Orgullo e identidad / El Nacional, 21 – 02 – 2010

Orgullo e identidad

Milagros Socorro

En el norte de Israel, cerca de Haifa, la tercera ciudad de este país, hay una escuela mixta, en el sentido de que a ella concurren niños árabes y judíos. No hay muchas así en Israel, apenas una media docena. La que conocí se encuentra en la aldea árabe Kfar Qara, ubicada en la zona de Wadi Ara, en territorio israelí, y es la primera que ofrece educación desde pre-escolar hasta quinto grado de primaria, bajo el criterio de convivencia binacional, bicultural y, lo más complicado, bilingüe, delicadeza que supone la coincidencia de dos maestras en el aula, una en árabe y otra en hebreo.
Fue fundada en 2004, con 105 estudiantes (que un año después ya eran 180) de varias aldeas de los alrededores. Un miembro de la sociedad de padres, Alí, un farmacéutico formado en España, a lo que debe su castellano castizo, explica que la escuela fue fundada como respuesta a los disturbios y dilemas sembrados por la Segunda Intifada, en octubre de 2000. A partir de los enfrentamientos, la segregación entre las comunidades árabe y judía de la zona sufrieron una escalada y las familias se vieron rebasadas por un conflicto que compromete las nociones de Estado, nación, pueblo. Llegaron a la conclusión de que la educación conjunta sería lo más eficiente para superar la violencia y el odio. El siguiente paso, nada sencillo, sería el de lidiar con la resistencia del Ministerio de Educación. En 2004 se fundó esta escuela conjunta, que asombrosamente, es excepcional en Israel, donde los niños asisten a escuelas separadas según su religión.
En 2008 esta singular experiencia fue objeto de un documental titulado «Bridge Over the Wadi”, que ha recibido numerosos premios en diversos festivales, incluidos los más prestigiosos.
Estuve allí un mediodía soleado del invierno israelí, que repentinamente se vio interrumpido en febrero por un clima, digamos, caraqueño. Los niños, mitad árabes, mitad judíos, acababan de salir de las aulas. Las dos directoras del plantel, -una árabe, Mona Atamna, y una judía, Tal Kaufman- se empeñaron en dejar claro que sus alumnos son, sobre todo, niños y aún con las dificultades que sabemos se comportan como niños, que al compartir desde tan pequeños no hacen diferencias. Mucho más cuando todos celebran las fiestas de todos, las estudian y respetan. Son casi idénticas, por lo demás.
En medio de la charla llega Sari, maestra de pre-escolar. Dice con sencillez y un inglés más que solvente que la clave de la convivencia a tan tiernas edades es comenzar por conocer la propia identidad y estar orgullosos de ella. El comentario me llega al alma. Estoy inundada por la emoción cuando la maestra, -que cuelga del techo banderines que por un lado tienen una fiesta tradicional árabe y, por el otro, la judía- dice que para respetar la cultura y sensibilidad del otro es preciso tener un hondo aprecio por la de uno mismo. Trago grueso y miro por la ventana.
Me pregunto qué imágenes sustentan la identidad venezolana en la mente de los niños de hoy. En mi momento la idea de la patria tenía un sólido sustento en la representación de un territorio hermoso, pródigo, surcado por miles de ríos que iban saltando por montañas y llanuras hasta avenar en el lago de Maracaibo, en el Orinoco, en el Delta… me imagino que con una cotidianidad atormentada por la falta de agua y de energía eléctrica, esa misma geografía que para mi generación era el escenario de una democracia fornida y erizada de industrias, será un terreno yermo de atmósfera mefítica.
Por la calle pasa un hombre tocado con un paño blanco. Se ve apuesto y noble, pero no me saca de mi distracción: yo amo la cultura de mi país, su literatura, su música, su gastronomía, su vocación de modernidad, la biodiversidad de su naturaleza, ¿qué será lo que amarán estos niños que han crecido frente al paisaje de unas bachilleras violadas en una buseta mientras el conductor es apuntado en la cabeza para que continúe en la ruta y no obstaculice el crimen? Qué orgullo puede caber en un país donde una buena noticia es la aparición con vida de un secuestrado. Más nada.
¿Qué se podrá hacer para que la identidad venezolana no coagule con las horribles marcas de la violencia, la destrucción de los diversos patrimonios, la depauperación de la geografía y este gran ridículo de la historia? Me resulta demasiado doloroso, mejor vuelvo a los tormentos de los demás, que vienen en árabe, en hebreo, en inglés y, en fin, no me reclaman su alivio.

El Nacional, 21 de febrero de 2010

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