y citadina?

Expongo mi caso: crecí en Machiques, confín del Zulia, el pie de la Sierra de Perijá. Era un pueblo con pocos habitantes, pero no es que distaran kilómetros entre una casa y otra; al contrario, era una trama poco densa (dos pisos a lo más, pero apretada). No recuerdo que hubiera transporte colectivo (de seguro, no lo usé jamás); las obras de teatro a las que asistí mientras crecía, eran actos de fin de curso; no había biblioteca (ahora sí, dos). Recuerdo claramente cuando instalaron la telefonía (puede decirse que crecí sin teléfono) y la señal de televisión era, digamos, caprichosa. Había tendido eléctrico, eso sí. Y, lo más importante, nací en la democracia de Venezuela, lo que implicaba la certeza de participar de la modernidad, una manifestación de la cual era la escolarización masiva de las niñas, incluso en aquel lindero de la república. Viajábamos al exterior y estábamos al día en materia de reproducción de sonidos, dada la pasión de mi padre por la música popular.

Frente a nuestra casa solía pasar un caballero yucpa, vestido únicamente con un guayuco y tocado con un penacho de plumas, dos pasos atrás iba su pequeña mujer, apenas tapada con una manta desvaída. Esto es prueba de diversidad cultural, una de las marcas de las ciudades. Pero nosotros éramos pueblerinos por dos cosas: nos conocíamos casi todos y todavía había fantasmas, un terco rebaño que no se había dejado amedrentar por la luz eléctrica.

Marco Negrón dice que ahora todo el mundo es urbano. Pero yo no lo soy. Me gusta vivir en grandes ciudades, pero solo porque mis fantasmas pueblerinos me siguen asustando y he notado que a su vez se acoquinan con los carros y con el estruendo de las risotadas. Tengo un acendrado hábito de leer y merodeo por librerías y bibliotecas, por la misma razón (porque al caer la tarde siento rondar los fantasmas de la Sierra y corro a refugiarme en la lectura, en los cines y en los teatros).

Lo otro es que los fantasmas se heredan. Cuando mi padre era niño vivía en una casa en Machiques, que tenía todavía las características de selva lluviosa. Todas las noches caía un chaparrón. Y dado que los baños estaban separados de la casa, los niños tenían un cuero de becerro para usar como paraguas cuando corrían al baño en la noche. Mi padre me contó que lo más pavoroso era pasar raudo entre los espantos, gorditos y rozagantes con aquella mezcla de oscuridad, ráfagas de agua y truenos.

Es posible que este mundo urbanizado sea, secretamente, la sumatoria de muchos pueblitos (o almas pueblerinas), que al viajar en el metro evocamos paseos en camionetas por parajes desiertos donde cuelgan lianas y helechos, y donde la luz hace un encaje al filtrarse por las ramas de árboles centenarios. De seguro escuchamos salsa porque creemos fervientemente en la leyenda que escuchamos en un funeral (casero), según la cual la muerte de la madre es anunciada por un perro espectral que ladra en la noche con un aullido desgarrado.

Cuántos suspiros de nostalgia no ahogará la multitud de las ciudades (porque daríamos un tesoro con tal de volver a percibir entre los párpados entrecerrados la luz azulada que la Sierra ha tamizado y, mientras avanzamos bordeando un potrero, sin señales de tránsito ni cinturones de seguridad, mi padre canta a todo gañote: “Tabaquera, tabaquera. Tabaquera, dónde está mi tabaco”).

 

Publicado en El Carabobeño, 27 de noviembre de 2013

 

 

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