Gritar a los helicópteros

Milagros Socorro

Cuando llego a la esquina de Barquillo con Alcalá, donde está la sede del Instituto Cervantes, la calle está llena de manifestantes. No hay duda de que es una marcha multitudinaria la que tiene lugar en Madrid el jueves 29 de marzo. Se sabe, además, que la de Barcelona es aún más nutrida; y que diversas ciudades del reino se ha sumado a la protesta.

No esperaba que la marcha fuera tan concurrida porque durante el día el comercio había respondido de firma tibia al llamado a paro; y hubo muchos locales que vinieron a cerrar después de mediodía, más que nada por temor a la censura de los manifestantes. Pero al final de la tarde las calles céntricas de Madrid se vieron inundadas de viandantes que se dirigían hacia la calle Alcalá, por donde pasaría la marcha.

Fui por curiosidad. El desinterés de los españoles frente al drama de Venezuela en los últimos años y el hecho de que se hayan desentendido de la progresiva destrucción de nuestras instituciones, que en su momento se volvieron hacia España para contribuir a la transición hacia la democracia de ese país, me ha quitado todo ánimo de relacionarme con sus asuntos (no hasta el punto de entrar siquiera a una librería, no seré yo quien rompa una huelga de trabajadores ni aquí ni en Pekín). Ningún demócrata venezolano apuesta al deterioro de la economía de España, de manera que no tenemos ningún problema con la presencia en nuestro país de Telefónica, por ejemplo, ni de los bancos con sede principal en la península. Pero nos hemos quedado esperando mayor firmeza en la defensa de los españoles víctimas de expropiación, persecución, secuestro y extorsión en Venezuela; algún gesto de reconocimiento a la oposición democrática (incluso a individualidades y organizaciones que en un pasado reciente brindaron apoyo a Felipe González, por mencionar a alguien, y a la naciente democracia española) y, definitivamente, hubiéramos preferido que España no hubiera colmado las manos de Chávez con bombas lacrimógenas que el régimen ha usado contra nuestros hijos.

Fui, pues, a pararme en una acera. Muy pronto vería un protocolo muy familiar. Los manifestantes, de pronto, echan a gritar levantando los brazos en dirección a lo que creo que es un balcón (será la ventana del equivalente a un badulaque tipo Isaías Rodríguez, pensé). Pues no. La algazara la estimulaba un helicóptero de la policía. Exactamente igual que en Caracas, donde el vuelo de los helicópteros atiza el las pasiones de la Disip o de apoyo, si corresponden a algún medio de comunicación independiente. Aquí ninguna nave despierta simpatía. Tampoco hay motorizados del gobierno, identificados con franelas de algún color, dando vueltas por las inmediaciones de la protesta. Lo que si hay, convenientemente atravesada, es una cava llena de hielo y latas. Un muchacho vocea: “cervezas, bien frías“.

La gente protesta porque no tiene acceso a la vivienda y muchos han perdido sus casas al no poder pagar las mensualidades. Protestan porque el gobierno de Rajoy ha aprobado una reforma laboral que abarata el despido en un país donde ya hay 5 millones de desempleados y no se vislumbran posibilidades de una mejora de la economía que redunde en un incremento de las plazas laborales (una mujer desfila con un cartel que pone: “No necesito sexo. Ya este gobierno me jode a diario“). Protestan porque los jóvenes no tienen futuro en su país (un muchacho lleva un cartón donde se lee: “Si tienes dos títulos universitarios y hablas 3 idiomas, tienes salida en España: ¡Barajas¡ (el aeropuerto de Madrid)“.

He leído los suficientes disparates sobre Venezuela como para saber que no se debe opinar sobre el país que no se padece, pero tengo la impresión de que esta marcha es una especie de puesta en escena de un conflicto al que, de momento, no se le ve salida. El Estado español ha estado gastando más de lo que produce. Tiene un déficit tremendo que en vez de ceder sigue creciendo. El actual gobierno da la impresión de que los errores de la economía los van a pagar los más débiles, los que no hicieron nada para crear el actual caos.

De regreso a casa voy pensando que el gran ardid de Chávez ha sido crear la ilusión de que mientras él esté en el poder, los pobres no van a pagar los platos rotos por el capitalismo mundial, por los bancos y, en fin, por los poderosos. En realidad, no ha hecho más que hipotecar el futuro de varias generaciones de venezolanos, pero les ha hecho creer a muchos que está ahí para impedir, precisamente, lo que en verdad hace.

 

Publicado en El Nacional, 1 de abril de 2012

 

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