Desesperanza y reconciliación
Al principio, ese espacio común no era más que una pasarela tejida de lianas y tablillas, como esos viaductos vegetales que penden, oscilantes, entre las altas pizarras alzadas a ambos lados de un río. Pero con el tiempo y las vicisitudes padecidas en común y sin distingo, el precario pasadizo se fue fortaleciendo y en la actualidad asistimos a un trasiego intenso en el simbólico estrecho de Bering (ese brazo de mar que, al congelarse durante una glaciación, permitió la migración de seres humanos entre Asia y América del Norte), por el que se están moviendo en Venezuela personas, ideas, debates incipientes, pero, sobre todo, un gran cansancio y mucho sufrimiento.
Después de tanto enfrentamiento, sin duda atizado desde las alturas del poder, único sector que ha sacado provecho del odio asperjado y del encono estimulado, hemos amanecido con una tremenda resaca: no hay familia que no lleve un luto por obra de la violencia, no hay individuo que no haya sido objeto de un asalto, arrebatón, hurto, robo, en fin, todo el diccionario del despojo y el pavor. Los oscuros presagios de unos se han confirmado en la realidad de estos once años de neototalitarismo e ineptitud sin precedentes. Las ilusiones de otros han quedado rasgadas o han comenzado a vencerse como una elástica sometida a demasiado estiramiento. No hay venezolano que no haya sido objeto de un abuso o atropello perpetrado por el Estado maltratador.
La fogata donde se arrojaron los restos desguazados de las instituciones se apagó; y los danzantes que a su alrededor ejecutaron grotescos pasos de baile despertaron exhaustos y con las manos vacías. El sol les hirió los ojos y entonces comprendieron que la debilidad de las instituciones no se resuelve con su destrucción sino con lo evidente, con su saneamiento y fortalecimiento. Resultó que no había nada que celebrar cuando Chávez y sus cómplices repartían hachazos en la endeble aldea de nuestras instituciones; que lo que correspondía era separar la paja del trigo, reconocer errores, atender las necesidades y aspiraciones de todos los sectores y, sobre la base de un Estado fuerte (no rechoncho ni soberbio frente al ciudadano indemne), reparar lo que estuviera averiado y fortalecer las áreas que mostraran salud y buena marcha: no olvidar que en 1995, de cada 100 dólares que ingresaban al país por exportaciones, 60 provenían de rubros no petroleros. Eso para mencionar un solo logro, más que elocuente de la ruta correcta por la que caminábamos; a pesar de que muchos tramos estuvieran cruzados de camellones y su correspondiente comparsa de corruptos, burócratas, improductivos, aprovechados y malandros.
Pareció más fácil dejarse arrullar por un tipo sin virtudes republicanas, sin trayectoria, pero con prontuario; sin formación, pero con afán exhibicionista y carente por completo del sentido del ridículo y ya no digamos del decoro. Esa elección fue seguida por la borrachera que supuso el baño de plata acarreado por el alza de los precios del petróleo (y no por el esfuerzo de una nación comprometida con el incremento de su productividad y del funcionamiento de las instituciones).
En medio del ratón, hay un destello de lucidez: nos equivocamos. Y esa certeza va tomando cuerpo en una ciudadanía que ahora solo muestra desesperanza y resignación ante el desastre. Ese espíritu doblegado y mustio se manifiesta con toda claridad en las expresiones de los familiares de muertos por el hampa, quienes ya no esperan nada de las instituciones: “para qué voy a poner la denuncia”, “no confío sino en la justicia divina”, “lo único que quiero es que Chávez y sus ministros pasen por esto”, dijo un padre lleno de dolor y rabia, “adónde va a ir uno, de qué sirve, quién me va a escuchar…”.
Nosotros hemos comenzado a escucharnos. Con voces apagadas, en susurros, con roces de manos solidarias. El dolor, de patria y de cada día, nos ha empujado a la reconciliación.