Américo Martín se ha echado a las montañas de la evocación

Milagros Socorro

Asistido por la mirada de un escritor, una honda vocación venezolana y no pocas curiosidad y ternura, Américo Martín (Caracas, 1938), abogado, ex guerrillero y ex candidato a la Presidencia de la República tiene meses fajado en la escritura de sus vivencias. Son las memorias “de un hombre que, casi sin darse cuenta, ha podido reunir los fragmentos de lo que ha vivido; y casi ha llegado a entenderse y, por lo tanto, de comunicarse. Nunca imaginé que algún día estaría tan urgido de dar cuenta de lo que ha hecho. Las nostalgias van con la edad pero la imposibilidad de liberarse de ellas, con la ancianidad.

–En este libro usted alude con frecuencia a su inclinación literaria. Dígame una razón por la que, en vez de hacerse escritor en exclusiva, en entrega total, se metió a redentor.

–Cuando ingresé en la actividad política a los 15 años, lo hice bajo una dictadura militar. Corría un gran riesgo. Estaba retando a un mecanismo represivo salvaje, implacable. Por eso, asumí la política “en trance de heroísmo”, como dijera el primer manifiesto de los bravos universitarios reformistas de Córdoba en 1917. Si recordamos adicionalmente que los venezolanos siempre hemos estado tentados a “completar lo que le faltó a Bolívar”, se comprenderá la índole de la pasión que me movía. Escritor lo fui siendo al principio por exigencias de la política, después por una curiosidad insaciable y una angustia por aprender lo que no conocía; y finalmente, por el irrerenable deseo de poner en conocimiento de los demás todo lo que he acumulado a lo largo de tantos accidentes.

–¿Qué es lo más tonto que ha hecho hasta ahora?

– Antes calificaba así la larga lista de los errores que he cometido. Pero ahora, tratando de entender las razones que me movieron a incurrir en ellos, decidí respetarlos más. Puedo decir que, en general, esos errores, disparates, tonterías y rebeldías fueron manifestaciones de unos valores primarios de los que en lo esencial no me he apartado. El deseo de hacer algo importante para el servicio de mis semejantes, el rechazo a prácticas viles, el desprecio a humillar y humillarme, la cobardía personal, la codicia. Como puedes ver, es una lista de valores de los que creo no haberme apartado. Por ejemplo: la tontería de irnos a la lucha armada, la misma ruptura con AD, cuando esa institución estaba destinada a cedernos el lugar que la biología y la historia parecían reservarnos; la estupidez de sacrificar relaciones familiares muy íntimas y esenciales para mí al cumplimiento de cualquier compromiso político por muy trivial que fuera. Mi alejamiento de la pasión literaria por demasiado tiempo para dedicarme a adquirir conocimientos inútiles por demasiado tiempo.

–¿Qué es lo mas atinado?

–Cuando, después de tantos años de militancia partidista me vi forzado a convertirme en independiente, sentí ese paso como una “liberación interior. Así como es más difícil soltar las armas que empuñarlas, también lo es retirarse de la política partidista después de ejercerla con la pasión infinita y el desprendimiento que lo hizo mi generación. Pero como independiente encontré la libertad y el control de la propia vida. Poder opinar sin someterme a un código, una estrategia o un interés de los que obligan a mentir o a administrar la verdad, es realmente un descubrimiento

–¿Qué es lo que no volvería a hacer?

– Ah, los errores y los aciertos son los que me han llevado a ser lo que soy. No puedo renegar, por eso, de nada de lo que hice, pero obviamente no hubiera sido fidelista, guerrillero, ni tan rígido en mis juicios morales sobre la conducta de los demás. Revisando mis opiniones políticas y personales de 50 años, encuentro demasiadas cosas que debí hacer o enfocar de otra manera.

–Leyendo sus memorias me percato de que son muchos los episodios que se repiten en la historia reciente de Venezuela. ¿Tiene usted la impresión de que el país no aprende, de que está condenado a pasar siempre por los mismos, dolorosos, atajos?

–No sé si será un problema venezolano o latinoamericano o propio de las sociedades blandas, solo sé que no es casual que haya tenido tanto éxito el apotegma de que nadie aprende en el pellejo de otro. Por otra parte, creo que en conjunto las sociedades aprenden, a veces con más dificultades de las esperadas. Por ejemplo, el manejo de la unidad en una sociedad plural: muchos piden que se estructuren bloques unitarios y al propio tiempo se quejan de las diferencias ideológicas entre los participantes en la unidad. Sin embargo, se ha ido entendiendo una sencilla y humana verdad: la unidad siempre es entre factores distintos, que tienen una importante coincidencia. Es decir, la unidad supone pluralismo, diversidad, porque si todos pensaran igual ya no sería unidad sino identidad. Lo que se ganaría en uniformidad se perdería en amplitud.

Y resulta que grandes cambios en la Historia han derivado de amplios frentes unitarios y no de cerradas sectas idénticas a si mismas. Lo fecundo es abarcar en una lucha común todo o casi todo el diapasón de la política. En definitiva, para unirnos tenemos que ser diferentes y ninguna unión debe imponer la sumisión de todos los pensamientos a cualquiera de los factores del bloque, porque si así fuera la unidad moriría sin dolientes.

–Usted tiene la reputación de tener mucho arrojo físico; y sus memorias nos ofrecen varios episodios que así lo prueban. Por favor, ¿podría referirse a esto?

–Es muy difícil hablar de uno mismo, sobre todo para emitir juicios de valor. Del coraje, como tú lo llamas, puedo decir lo que de la felicidad: no es un estado eterno, dado para siempre. Hay que manifestarlo en cada situación, hay que renovarlo, si podemos hablar así. Lo único que puedo decir es que en el sistema de valores en los cuales me formé (e incluyo en ese sistema las películas mexicanas, con charros templados, borrachos y levantadores, así como las del Far West, con sus héroes individuales y solitarios), la valentía física se exaltaba más que la intelectual o la moral.

Yo preferiría hablar hoy de integridad, disposición a no fallar en lo que se espera de uno. Fallar no en el sentido de errar, sino de quebrarse moralmente, venderse por dinero, por miedo o por lo que sea. Eso es lo que más desprecio, pero no es un sentimiento particular, sino que ha estado presente en varias generaciones. Cuando leí las Memorias de un venezolano de la decadencia, de José Rafael Pocaterra, encontré que Pocaterra era de un temple a toda prueba, sin jactarse por eso, sin exhibirlo, sin vanagloriarse. En mis Memorias cito el caso de José Vicente Abreu, su enorme capacidad para resistir algo tan diabólico como la tortura.

Lo otro que es que uno se acostumbra a confiar en ciertos amigos, de quienes sabe que preferirían afrontar cualquier riesgo antes de traicionar. Te doy nombres de gente corajuda: Héctor Pérez Marcano, Moisés Moleiro, Teodoro Petkoff, Julio Escalona… José Vicente Rangel era un hombre firme frente a los peligros, mucho más por cierto, que aquellos a quienes al final de su tiempo decidió servir. Pompeyo Márquez y Guillermo García Ponce eran hombres probadamente valientes, al igual que Isabel Carmona y Adícea Castillo, mi primera esposa.

 –Su negativa a dar detalles del careo al que lo sometió la SN en su primer presidio me ha producido mucha curiosidad. Por qué no nos da detalles, ¿es que conocemos a la persona con quien lo carearon?

–El careo, que recuerdo en sus mínimos detalles, no me corresponde a mí ir más allá de lo que escribí en mis Memorias, aunque me sienta satisfecho por la forma como procedí. No sé cuántos de los que lo presenciaron viven todavía. Decidí enterrar esa anécdota, que podría dar una idea falsa de un joven que vivió un momento muy difícil. Por otra parte, no se trata de secretos porque no son pocos los que conocen los pormenores que por escrúpulos no he querido detallar. Éramos unos muchachos viviendo una situación satánica en manos de unos miserables que podían hacer con nosotros lo que se les viniera en gana. Ante ellos solo cabía decir clara y rotundamente “No”, más nada, pero comprendí que no todos en todo el tiempo estarían en capacidad de reaccionar de ese modo.

 –¿Cuál es su evaluación de Fidel Castro?

–Fidel era un hombre de retos, valiente sin duda y capaz de matar si fuera necesario. Su gran problema es que nunca concibió un movimiento que no fuera dirigido por él. Fue siempre personalista y con una idea algo brutal de la disciplina. Después de leer El Estado y la Revolución, de Lenin, asumió la parte más destructiva del pensamiento del jefe bolchevique: la liquidación del Estado, del ejército y del viejo poder. Cuando venció, se atuvo a ese formato, pero en el diseño de una sociedad superior puso de manifiesto su escasa visión a la que se aferró porque proscribía el pluralismo y la democracia y le garantizaba el ejercicio perpetuo del poder. El modelo que construyó resultó un rotundo fracaso. Ya fuera del poder, lo admitió en una declaración buscada por él con dos periodistas norteamericanos a quienes les confesó que su modelo no les servía ni a los cubanos.

No obstante era un seductor político, sumamente arriesgado. Así se las ingenió para depender durante 30 años de las liberalidades soviéticas y recientemente de las de Chávez. En lo personal tuvimos durante un tiempo una buena relación que se agotó en la medida de mi distanciamiento de sus ideas, de su política y de su gobierno. La posteridad lo recordará porque es imposible olvidarlo, pero no por el sistema que organizó sino por las acciones audaces que emprendió. Algo así como se juzga a Atila o a Tamerlán. Por sus hechos de guerra no por el legado que dejaron.

–¿Y de Chávez?

–Hugo Chávez era un hombre inteligente y también audaz. Su trayectoria comenzó desde su temprana adolescencia. En el Liceo de Barinas tocaba cuatro, era un excelente pitcher zurdo y jefe de grupos dicharacheros. No se le tomaba en serio política ni intelectualmente. Quería destacar y sobresalir a como diera lugar. Triunfó, se impuso a sus compañeros, se las arregló para someter en forma insólita a gente que había tenido trayectoria militante destacada y que, por no exponerse a sus regaños o a perder sus liberalidades, no vaciló en seguirlo por los vericuetos ideológicos que emprendió; e incluso en su devoción religiosa de última hora, despertada por el mal que se lo llevó.

No será bien recordado, habida cuenta de que nuestro hemisferio se ha reencontrado con el desarrollo y crece a ritmo elevado, en tanto que pocos gobernantes han destruido de modo tan sistemático y gratuito como lo hizo él, las capacidades productivas del país. Al igual que Fidel, no toleraba oposiciones ni discrepancias sistemáticas, de modo que su legado es difícil que promueva procesos que lo continúen: sin democracia, sin desarrollo, con graves problemas de derechos humanos, dividiendo al país profundamente en el clima de un odio totalmente innecesario, y sin una obra material visible.

Creó una religión sincrética que lo sostendrá por largo tiempo en la memoria, en forma parecida y mejor que como se recuerda a María Lionza o al negro Antonio, y no lo digo a modo de befa, no. Es un personaje muy singular y con una habilidad extraordinaria para imponer su voluntad y ganar simpatías. Creó el movimiento más personalista que se haya conocido en Venezuela, incluyendo al de Simón Bolívar; y, por lo tanto, difícil de sostenerse sin que la batuta la tenga su líder. No habrá chavismo sin Chávez, pero quizás quede en la memoria Chávez sin chavismo.

 

Fragmento de las memorias

“Es como si uno se estuviera desintegrando”

“Tengo las manos atrás, las esposas no son las clásicas de cadena que permiten cierta movilidad. Son las llamadas esposas italianas, fijas, unidas por un tornillo que aprietan hasta casi quebrantarme las muñecas. De repente suspenden la tortura. Desnudo y esposado me trasladan a la oficina de al lado para iniciar el interrogatorio. […]

Dos esbirros se unen a Arrivillaga y Torresito y entre todos me entran a patadas y golpes por todo el cuerpo. La sesión me parece interminable, pero no les confieso nada. Finalmente se van. Quedo solo y no me puedo sentar porque las italianas no me lo permiten. Permaneceré parado durante el resto del día y la noche. La luz siempre prendida me impide saber cuándo es uno o la otra. El calor es horrendo. Al cabo me oriento por el tenue ruido de una máquina de escribir. Cuando cesa, debe ser de noche; al reanudarse, de día.

Irrumpen otra vez y reinician la jornada. Golpes, patadas, gritos animales. En eso estamos un día más. Lo único es que no me dan por la cara, tal vez para no dejar marcas muy visibles en un muchacho de 18 años. Las manos no las siento ya. Las italianas están clavadas profundamente en la carne. Yo sigo sin poder sentarme y van, según el ruido de las máquinas, tres días.

[…]

Al cuarto o quinto día mi situación empeora. Arrivillaga entra como una tromba al cuarto gris. Prende de la pared un afiche de Gallegos y otros documentos que conozco. Su gestos teatrales no pueden ser menos amenazantes. Sin preguntarme nada, ha puesto frente a mí la evidencia de que han descubierto el local para editar impresos, que habíamos alquilado en la avenida Panteón. Han dado con el multígrafo y cuantiosas pruebas que me condenan. Comparan los tipos de algunos impresos con los de la máquina de escribir que se llevaron de mi casa cuando me capturaron, y no les cabe duda de que coinciden.

Pablo Arrivillaga quiere dárselas de chistoso, se ríe a diente pelado, las comisuras de los labios se acercan a las orejas. Su mirada sádica, olorosa a sangre, estremece. Hay demasiadas cosas en su cara.

Arrivillaga y Torresito traen ahora una silla plegable de metal, arrojan agua en la silla y el suelo; a la fuerza me sientan. Las italianas me enredan los movimientos. Los bellacos traen un generador con dos cables terminados en polos de metal. En su otro extremo los cables se unen a un pequeño aparato manual, cuyo detalle más llamativo es la manivela. Dándole vuelta provocarán el corrientazo. Como me han amarrado los polos a la ingle recibiré directamente el impacto.

El sádico hace girar con ferocidad la manivela y siento el golpe más duro que haya recibido o recibiré en toda mi vida. Grito por el dolor, no recuerdo cuántas veces. El maldito sigue dándole vueltas a la manivela mientras una sonrisa salvaje se dibuja en su cara. Torresito lo corea. Estar permanentemente parado y esposado durante días, incluso sobre un ring de automóvil, es insoportable, pero la electricidad supera con mucho cualquier otra forma de tormento. Lo que se siente es como si uno se estuviera desintegrando. O como si le estuvieran arrancando partes del cuerpo a carajazos.

¿Cuánto tiempo duró aquello? Nunca lo sabría. Para mí, horas, pero pienso luego que no, no creo que sea posible aguantar vivo eso por tanto tiempo.

Me dejan un momento tranquilo para darle entrada a los que vienen a repetir la sesión de puñetazos, planazos y patadas. Pero en ese momento se produce un pequeño milagro. Sin motivo directo sale sangre a borbotones de mi nariz. Me llueve sobre el pecho desnudo, algunas gotas caen en el suelo. Los torturadores se detienen, ligeramente preocupados. La orden es arrancar una confesión, no liquidar a golpes a un joven estudiante”.

 

Publicado en la Revista Clímax, mayo de 2013

 

 

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