La responsabilidad de proteger

Milagros Socorro

“Quién es esa muchacha”, se preguntaba la prensa internacional hace un año, cuando circularon fotografías del actual mandatario de Corea del Norte (hijo y nieto de dictadores) en compañía de una mujer joven cuya identidad se desconocía. Como todo sátrapa que se respete, la vida personal de Kim Jong-un es un enigma. Se sabe que se educó en Suiza y que tiene una vida de lujos, en brutal contraste con el hambreado pueblo norcoreano. Y poco más.

A escasas semanas de publicadas las imágenes, se supo que la misteriosa acompañante era Hyon Song-wol, una famosa cantante con quien Kim Jong-un había tenido una relación sentimental en el pasado y con habría retomado el contacto una vez muerto en diciembre de 2011 Kim Jong-il, su padre, el galáctico líder supremo de allá, quien había desaprobado ese noviazgo. Después de eso, más silencio. Hasta hace unos días cuando el mundo quedó horrorizado al correrse la especie según la cual la hermosa Hyon Song-wol fue ejecutada entre el 20 y 29 de agosto de este año por un escuadrón de fusilamiento, por órdenes de Kim Jong-un, bajo el cargo de haber grabado y distribuido material pornográfico.

La muchacha fue detenida y unos días después fue abatida por una ráfaga de ametralladora junto con otros 11 artistas imputados con los mismo cargos. Las víctimas fueron asesinadas delante de sus familiares y de los miembros clave de las orquestas donde se desempeñaban como músicos. Y una vez consumada la matanza, se llevaron a los sobrevivientes a los campos de prisión previstos en Corea del Norte para retener a los convictos y a sus familiares. En uno de ellos estuvo, por cierto, el poeta caroreño Alí Lameda, quien fue rescatado por la democracia venezolana cuando estaba a punto de morir en la ergástula del país asiático donde había sido confinado por varios años.

Al concluir la lectura de esta noticia, la página web del periódico europeo me conduce a otra información: En Yemen, una niña de 8 años murió en su noche de bodas debido a graves lesiones internas y la hemorragia provocada por el avance sexual de su marido, un hombre de 40 años. La nota alude al hábito de los matrimonios concertados, muchas veces con niñas de menos de 10 años, en el seno del islam.

Me quedo congelada frente a la pantalla. Ahora tengo noticia de dos horrores que hace minutos ignoraba. Se trata de dos crímenes que, con toda certeza, no están aislados. No cabe duda de que en Corea del Norte abundan los ajusticiamientos por motivos fútiles, venganzas personales de los jerarcas y minucias con ribetes políticos; y que se cuentan por millares las vidas destrozadas en los campos de concentración o tras la contemplación de la muerte en plaza pública de un ser querido. También es un hecho que cada año son sacrificadas centenares de niñas en esos repugnantes tálamos.

Lo sabemos. No podemos disipar ese conocimiento. La tecnología nos pone frente al molinillo de seres humanos que es buena parte del mundo, pero no podemos hacer nada. Los verdugos están protegidos por fronteras, leyes y nociones de soberanía. Las víctimas están al descampado, secularmente inermes ante sus violadores y asesinos. Hay algo aquí que no cuadra.

Pero hay un atisbo de esperanza. Tras el genocidio de 1994 en Rwanda y la depuración étnica en los Balcanes y Kosovo en 1995 y 1999, al que el planeta asistió en primera fila y sin mover un dedo para evitarlo por la autodeterminación de los sátrapas, la comunidad internacional empezó a plantearse el “derecho a la intervención humanitaria” y evolucionó la “responsabilidad de proteger”. Es así como la ONU estableció en su Informe del Milenio que la soberanía no solamente da al Estado el derecho de “controlar” sus asuntos, sino que le impone la “responsabilidad” de proteger a la población dentro de sus fronteras. Así, cuando un Estado no protege a su población, por falta de capacidad o de voluntad, la responsabilidad se traslada a la comunidad internacional, que puede hacer uso de la fuerza si no le queda más recurso.

De momento, la muerte en un charco de sangre de una muchachita yemení no hace saltar las alarmas, porque la intervención solo es legítima “en caso de genocidio y otras matanzas en gran escala”. Haría falta un millón de niñas agonizando con el traje de novia rasgado. Haría falta un millón de muchachas norcoreanas llevadas a rastras al paredón de fusilamiento ante la mirada nublada por las lágrimas de sus padres e hijo (y esta suma no se hará mientras persista en el poder de ese país la tiranía hereditaria que mantiene en férreo secreto sus tropelías).

Pero ya está instalada la idea de que cada entierro con mortaja violenta pone una vela en mi mano. Que tengo la responsabilidad de proteger. Es algo. Es mucho. Debemos seguir haciendo presión para que ese deber que nos une a los grupos más vulnerables se haga efectivo cada vez que una criatura es sacada del aula o de la sala de música y dejada a merced del puño que ha de estrujarla.

 

Publicado en El Carabobeño, el 11 de septiembre de 2013

 

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