La venus del Cafetal / Crónica de Milagros Socorro

La Venus del Cafetal

 Milagros Socorro

 A las seis, la madrugada se hace corva. Fuelle en los tobillos, fierro en las rodillas y fiebre en las mejillas. A esa hora la Venus del Cafetal se descuelga de algún apartamento que, según he alcanzado a espiar, debe ubicarse en Santa Marta o Santa Sofía; en todo caso sus señas la ubican al comienzo de la urbanización, en alguno de los edificios que se aprietan en el bulevar como una dentadura perfecta.

La Venus no rebasa los veinte años, no lo parece. Tampoco es difícil adivinar la mórbida disposición de sus prendas en el gavetero. Sus atuendos, los de correr por las mañanas, cabrían en la mano de un niño. Son elásticos y breves como el instante en que pasa al lado de cualquier caminante matutino del vecindario; así que sus pantaloncitos y mínimas camisetas deben alinearse en filas olorosas a jabón de lencería. Muy probablemente los deja preparados desde la noche anterior, porque la sucesión de sus atavíos ostenta el cálculo de la enamorada que rehusa repetir vestuario.

A las cinco y media frotará dentífricos y antisudorales, y de un salto se parará en la calle para iniciar su diaria fugacidad. No sé que hábito han desarrollado los demás viandantes para observarla, yo acostumbro mirarla desde los pies: sus pisadas se inician en la punta para descansar en el talón en un gesto neumático  que delata la compleja artesanía de sus oficios. Las piernas siempre flexionadas por la carrera, el torso derechísimo y los brazos encogidos como para dar ella el primer golpe, parecen hechos de cierta madera sedosa y bronceada. El rostro, agraciado sin alcanzar la excepcionalidad del resto, evidencia la concentración del atleta. Y el cabello que lleva siempre suelto hasta la mitad de la espalda, es rizado y castaño más que claro. Con ese equipaje, la Venus se lanza a las calles al amanecer. La acera que la recibe, apenas salida se su cuenco de nácar, lleva sin saberlo el nombre de Raúl Leoni, el corso olvidado, tan sumido en la desmemoria que ni siquiera un documento casi oficial como la MetroGuía se digna apuntar correctamente su nombre en la avenida que le dedicaron. De hecho, nadie le da ese nombre al bulevar del Cafetal, no lo reconocen los taxistas, ni lo registran los carteros, ni lo pretextan los candidatos en la elecciones municipales.

El Cafetal, la Venus lo suscribe cada vez que sus acolchados zapatos muerden el enlosado, parece ajeno al relato oficial. La nomenclatura que aparece distribuida en la señalización y en las fachadas no es aquélla que desgrana próceres ni mulatos mártires, sino una más doméstica que agasaja santos, rememora atávicas Atamaicas y presume de Gannes y Saint Tropez.

Lo que la Venus comprime con sus brazos recogidos no son sus pechos -que en las tiendas por departamentos las vendedoras calcularán no en copa tal, sino en tacita de café-, ella se aferra a sí misma, a su yo de floreciente tendón. Por la noche, mientras cede a un comprensible agotamiento, su padre -seguramente abogado- discurrirá con sus amigos la vaina que les han echado. El sector oficial, repetirán, fracasó hace años: el New Deal local se disipó en cuanto terminó la corta luna de miel con la democracia representativa. “No recuerdo”  apoyará alguno, “haber experimentado la sensación de que el gobierno fuera nuestro gobierno, mi gobierno”. Y ahora el Banco Latino entona el réquiem al mito de que toda la eficiencia, la productividad y transparencia se agazapaban en el sector privado. ¡Carajo, qué nos queda !

El cuerpo, nos queda el cuerpo, susurrará la Venus antes de caer rendida. En sus sueños, el Poliedro atestado de licras sudorosas le dará la razón: el destino individual es siempre nihilista; no hay salvación fuera del rebaño.

Ya en la calle, con las primeras luces, tendrá la sensación de haber fraguado una pesadilla en la que no podía correr, un instructor de aeróbicos la atornillaba al piso al grito de : Y UNO/ Y DOS/ Y UNO… Por eso, esa mañana disfruta el doble la amplitud del espacio público y con los puños muy cerca de las axilas sentirá expandirse su esternón, lleno hasta los intersticios con el aroma de los tubos de escape. Nada como este bulevar, festeja. Y por primera vez se entrega a la lectura de los mil mensajes que hasta ahora casi ni había percibido.

Pitiquenia, Kavanayen, Yoana, Morichal, Macaira, Icabarú, va recitando en silencio con su lengüita aún impregnada de yogur. Las fachadas de los edificios contradicen la modernidad de su empaque y se rehistorizan con sus nombres. En esa cuadra el bulevar tiene ecos de areíto, de volcán, de enormes cabezas de piedra emergidas en alguna islita del Pacífico Sur. En una esquina fintea hasta que el tráfico le da un respiro y luego prosigue su marcha. Las inscripciones de la cuadra siguiente se ofrecen como homenaje a la ficción épica y la Venus se deja admirar por  Aramís, Athos, Porthos y Parsifal, edificio con fachada de hotel que la súbita reina Ginebra deja atrás en un suspiro. Como también superará el joyero abalconado donde relucen Rubis, Saphir, y  Topaze; el patio mantuano donde se levantan Algarrobo, Yagrumo, Sicoporo y Almendrón; el panteón donde rugen Guárico, Tamanaco, Catatumbo, Caroní, Guayamuri, Caura; el álbum de postales que evocan  Palma de Oro, París, Cannes, Marbella y Ducal; o la novela epistolar que parecen rubricar Humboldt y Bompland, a ambos lados de Las Cordilleras

Si la Venus se entregara a la actividad que su contextura parece destinarle, por las tardes se pondría un traje largo, escotado en el cuello, ajustado en la cintura y abombado en las faldas, y se inclinaría sobre una mesa de billar para comentar, ante un corro de viejos verdes: “Los nombres inscritos en las fachadas de los edificios de este bulevar revelan las aspiraciones, fantasías y demonios de nuestra clase. Sólo la clase media acepta dormir, defecar y mojar las sábanas, todo bajo estos títulos. Es tan divertido…”

Pero la Venus fue alumbrada en la clínica Santa Sofía o en la Metropolitana e inmediatamente trasladada a un moisés más bien desprovisto de piqués y pasacintas en El Cafetal. Ella carece de esa memoria, no siente nostalgia de los salones privados de billar, ni de las tías-abuelas de impecable caligrafía, ni de las senzalas de los Valles del Tuy. La ciudad es una máquina de recordar, eso de alguna manera lo sabe, y en El Cafetal los recuerdos están intactos porque no se levanta sobre los vestigios de un vecindario destruido por la expansión y la modernidad, sino que ha sido construido justamente por tan desprestigiados maestros de obra. No hay aquí aleros, ni patios, ni zaguanes, ni celosías que lamentar, está la calle para re-correrla y, tras las fachadas, un abigarrado mundo privado que trota, menos olímpico que la Venus, para mantenerse en pie.

Mientras, ella continúa tragando manzanas, una tras otra, como una cala dentada de piel y músculos. Es un celaje que conjura el fantasma de la bancarrota y proporciona alguna fe en la rehabilitación del crédito. Cada vez que la veo me pregunto: ¿qué pensará esta criatura mientras corre? Al principio estaba convencida de que su mente la ocupaba una visión. Esta visión: en todos estos apartamentos, ahí arriba, están en este momento, centenares de pocetas llenas hasta el borde de agua arremolinada. Ya que ella encarna el ideal apolíneo, todo ese mundo femenino que brota en El Cafetal por las mañanas (madres llevando a los niños al colegio; señoras dobladas por el peso de las bolsas, muchachas de servicio halándose las falditas ante los gritos que emanan de las camionetas que acarrean obreros; mujeres con monos de trotar y lentes de sol que seguramente ocultan una noche de llanto ininterrumpido…) en fin, esa cotidianidad no distraída por la destrucción de tal o cual esquina tradicional, produciría en la Venus una mezcla de asco y conmiseración.

Ahora creo saber que no es así. La Venus no piensa mientras corre, o piensa poco. Tendrá revelaciones efímeras como comprobar el sorprendente parecido que existe entre esa señora y su dóberman, ambos consecuentes asiduos al ejercicio matinal. Han llegado a mimetizarse hasta tal punto que la Venus y todos nosotros con ella- debe preguntarse cuál de los dos será el primero en perder el juicio y atacarnos a dentelladas -o lo que es peor, si es la señora la que se adelanta, de qué profundidad será el tajo si nos acomete con las puntas de sus espejuelos.

El corredor no piensa. El corredor batalla con su respiración, con su presión arterial, con su resistencia. Lo más probable es que ella ni siquiera haya advertido al señor que menea los ijares en un remedo de trote mientras cambia de mano la cerbatana sin la cual no sale de su apartamento enrejado. Tampoco debe haber reparado en la persistente obesidad de esta mujer trigueña que desde hace meses transita -sin demasiada velocidad- el bulevar, enfundada en un mono azul que, más que ocultar, convierte en punto focal el par del alforjas adosado a sus muslos. Si la Venus no pasara tan rauda tendría la impresión de que esa mujer saca cada mañana a pasear unos gemelos muy tímidos que se arrastran pegados a sus flancos.

Alguna vez se me ocurrió que había en la actitud de la Venus un no sé qué obsesivo que la emparentaba con los alcohólicos. Esta niña, me decía, debe correr de esta forma -y continuar el resto del día con diversas rutinas atinentes a su andamiaje corporal- para aturdirse, para no pensar. El estallido de todas las heráldicas ideológicas debe haberse sentido con especial impacto en El Cafetal, donde casi todo el mundo es joven, como esta chica. Y eso, el desencanto, debe atormentarla y señalarle que el único horizonte de la modernidad es el del cuerpo. Ahora creo saber que esta Venus no es la deidad del desengaño, sino de la esperanza. Ella no sólo corre, ella se entrena, se prepara, para algo, para algo que vendrá. Es la quintaesencia de la esperanza. Pero una esperanza carnal, concreta, mensurable, muy del Cafetal. En esa ciudadela que se levanta al sur del Guaire, donde el catálogo oficial no ha dispensado sus etiquetas, ni erigido plazas, ni develado sus monigotes, ni cortado la cinta de su arquitectura (de hecho, el rasgo más tangible de la presencia estatal lo constituyen la Biblioteca Raúl Leoni, los puestos de vigilancia policial y las oficinas de Ipostel y la Diex en Plaza Las Américas), la población ha inventado sus propios valores, unos que podríamos glosar como: Echar pa´ palante y no dejarse arrebatar ni un milímetro de sus asediadas marcas de clase media. La metáfora más cabal de esta cruzada la constituye la desaparición del Cine Caurimare para instalar en sus espacios una sucursal de Quinta Leonor: el tempo del Cafetal no es el de los sueños, ni el de las propuestas autorales; la ensoñación en esta ribera es la del consumo y es preciso agenciárselo a cualquier costo, preferiblemente al módico del ñiqui-ñuqui.

La Venus corre sin cambiar el paso. No la altera siquiera el tramo que cada jueves se colma de tarantines repletos de naranjas, pantaletas colombianas, quesos, jades brasileños, hojas de todas las clases, peltre de Taiwan, pescados de ojos vidriosos… ella todo lo sortea en su afán por cortar el viento a rodillazos. Es admirable la pericia que ha adquirido para torear el tumulto de carros que baja casi desde la madrugada desde Santa Paula y se amontona en esa esquina donde los fiscales se muelen las braguetas de tanto rascarse, incapaces de hacer otra cosa en medio del automovilismo indócil. En ráfagas, ella mira el semáforo, toma nota del chofer que se arregla el nudo de la corbata, de la conductora que reparte brochazos de rímel, y en un cálculo feliz se aventura y serpentea veloz entre los parachoques. A su paso va sembrando el estupor.

Hacia el final del bulevar, por las inmediaciones de Plaza Las Américas, las aceras se adelgazan y por el espacio compiten los centenares de habitantes de los barrios que se congregan allí para abordar los buses y camioneticas. Yo lo he visto desplazarse como una sirena que hiciera un comercial de afrecho sin que ninguno de los deslenguados del sector atine a decir de sus ingles. Se apartan los taxistas, se hacen a un lado los costeños con franelas en inglés, estrujan sus cuadernos los de camisa celeste y tragan grueso los trabajadores de la Electricidad de Caracas. Pero ninguno se desmanda. El nacimiento de la Venus del Cafetal consagra su liturgia cada mañana. Y cuando ha engullido el bulevar como un boquerón en accidente, levanta la barbilla y se dispone a apurar, como si tal cosa, la subida de Los Naranjos.

 

                                           

2 comentarios en “La venus del Cafetal / Crónica de Milagros Socorro

  1. Quede francamente impactado por la sencilles y el sentimiento que transmite esta composicion…le felicito al autor

  2. Excelente crónica de una corredora tempranera…me trae recuerdos de cuando,sin ser yo una venus,recorría el Cafetal cuando existía el cine Caurimare..

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