Luz Marina Rivas: Sobre cuentos guajiros

La mismidad de la otredad en Cuentos guajiros de Milagros Socorro

Luz Marina Rivas

Universidad Central de Venezuela

luzmarina.rivas@gmail.com

luz.rivas@ucv.ve

(…) una joven médica, todavía titubeante al plantarle cara a la muerte, era una primeriza descarriada de una antiséptica sala de partos, experimentando contracciones en medio de la selva. Estaba nerviosa, eso podía verse.

-Llama al chamán –me ordenó-. Él conoce los cantos adecuados.

Milagros Socorro, Cuentos guajiros

Un reciente cuentario de Milagros Socorro, Cuentos guajiros (2010) recoge siete cuentos reunidos por una temática común: la mirada indígena contemporánea representada por personajes en su mayoría de las comunidades indígenas del Estado Zulia (japreria, añú, yukpa, barí, wayuu), aunque uno de los relatos se enmarca en una comunidad yanomami. En todos cabe destacar el encuentro de cruces culturales entre los indígenas y los venezolanos no indígenas. Incluso, uno de los cuentos nos presenta el encuentro de una niña de origen indígena, asimilada a la cultura criolla, que redescubre su propia cultura ancestral a través de los ojos de una jovencita de su edad que se mueve con comodidad en los espacios culturalmente híbridos de la Península de la Guajira. En la mayoría de los cuentos está también presente de modos diversos la caribeñidad venezolana, bien sea por la apertura al mar, por la confluencia de gentes diversas en las cercanías de los puertos, por las etnias que se ficcionalizan (de origen caribe, como los yukpas, por ejemplo). Llama también la atención en esta obra el hecho de que las miradas cruzadas son miradas de niños y jóvenes: el jovencito japreria que pierde a un hermano y sigue a su madre en una búsqueda imposible; la niña barí de cuatro años, sobreviviente de una masacre y regalada como un objeto al presidente López Contreras, la joven estudiante de medicina que hace su residencia entre los yanomamis y va sufriendo una transformación, que le permite aprender de la tribu que la ha acogido;  la novicia que, inexplicablemente, ayuda a escapar a un niño yukpa de una misión para que asuma su destino de guerrero; la niña de ciudad que  disfruta sin complejos, vestida como los indígenas,  un fin de semana con su compañera de clase, de la que nadie sabía que era barí;  la adolescente añú que llora a su caballo sacrificado por la ignorancia de ella misma de los mitos de su pueblo, olvidados por los jóvenes y por la escuela criolla a la que asiste,  y la wayuu citadina, que  renegaba de las costumbres guajiras y que descubre el mundo de sus ancestros bordado en un chinchorro hecho por la guajira blanca, mestiza de padre holandés, guiada por  su nueva amiga wayuu. En estos personajes parece abrirse una comprensión más amplia sobre la diversidad cultural,  pues ellos la viven como parte de su cotidianidad, sin los prejuicios de los mayores. Están abiertos a la otredad, que algunas veces está debajo de su propia piel.  Probablemente, por ello la editorial Alfaguara ha tomado la decisión de publicar esta obra en una colección juvenil, pero ello ha privado a los lectores adultos de esta compleja mirada del presente de una importante porción de la población venezolana, que frecuentemente es percibida como parte del pasado histórico por el ciudadano común o como extranjeros dentro de su propio país,  ignorados y silenciados en la comunidad imaginada que es Venezuela. Una mirada desde la imagología puede darnos luces acerca de esta obra de Milagros Socorro que reelabora literariamente el imaginario social.

Foto de Fernando Bracho

La imagología, entendida en el marco de la Literatura Comparada, trabaja las representaciones de la otredad en culturas que conviven con diversos grados de tensión. Estudia las imágenes del extranjero en las obras literarias, entendiéndose “extranjero” en un sentido amplio. Se trata de “el otro”, en una relación entre identidad y alteridad dentro de un mismo espacio geográfico en el cual coexisten culturas diferentes o como bien lo explica Nora Moll, el estudio de las imágenes, de los prejuicios, de los clichés, de los estereotipos y, en general, de las opiniones sobre otros pueblos y culturas que la literatura transmite (Moll: 2002, 349).

El estudio de la imagología, como bien lo indica Daniel-Henri Pageaux , no puede limitarse a un estudio inmanente del texto literario. Se trata más bien de un trabajo interdisciplinario. Explica este autor que la confrontación del texto literario con otros textos de la cultura, con la historia de las mentalidades, con la ideología de la cultura del referente, permite conocer mejor el imaginario social, tal como lo entienden los historiadores (Pageaux: 1994, 101-131). Por otra parte, encuentra tres modos básicos de acercamiento al otro desde una identidad cultural: la manía, por la cual la cultura otra se percibe como superior, en tanto la propia es minusvalorada y tiende a la aculturación; la fobia, o percepción de la otra cultura como inferior, por lo cual se la mira despectivamente; finalmente, tenemos la filia, la percepción de la otra cultura como positiva, es acogida por la cultura de origen. Ambas se reconocen en el diálogo y el intercambio.

En Cuentos guajiros, de Milagros Socorro, es observable la dinámica hibridación cultural que permea todos los relatos de este volumen, en los cuales la presencia indígena está marcada por elementos como la alimentación, la medicina, la mirada sobre la naturaleza, las creencias tradicionales y el intercambio social. Por otra parte, la asimilación conflictiva de la modernidad en las comunidades indígenas se representa de una manera compleja, a partir de una actitud activa y pragmática de éstas para discriminar los tipos de apropiación cultural. Cabe también trabajar los recursos narrativos de esta autora, que logra comunicar las sensibilidades producidas en estos intercambios conmovedores. Podemos acercarnos a dos de  los cuentos más emblemáticos de este cuentario para observar el paso de las fobias a las filias.

El cuento más conmovedor por el despojo cultural más cruento es, sin duda, “Hábleme de la Sierra”, que relata la historia de Librada de la Sierra, capturada en un asalto a una comunidad  barí ejecutado por criollos. Luego de esta incursión que termina en una masacre en la que muere su madre, la niña de cuatro años es secuestrada por un tal Aaron Inciarte, jefe de los atacantes, quien la mantiene como posesión suya en su propia habitación, para luego regalársela al Presidente López Contreras en 1941 en una visita a la Sierra de Perijá. La descripción de la pequeña, cuya presencia resultaba incómoda para el presidente, que no sabía qué hacer con ella y la envía a la cocina, resulta la de una figura digna de compasión: sentadita en un taburete, detrás de las prensas de queso y los racimos de plátano, muda, mirando a un rincón, cubierta apenas con aquel vestidito lleno de remiendos y aquellas chinelas que se le escapaban de los piecitos (Socorro, 17). Más adelante, continúa la descripción: Su cabello lucía polvoriento. Tenía heridas recientes en las piernas y sus codos se veían despellejados. Pero lo peor era la angustia que vibraba en lo profundo de su mirada ausente. (Socorro, 18). Librada pierde a madre, a su familia, a su pueblo; pierde su idioma y hasta su nombre verdadero. Permanece muda hasta los ocho años, cuando comienza a hablar con su madre adoptiva, Bárbara Rausseo, ama de llaves del presidente, quien la cría como a su hija y a quien le pide que la llame por su nombre verdadero, que ambas ignoran.

El relato se construye de manera fragmentada. Se inicia con el testimonio de la entonces joven Bárbara Rausseo, seguido del relato de un narrador omnisciente, que sigue la historia posterior a la catástrofe. De este relato se destacan las recurrentes pesadillas de Librada, nunca comunicadas a su madre adoptiva, en las que la niña revivía hechos que la aterraban. El testimonio de Bárbara y su descripción de la niña constituyen una mirada compasiva sobre un personaje que se presenta en toda su minusvalía. Sigue a esto el encuentro de madre e hija con el jefe del archivo del diario El Universal. La historia de la niña y su verdadero nombre se develan en un viejo recorte de periódico que da noticias del ataque como acto de venganza de los criollos, en las anotaciones de un antropólogo que recoge testimonios de dos mujeres sobrevivientes y en el testimonio en primera persona del propio jefe de archivo, Juan Sananes, quien había sido dibujante de mapas y testigo importante para la recuperación de identidad de Librada, quien conocerá su verdadero nombre: Bakeki y encontrará un trabajo en el periódico, donde escucharía con frecuencia las tan ansiadas historias de la Sierra.

El cuento es revelador de una actitud de una fobia, de acuerdo con Pageaux. Los indígenas no parecen tener valor humano ante la ley. La incursión de criollos al caserío indígena no es castigada; el recorte de prensa da escuetamente la noticia sin tomar partido. La niña es regalada como se regala a un esclavo sin sanciones por parte de quien la recibe. La agresión contra los indígenas no es vista como un delito ni por sus ejecutantes, ni por el parte de prensa. No hay en ese escrito valoraciones morales de la información, sino el establecimiento de causalidades.  La escueta explicación indica el móvil de la venganza. Los indígenas asesinados son un número; no tienen nombre. En contraste, el informe de Roberto Lizarralde, antropólogo ficcionalizado, da los nombres de los testigos indígenas, las dos mujeres que presenciaron la matanza escondidas en un follaje denso, que sí tienen nombre propio: Abantabay y Aturinagyá.  La mirada del antropólogo recoge el sentir del otro, en una filia, que reconoce el horror el crimen ejecutado por los “labaddó”, los criollos. Por otro lado, aunque la mirada compasiva de Bárbara Rausseo es el principio de la asimilación cultural, sería también Bárbara quien conduciría a la joven a encontrar su identidad y su origen luego de hacer de Bakeki su propia familia y de acceder a llevarla al archivo del periódico, donde Juan Sananes le revelaría su origen y su nombre.

Las distintas voces de los distintos narradores (Bárbara, el narrador omnisciente, el redactor de prensa, el jefe de archivo) hacen del relato algo que no es unívoco, que se construye por fragmentos. Cada pedazo de la historia de Librada o Bakeki calzará con otro que llegará más tarde. La dificultad de historiar la propia identidad a partir de textos dispersos, muchos de ellos orales, signa la historia indígena venezolana. Sin embargo, al hallar su identidad, Bakeki se integra a la sociedad de su madre adoptiva, encuentra un trabajo en el archivo y parece encontrar una relativa paz, escuchando las historias de la Sierra del jefe de archivo. No parecen quedar resentimientos; parece más bien que la propia cultura se valora positivamente, por lo cual se justifica el nombre del cuento, “Hábleme de la Sierra”, que, a su vez remite a la oralidad propia de las culturas aborígenes, su propia forma de mantener viva su historia.  Interrogar al jefe le va devolviendo a Bakeki su vida anterior y a  partir de la mirada del antropólogo, la filia se hace presente y la historia es recuperada, a pesar de la fragmentariedad y precariedad de la misma.

Frente a esta historia de despojo a partir de una fobia, resulta emblemático un cuento diametralmente opuesto, en el que la fobia proviene del propio indígena. Se trata del cuento “Escrito en un chinchorro wayuu”.  Este relato cuenta en primera persona un viaje realizado por la protagonista en compañía de su abuelo. Éste le ofrece acompañarlo a un viaje hacia Paraguaipoa, para que distraiga la tristeza de la pérdida de un primer amor adolescente y escolar. No se dice explícitamente que la niña sea indígena. De hecho, el relato se abre con la negación, pero se van dando datos suficientes para que podamos inferir que así es. Interesante recurso narrativo: quien se esconde, se muestra. Los abuelos viajan en una pick up hacia una hacienda en la Sierra. La camioneta va cargada de primos y parientes. Durante el viaje, la abuela va identificando las plantas del camino. Cuando la niña accede a acompañar al abuelo a visitar a la viuda de un amigo entrañable, se entera de que ese amigo, guajiro, fue compañero de juventud del abuelo. Cuando pasan por un mercado, la jovencita le recuerda a su abuelo que él le ha prometido comprarle una manta guajira, a lo que éste responde: -Y vos dijiste que no te pondrías una manta ni amarrada-. Sin embargo, la familiaridad con los espacios y la cultura representada en la manta es obvia, aunque esté acompañada por la negación: Tenía razón. No entendía cómo se le podía ocurrir que yo podría andar por ahí con una manta guajira. Algo horroroso, que sólo usaban las pobres mujeres que no tenían algo bonito para ponerse (78). Como puede verse, la manta se asocia a la pobreza y no a la condición indígena entendida como una otredad. Para la niña, la otredad es la pobreza, no la etnia. Su idea de lo guajiro se expresa negativamente también en la respuesta dada al abuelo cuando le dice que la viuda tiene una nieta de su edad, de la que podría hacerse amiga:

“Sí, claro”, le dije a mi abuelo mirando el techo y adivinando que aquella niña sería una boba con un nombre así como Juyará, con unos pies inmensos de tanto andar descalza y con quien jamás podría entenderme como no fuera hablando muy lentamente y a gritos. (76)

Si bien para los mayores, la relación es horizontal, de iguales, la niña aculturada construye al otro desde la fobia. Sin embargo, la nieta del fallecido señor Leandro sería muy diferente a la imaginada: aunque vestida con una manta de muchos colores y pegada a la cintura para resaltar la finura de su talle (78) y calzada con unas sandalias adornadas con una gran borla de lana, Leonarda no era una niña apocada y llorona, sino era la reina de Paraguaipoa. O, mejor, la reina de la Guajira. Conocía a todo el mundo. Y todo el mundo parecía tenerle cariño (79). Bajo su guía, iniciará la protagonista un viaje por toda la Guajira, durmiendo en chinchorros durante las noches, viajando de día en una chirrinchera  que parecía flotar en una nube de polvo y vallenato (81). La jovencita guajira rompe los estereotipos formulados por la protagonista: libre y parlanchina, aventurera y carismática, le muestra una Guajira que no conocía, signada positivamente. Leonarda tiene un novio Luis El Waneesia, el mejor jinete de la Guajira, que compite con los mejores jinetes. Su figura  y la de su caballo tienen un halo casi mítico para la narradora:

Cascos de Luna había nacido en la Guajira, en medio de una noche de parranda, cuando retumbaban los kashas, el piache fumaba un tabaco que olía a dulce de hicacos y los adultos bailaban la yonna. Como tenía una estrella en la frente, signo de buena fortuna, el cacique lo había destinado a la monta de su hijo. (82)

 

La joven comienza a admirar el mundo de su amiga, variado y estimulante, como la tienda del primo en la que parecen reunirse fragmentos de todas partes y objetos con valor simbólico:

joyas, espejos engastados en marcos lujosos, muñecas de porcelana, arañas de cristal, cartas escritas por próceres de Venezuela y Colombia, un oso frontino disecado y una gastada batica con faralaos en la pechera que, según aseguraba bajando la voz, era la “camisa de Santa Marta, vos sabéis, la que le prestaron al moribundo”. (78)

De esta manera, se pasa de la fobia a la manía. En los ojos de la adolescente, el mundo guajiro se crece y queda investido de una condición mágica que tiene un momento cumbre en la revelación del chinchorro de la guajira blanca, Cornelia Ipuana Mulder, de padre holandés, una suerte de hechicera buena, rodeada de niños, cuyos famosos chinchorros muestran unos dibujos geométricos, que aparentemente nada representan, pero  que al ser observados con atención, con los ojos entrecerrados, luego de un tiempo de mirar los muchos colores, resultan narraciones en imágenes de la historia de la Guajira. La narradora percibe en el que observa la historia reciente que ha conocido con su amiga, la del hijo del cacique, Luis El Waneesia.  Cuando Cornelia sacude el chinchorro, vuelven a verse las figuras geométricas sin sentido aparente.

El cuento propone, entonces, un cambio de mirada, un reconocimiento de una cultura abierta a muchas culturas, enriquecida por su condición cercana a la de los puertos: lugar de convergencia de pueblos diversos y lenguas distintas, que los guajiros asimilan sin perder sus tradiciones, como lo ha hecho Leonarda, que durante su viaje colecciona cuentos en wayuunaiki. Igualmente, este cuento, como todos los demás del cuentario de Socorro, muestra que la fobia parte del desconocimiento de las culturas indígenas, mientras éstas, calladamente, a partir de los despojos de que han sido víctimas, asimilan los productos culturales de los criollos a su manera, en silencio, cultivando otras historias, luchando contra las fobias que vienen de afuera, pero también de adentro.

 

Bibliografía

Socorro, Milagros (2010). Cuentos guajiros. Caracas, Alfaguara.

Moll, Nora (2002). “Imágenes del “otro”. La literatura y los estudios interculturales” en Gnisci, Armando. Introducción a la literatura comparada. Barcelona: Editorial Crítica.

Pageaux, Daniel-Henri (1994). “De la imaginería cultural al imaginario” en Brunel, Pierre e Yves Chevrel (editores). Compendio de literatura comparada.Traducción de Isabel Vericat Núñez. México: Siglo XXI.

Un comentario en “Luz Marina Rivas: Sobre cuentos guajiros

  1. Buena información, pero me gustaría poder acceder al libro en PDF o algo por el estilo, igual excelente material; saludos. Dios les bendiga, no el católico, sino el de la Bíblia. 😀

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