Lecturas obligatorias

Milagros Socorro

“Cuando oramos, hablamos con Dios”, dijo San Agustín, “pero cuando leemos, es Dios quien nos habla”. Dios, no Fidel Castro. Una diferencia, aún cuando el jefe del Estado la juzgue ínfima, que debe considerar a la hora de instrumentar el Plan Revolucionario de Lectura, anunciado el sábado de la semana pasada.

Tras atribuirse años de lectura que ni su discurso ni su proceder evidencian en lo absoluto, Chávez prometió la pronta diseminación de un plan de lectura concebido en términos bélicos («afilar armas comunicacionales”, “contraataque de las ideas»), que, naturalmente, será llevado a cabo por escuadras revolucionarias de lectura, “conformadas por un mínimo de 10 participantes”. Pero no se contentó con amenazar a la población con obligarla a leer en medio de un pandemónium, sino que ese acto íntimo, de obligado silencio, podría tener que hacerse bajo la tutela de pozos de sabiduría como Elías Jaua, García Carneiro, y Nicolás Maduro. “Vamos a organizar”, dijo Chávez, “escuadras de ministros, gobernadores y líderes. Hay que dar el ejemplo de lectura, de conocimiento”.

Lo más probable es que las escuadras de lectura que logren conformarse, a pesar de la improvisación, el seguro robo de los recursos, la gresca entre los jefecitos, los “poetas” conocidos como tal no por la frecuentación de las itálicas sino de lo etílico, la terrible desorganización, en fin, a pesar del chavismo, no pasen de un barullo sobre el cual trate de imponerse a gritos un pobre tipo leyendo textos de Mijail Bakunin (“El Estado es un inmenso cementerio al que van enterrarse todas las manifestaciones de la vida individual”) o los cuadernos de ideologización vendidos por los Castro a precio de oro.

El punto es que la lectura es un placer solitario, hijo de la quietud, ocasión de escuchar voces sagradas. Es, sobre todo, una actividad privada. Lo que no descarta la existencia de lecturas públicas que las sociedades no deben eludir; y que, más bien, deben exigir como parte fundamental de sus derechos y base de la convivencia legal y pacífica. Y esas son, precisamente, las lecturas que el régimen ha evitado sistemáticamente.

En escuadras, pelotones, compañías, batallones o, simplemente, ciudadanos conscientes de sus facultades, los venezolanos exigimos que el gobierno revele información a cuya divulgación está obligado. Queremos leer, en el ágora, las Memorias y Cuentas de todos los despachos gubernamentales; la información estadística que debería estar –y así fue prometido- en las páginas web de los entes públicos; las estadísticas de la Superintendencia de Inversiones Extranjeras, que dejaron de divulgarse en enero de 2007, de manera que no sabemos cuál es la cuantía de los capitales que ingresan a Venezuela, de qué país provienen y cuál es el sector en el que invierten.

Queremos leer en plaza pública los boletines epidemiológicos; la recaudación del Seniat, un secreto a partir de enero de este año; la letra chiquita de los contratos para adquisición de equipos militares a Rusia; las solicitudes aprobadas en divisas para las importaciones de CADIVI (desconocidas desde febrero); el destino de los recursos de FONDEN; la gacetilla del Banco Central de Venezuela donde se ofrezcan las cifras sobre la gestión pública del poder central, que ya tiene un retraso de más de 4 meses; el balance de los fondos del INTI, lo que se ha perdido con las propiedades confiscadas, a quiénes les han pagado sus bienes y a quiénes no; la lista de cubanos que entran y salen del territorio nacional por esa zona franca del Aeropuerto de Maiquetía destinada a su uso exclusivo, su oficio (si es que lo tienen), el cargo que dicen venir a ejercer y lo que verdaderamente hacen.

Exigimos la lectura a voz en cuello de las cuentas de Petróleos de Venezuela; la realidad del desempleo; el inventario de lo que se ha destruido; la veracidad de las denuncias con respecto a la presunta participación de Nelson Merentes en el megafraude de las “notas estructuradas”; los horribles números en materia de victimización y violencia en Venezuela.

Queremos leer la declaración jurada de bienes del clan Chávez Frías. Y una lectura con lupa del destino de los recursos ingresados a Venezuela en la década siniestra de su hegemonía.

Publicado en El Nacional, mayo 2009

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