Ramón J. Velásquez

Milagros Socorro

Ramón J. Velásquez es el hombre que más ha sufrido de sed junto a la fuente. Educado desde sus primeros años para la gloria en una tribuna, que entonces se veía nebulosa por las sombras que proyectaba el gomecismo, y siempre atraído irresistiblemente por el poder, llegaría a él sin capacidad de asirlo, sin llamarse jefe y sin serlo del todo, con el único, inmenso, consuelo de haberle prestado a la Nación el servicio de llevarla con bien hasta unas elecciones que le conferirían el mando a otro.

Ramón José Velásquez Mujica nació en San Juan de Colón, estado Táchira, el 28 de noviembre de 1916. Este martes cumplirá, pues, noventa años, a los que arriba en posesión de una memoria prodigiosa y una curiosidad tan amplia y minuciosa, que puede decirse de él que no hay dato que no le interese, vida que no le intrigue y cuento que no le apasione.

Estas excepcionales características las atribuye Velásquez a que empezó a leer a los ocho años, instado por su padre, el periodista también llamado Ramón Velásquez, quien, con el pretexto de que tenía la vista exhausta, lo hacía leerle cada noche en voz alta. Su padre había sido seminarista y tenía grandes conocimientos de latín y griego, que le valieron la cátedra de estas lenguas, en el año 36, cuando llegó la misión de pedagogos chilenos a Caracas y se abrieron los concursos para crear el profesorado fundador del Pedagógico.

Su madre, Regina Mujica, fue, en palabras del orgulloso hijo, “la educadora más grande del Táchira”. Fue fundadora del primer pre-escolar público de ese estado andino, así como de una escuela de Comercio para muchachas y de una escuela nocturna para niñas que venían del campo a emplearse como trabajadoras domésticas, a las que una vez alfabetizadas hizo ingresar en otra institución creada por su iniciativa para enseñarles cocina, costura y otros oficios.

-Mi padre –dice el ex presidente- era periodista, escritor, un gran lector, dueño de una biblioteca inmensa; y mi madre era educadora, de manera que yo nací entre una imprenta y una escuela. A los diez años, ya era corrector de pruebas del periódico. Y a los 16 fui nombrado director de un periódico de San Cristóbal, que se llamaba El Nacional. Pero a los dos meses el director del liceo “Simón Bolívar”, donde yo estudiaba, me dijo que yo no podía ser director de periódico porque era menor de edad. Lo obedecí principalmente porque entonces Leonardo Ruiz Pineda y yo dejamos ese liceo para venirnos a Caracas.

 

No mires, no hables

A los diez años, cuando Ramón Velásquez se desempeña como corrector de pruebas, ya había tenido experiencias políticas que lo habían marcado. Cuando tenía seis años fue despertado a medianoche por su padre, quien le indicó por señas que se acostara en el suelo sobre una cobija, como ya había hecho el resto de la familia, porque el coronel Roberto Fossi había asaltado la mansión de Evaristo Gómez, primo del gobernante regional, y sonaban tiros por todos lados. Al día siguiente, en medio del hermetismo de sus padres, logró enterarse de que en respuesta al atentado habían ahorcado a tres trabajadores que no tenían nada que ver con los hechos. Esas medias palabras con las que logró armar un relato espantoso atizaron su curiosidad y le produjeron la certeza de que aquella ciudad amable, emplazada en un bello recodo montañoso, donde había retretas y venían los toreros, estaba cruzada por un viento de terror, impalpable, que inmovilizaba a la gente y le impedía comentar acerca de aquellos hombres armados que pululaban en la penumbra y de todos aquellos exiliados que marchaban hacia la frontera en las madrugadas.

Por esa misma época ocurrió un incidente que aún hoy, pasadas más de ocho décadas, conserva intacto en su memoria. Iba por la calle con una tía que lo llevaba de la mano; y al acercarse a la casa de Eustaquio Gómez, la mujer lo pasó violentamente hacia la acera de enfrente. Cuando llegaron a la esquina, el muchachito preguntó por qué habían hecho ese cambio intempestivo y la tía le respondió que si los veían mirando por las ventanas hacia el interior de la mansión, se los llevaría la policía.

Para el año 34, cuando Ramón Velásquez sale de San Cristóbal rumbo a Caracas, ya había tenido muchas vivencias del régimen de terror que imperaba en Venezuela. Había visto al mítico Peñaloza, enemigo de Gómez, apresado a los 83 años y engrillado como un delincuente peligroso. Había visto los desterrados tachirenses en Cúcuta. Y, sobre todo, había leído intensamente la prensa de Colombia, que llegaba diariamente, mucho antes que la de Caracas –que lo hacía cada cinco días-, cargada del debate parlamentario bogotano donde se aireaban las ideas de un país libre; y donde además escribían muchos exiliados venezolanos.

 

Déjale algo a la vida

El viaje en autobús, con Leonardo Ruiz Pineda (su amigo desde cuarto grado), en 1934, cuando Velásquez tenía 17 años, consumió cinco jornadas. “El tercer día llegamos a Barquisimeto y nos dicen que había que ir ala Jefatura, donde estaba un coronel tachirense, Becerra, jefe de policía, quien me mandó a abrir el baúl donde yo traía los libros. El hombre ve el montón de tomos y me dice: “¿Y vos te vas a meter todo eso en la cabeza, no le vas a dejar nada a la vida?”.

-Al día siguiente, -continúa Velásquez- resuena de pronto un aplauso. Y dice un carajo emocionado: “¡El mar!”. Era la primera que veíamos el mar. Fue una visión abrumadora. A poco, otro aplauso. Teníamos varios días de venir por una carretera de tierra, tragando polvo, todo el mundo con un pañuelo en la cara (uno llegaba todos los días tiznado a los baños de las posadas a sacarse el barro) cuando estalla otro aplauso. Era que habíamos entrado en el macadán, porque en ese tiempo no había asfalto sino una capa de cemento que alisaba las vías. Para nosotros era una cosa deliciosa, era como correr sobre una alfombra. Cuando íbamos por Maracay, como a los dos y media de la tarde, el policía le dice al conductor: “No toque corneta, que ésta es la hora de la siesta del general”. Así era Venezuela entonces, todo un país cuidándole el sueño al general.

Al poner pie en Caracas comenzó a llenar el espacio que en su alma ocuparía la vida. Dejó el baúl en una pensión y se encaminó a Miraflores, sólo por ver cómo era. A dos cuadras estaba el Capitolio y un día estaba por ahí con un andino de apellido Urbina, y de pronto éste le da un codazo y le dice: “Quítese el sombrero. No se mueva. Salude”. Y en ese momento el joven Velásquez vio una limusina negra en cuyo interior iba Juan Vicente Gómez saludando. “Y no estábamos sino dos pendejos allí, por lo que Urbina me explicó que el general iba saludando hasta el hipódromo, porque va a oír música y a que lo saluden”.

A ese ritmo, casi cotidiano, iban a presentarse las experiencias memorables en noventa años en los que no parece haber día perdido o tedioso. En la capital ingresaría en el liceo Andrés Bello; y a los ocho meses hubo elecciones de junta directiva del centro de estudiantes y lo eligieron presidente. Por esos días ve por primera vez una multitud, era que Gardel había llegado a Caracas. Un año más tarde volvería a verlas, a la muerte de Gómez, cuando las encuentra en las calles. Pero inmediatamente sería testigo de la organización de esas masas en partidos, sindicatos, gremios, federaciones campesinas, agrupaciones de mujeres.

Todo lo que Ramón Velásquez sabe o intuye del general Gómez quedaría recogido en su novela Las confidencias imaginarias de Juan Vicente Gómez, publicadas por entregas en Últimas Noticias, en 1979, y posteriormente editada por su amigo y compañero José Agustín Catalá.

 

Recorta y pega

En 1942, se gradúa de abogado en la Universidad Central de Venezuela. Y al año siguiente ya es redactor de Política en “Ultimas Noticias”. En 1944 pasa a El Nacional como periodista y columnista. En esta posición se encuentra cuando intenta conseguir una entrevista con el diplomático Diógenes Escalante, quien ha regresado de la misión en Washington y es la figura de consenso de varios partidos para suceder a Isaías Medina, por lo que es postulado candidato a la presidencia dela República en julio de 1945. Como Escalante pospone el encuentro, el reportero decide “armar” una entrevista con discursos del político (también tachirense), que publica en agosto; y lo hace con tal eficiencia que el falso entrevistado le ofrece convertirlo en su ayudante. Pero el empleo no iba a durarle mucho porque en octubre de 1945, Escalante, entonces de 66 años, da muestras de enajenación mental y es recluido en un hospital psiquiátrico en Miami.

-Lo que resalta en la personalidad de Ramón Velásquez –afirma Simón Alberto Consalvi- es la pasión política. La idea del poder siempre estuvo presente en él; y es el predominio de esa tendencia lo que ha determinado su vida. La trayectoria de Ramón Velásquez refleja, en unos casos, una búsqueda del poder y, en otros, una nostalgia de él. Si no hubiera sido así, tal vez su obra de escritor habría fructificado mucho más pero la condicionó siempre, y desde muy joven, a su relación con el poder. En la entrevista con Diógenes Escalante, Ramón demostró su enorme capacidad para manejar el poder. Y si no se hubiera producido la crisis del candidato, Velásquez hubiera tenido una extraordinaria influencia en ese gobierno. Pero al mismo tiempo, Ramón tuvo desconfianza de los partidos, reservas frente a la disciplina y a todas esas cosas terribles que los partidos imponen.

Llega la dictadura de Pérez Jiménez y con ello se produce un cambio radical en esta reticencia de Velásquez a la militancia partidista. “En los años 50, en la clandestinidad”, dice Simón Alberto Consalvi, “Ramón Velásquez se entrega en cuerpo y alma a la resistencia y, en particular, a Acción Democrática, donde cumplía tareas que sólo se confiaban a militantes de muy alta confianza. Ahí no había ambigüedad de ningún tipo sino un compromiso a fondo de su parte. Incluso su obra periodística está tocada por el cumplimiento del deber político en aquel momento, cuando escribe unos reportajes con segunda intención. Eran notas escritas como a través del espejo: reflejaban el drama venezolano en otros países pero sin aludirlo directamente. Y eso fue muy bien medido por la dictadura, que lo señaló como un enemigo del régimen”.

En este punto, Consalvi concuerda plenamente con la escritora Elisa Lerner, quien ve en Ramón J. Velásquez la metáfora de una vida cívica. “A los 19 años”, dice Elisa Lerner, “yo creía haber conocido a mucha gente. Conocía la gente de izquierda y de derecha, porque, afortunadamente, yo había asistido a una educación pública, inmejorable para la época. Entonces encuentro un conjunto de crónicas y reportajes en la revista Signo, que me producen una gran admiración por lo bien escritos y documentados que estaban. Era el año 52, y percibo que aunque aquellas notas periodísticas se referían a asuntos que no eran venezolanos, nos estaban diciendo que había un futuro para el país. Había en ellos un mensaje de optimismo en las fuerzas republicanas, en un mundo mejor para Venezuela. El autor era Ramón. Pregunté quién era. Y me dijeron que, según Rómulo Gallegos, era una de las mentes mejor organizadas con que cuenta el país. Así lo conocí. En una reunión en la que se preparaba la salida de un periódico. Y nunca he oído hablar tan hermosamente sobre la organización de un periódico… que no saldría porque Ramón cayó en presidio. En esos años del perezjimenismo, Ramón iba a estar entrando y saliendo constantemente de la cárcel; y en los periodos en que estaba libre se reunía con los escritores y artistas de mi generación, y siempre nos hablaba de la vocación que debíamos desarrollar. Siempre estaba interesado por lo que estábamos haciendo, lo que estábamos leyendo. Para nosotros era una esperanza de que en Venezuela había hombres dispuestos a no ser atragantados por aquel cemento… porque no se sentían tanto los fusiles sino el cemento, que se volvió una gran lápida. Y Ramón, en esa época, quería estar al tanto de quiénes serían los futuros escritores y asegurarse de que el país no se quedaría en el silencio y en el cemento”.

Velásquez estaría cuatro años preso, entrela Cárcel Modeloy la de Ciudad Bolívar.

 

Arréglame esta galleta

Al caer la dictadura, Rómulo Betancourt es elegido Presidente dela República y nombra a Ramón Velásquez su Secretario General (cargo que desempeñaría entre 1959 y 1963).

-Cuando Ramón era secretario de la presidencia, -dice Elisa Lerner- se decía: “Ramón Velásquez es amigo de todos”. Y yo no sabía si en esa expresión había algo de crítica. Hoy me parece que es un elogio. Sus años de formación transcurrieron en la selvática dictadura gomecista cuyo dogma era ser amigo del régimen o permanecer en el silencio, en la cárcel o en el destierro. Ser amigo de todos, en el fondo, es una forma coloquial y cotidiana de vivir la tolerancia, que es la forma más armónica, más hermosa, de lucha contra la violencia y el exabrupto que puede terminar en sangre y en dolor colectivo.

Por su parte, Consalvi dice que “Ramón ha podido ser mucho más afirmativo pero el hecho de mantenerse al margen de los conflictos, como el hombre de la armonía y la tolerancia, lo cual tiene un gran valor, sin duda alguna, también influyó en el signo de su ejercicio del poder. Ramón era amigo de mucha gente que no era amiga entre sí, era una especie de mediador de los grandes conflictos. Haberlo escogido como secretario fue el gran acierto de Betancourt en un momento en que sólo Ramón Velásquez pudo haber cumplido el papel que cumplió y que a mi juicio no se ha medido. Porque se suelen valorar las virtudes y condiciones de Betancourt, pero aquella dificilísima tarea de Betancourt de apaciguar a los militares perezjimenistas y, por otra parte, a los de la izquierda, no habría sido posible sin la contribución de Ramón Velásquez, quien inspiraba un enorme respeto y confianza a todos los sectores, incluso aquellos que odiaban a Betancourt y encontraban en Ramón una antesala de conciliación. Probablemente eso fue lo que le faltó a Gallegos, un pararrayos y un interlocutor, porque, además, Ramón no solamente era el factor de armonización sino el interlocutor inteligente; el hombre que advierte, que sabe, que conoce. Finalmente, el consejero, que no es subalterno”.

Durante el quinquenio de Betancourt, el Gobierno enfrentó once insurrecciones.

 

Acepta la Presidencia

Entre 1964 y 69 fue director de El Nacional, responsabilidad que repetiría de 1979 al 81. El 21 de mayo de 1992, el Senado autorizó el antejuicio contra el presidente Carlos Andrés Pérez, cuyo desenlace sería la separación de éste del cargo. En 1993, Velásquez fue visitado en su casa de Altamira por Luis Alfaro Ucero e Hilarión Cardozo, quienes iban en representación de la fuerza parlamentaria adeca para pedirle que se aceptara la acéfala Presidencia hasta la culminación del periodo. Velásquez sugirió otros nombres pero sólo el suyo concitó el consenso necesario. Fue así como el 4 de junio de 1993 el Congreso lo juramentó como Presidente de la República, donde logró remendar la estabilidad del país tras las dos intentonas golpistas del 92 y el clima de zozobra que reinó en aquellos meses. Sería presidente hasta febrero de 1994, cuando le impuso la banda a Rafael Caldera.

-La presidencia para Ramón –dice Simón Alberto Consalvi- llegó en un momento de un trauma tan grande en el país que le impidió la familiarización con aquella etapa del poder, al que él llegó para resolver una crisis que no estaba prevista en su imaginación. El aspiró siempre a llegar al poder pero no en la forma y en el momento en que lo hizo. Y eso lo distanció del poder. Entonces, estableció una relación extraña con el poder, como Rómulo Gallegos, era tenerlo y no tenerlo. Lo asumió por obligación en una circunstancia en que los factores que lo llevaron al poder inmediatamente se desvincularon de él; y luego que lo aceptó, lo dejaron solo. Y además con unos pocos meses para ejercerlo. Era como una condena: usted está ahí con la condición de que no haga nada. Fue una frustración terrible. Esa es quizá la mayor frustración de su vida: haber llegado al poder, lo que él tanto quiso, en circunstancias que eran la negación de sus propósitos.

Desde el día en, paradójicamente, se zafó de un poder que llegó para ser un incordio, Ramón J. Velásquez ha permanecido activo, negándose a ser convertido en un oráculo o en un santón de la democracia pero, aún en esa reserva vigilante, ha sido factor de equilibro y, como siempre, encrucijada por donde pasan todos los caminos de Venezuela.

En estas dos décadas se ha dedicado a concluir los dos volúmenes de su libro “La república de Venezuela 1830-2000”; y a ponerle punto final a otro libro llamado “Las cinco Venezuelas”, que contiene el testimonio –no las memorias, aclara- de los países que ha vivido en 95 años.

 

Publicado en El Nacional, noviembre de 2006


3 comentarios en “Ramón J. Velásquez

    1. Leon, esto fue publicado el 3 de Noviembre del 2006; favor ver la parte superior debajo del nombre de este ilustre tachirense

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