De caballo a jinetero

Milagros Socorro

Singular cualidad la del presidente Chávez, quien, en las antípodas del mítico rey Midas, envilece todo lo que toca. Y en vez de trocar en oro lo que a su proximidad se expone, como solía el monarca de la leyenda, convierte en deleznable materia todo aquello que su atención atrae.

Lo primero que encenegó fue, desde luego, la ingenuidad y la esperanza del electorado que vio en él una senda distinta —y contraria— de la que veníamos transitando. Ya son ostensibles los signos del desencanto que la liviandad de su conducta ha despertado en quienes hasta ayer lo seguían fervorosos. Infatuado de su popularidad, Chávez creyó que nada le faltaba para convertirse en un santón que imantara a las masas sin importar lo que hiciera. No ha sido así. Su vulgaridad, gran frivolidad e irrespeto de todo aquello que para los venezolanos sigue siendo sagrado (como la firmeza en la palabra del varón y el respeto a la dignidad del contrario) han mellado profundamente la consideración que de él tenía buena parte de sus seguidores. Chávez apostó a erigirse en religión y ya vemos cómo se deshilacha la secta de su culto. Lo que era auténtica fe en el futuro de la nación, encarnada en un muchachón audaz, ha devenido decepción con tintes de cinismo.

Cosa parecida ocurrió con Simón Bolívar, quien, antes de ser objeto del guayabo chavista, era un cuadro interesante, pieza dilecta del baúl de nuestra tradición. El Libertador era, antes de que Chávez le pusiera el ojo, una figura «de grata recordación», como dicen los malos locutores; un personaje entrañable, como Tony Manero, el que encarnara John Travolta en Fiebre del sábado por la noche, como el Danny Rose de Woody Allen, como el Cid Campeador (en versión de Charlton Heston), como Lord Byron, como Errol Flyn. En una palabra: Bolívar era el Pedro Infante del siglo XIX. El Libertador era chévere: contradictorio, apasionado, terco, puyoncito, incluso buen escritor. Un tipazo. Hasta que cayó en manos de Chávez y lo dejó convertido en este fascista que circula hoy entre nosotros; un G.I. Joe bastamente tallado en ordinario madero; un dictadorcito de tres al cuarto. Chávez le puso la mano a Bolívar y acabó con el caraqueño que escribía encendidas epístolas a las bellas carajitas de Lima y de Quito, a las dulces primas carnales de este valle y a sus panas de la independencia suramericana; y lo dejó a la intemperie, clamando como un loco. El loco de la Carta de Jamaica.

Ahora le ha tocado el turno a Fidel Castro. Antes de que Chávez enfilara sus baterías en dirección al gallego de La Habana, el dictador cubano era un bicho temible: hábil, desalmado, implacable con sus enemigos (reales e imaginarios). No por nada se le conocía como La Hiena del Caribe. Hay que ver la fiereza que es preciso demostrar para ganarse ese remoquete y conservarlo por décadas como un título del boxeo. Castro era el verdugo de las Antillas, el pecho de toro, la esperanza blanca de los reyezuelos africanos. Era Fidel Castro, chico. Pero lo agarró Chávez y mira en lo que paró: un viejito balbuceante, con una barba rala en la que cabe sospechar restos de papilla. Un pobre tipo lambuceando unos barriles de petróleo.

Cuando Castro cayó en el bombín de Chávez era El Caballo. Y de ahí salió convertido en jinetero.

 

Publicado en El Universal, diciembre de 1999

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